Desde los diecisiete años, tenía la costumbre de meter las gafas y la cartera y el reloj en un zapato, cuando tocaba acostarme con putas.
Es que decían que te robaban...
Alexandra, Alexandra. Para una personita que a tal edad leía a Wilde, a Dumas, a Nietzsche y a Hesse; y para colmo era un admirador de la pintura Impresionista (oh, lalá), ir de putas era más una necesidad cultural que sexual. Aprendí pronto -¡qué le vamos a jacé!- a conocer ese mundillo. Ya digo, o reitero, que no era tanto un deseo insatisfecho como una especie de mundo leído pero inexplorado... E igual que leía a Conan Doyle ó a Agatha Christie (y deseaba que alguien matara a alguien en mi casa para ir yo a buscar pistas), de igual forma quise aprender lo que era acostarse con una mujer sin tener necesariamente que amarla. La literatura temprana, a veces... No es buena ni es mala. Pero siempre deja inquietudes difíciles de soslayar. Con el paso del tiempo, con el paso de los años, las putas siguieron rondando mi existencia. No era pagar y tener sexo veinte minutos... O pagar algo más y tener sexo una hora... O pagar más (podía permitírmelo) y dormir con dos putas una noche entera y darme el gusto de llevármelas después, por la mañana, a desayunar churros a la plaza de la calle Feria... Era mucho más que eso. "Mis putas tristes", se titula una novela de Gaby. Y le entiendo la gracia a don Gabriel García Márquez, porque en el título se intuye que el único triste era él. He conocido tantas putas que ni siquiera me tomo la molestia de buscar sinónimos. Eran putas. Igual que los negros son negros e igual que los moros son moros y los gitanos somos gitanos. Porque cuando vives o duermes con ellos, que no venga un tipo de la Real Academia de la Lengua a decirme que a pepe hay que llamarle Don José. -- Te pareces a Woody Allen -me dijo ella, desnudándose. -- No te desnudes- le dije yo. -- ¿Te gusta desnudar a una chica? -- Lo que sé hacer yo, lo hago yo. Lo que tú sepas hacer, hazlo. -- Has pagado más de veinte minutos -susurró ella, dejándose caer vestida en la cama. -- Los calcetines, ¿no? -inquirí yo, con una sonrisita y tendiéndome a su lado. -- Los calcetines, sí -me sonrió ella, cogiéndome la mano. Los que pagan veinte minutos, siempre lo hacen con los calcetines puestos. Se entiende. -- Pues sin las gafas y con esa nariz, te das aire a Peter Sellers. Encendí un cigarro, lo coloqué en el cenicero, la despojé de toda la ropa menos de las bragas y del sujetador... Y tomé de nuevo el cigarro y la miré: -- Ni gafas ni calcetines --la susurré-. ¿Ahora a quién te parezco? -- A Sisí -se echó a reír- A mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel Delibes. Ya sabes. Un niño mimado al que todo se lo traen hecho... La verdad es que me dieron ganas de reír. Dí una calada al cigarro y la besé en la nariz, que tenía ella fría y sonrosada.
Ella se apoyó sobre un codo, además.
-- Ahora eres una especie de Dorian Gray... Lo que he dicho te ha dolido, pero no sabes dónde ni porqué. Y por eso, vas a morderme los labios a la par que me quitas el sujetador... ¿a que sí? Hice tal como ella vaticinó. Pero quiero que lo entendáis. Lo hice porque ya tenía pensado hacerlo... Nuestras lenguas se quisieron enredar un poco (con putas, nunca) y mi mano abierta, desde sus pechos, fue bajando hacia su ombligo. Creo que los dos suspiramos, pero igualmente aseguro que no podría jurarlo. -- Pondrás tus dedos encima de mi sexo... pero aún no me bajarás las bragas... Todavía no... -- ¿No? --No... Ahora eres Nabokov, Nabokov con su Lolita , Nabokov luchando consigo mismo, Nabokov sopesando hasta dónde puede o hasta dónde quiere o hasta dónde debe de llegar... No, no... Todavía no... Busqué el cigarrillo, pero estaba consumido. Quise encender otro, pero el paquete y el mechero y las gafas y la cartera estaban metidos dentro de mi zapato. -- Ahora vas a arrancarme las bragas. Y se las arranqué. -- Ahora me morderás en los labios hasta hacerme sangrar. Y la mordí. -- Ahora el lobo estepario... -abrió sus piernas muy despacio-, ahora el lobo sabe que tiene a su presa. -- Es mía... es mía... -jadeé, abriendo con mis manos sus muslos como quien abre la puerta de una catedral obscura y silenciosa. Y la miré y sonreí. Entendedme. Sonreí porque ella me sonrió. Saqué mi tabaco, mi mechero, mi reloj y mi cartera del zapato. Me vestí. Y me marché. Ni siquiera la dije adios, que yo recuerde. Mil noches.... ¡Ya quisiera yo! Nueve o diez noches fueron las que volví con ella. Nueve o diez y era siempre el mismo ritual. Hasta unas semanas después: -- Alexandra. -- No hay Alexandra. -- Alexandra. -- Alexandra no está. -- Alexandra. -- O te vas o te abro la cabeza, gilipollas. Y efectivamente, Alexandra nunca existió. Hoy sé que eres profe en un Instituto de Sevilla. Profesora de Filología y Literatura. Pero -¡que conste!-, durmamos los dos tranquilos... porque nunca existimos ninguno de los dos. Alexandra, mi dulce Alexandra... Te hecho de menos, niña. Hablar de lecturas a cien euros la hora.... Y con los calcetines quitados.