Una se la llevó Diego muy merecidamente. No se debe llamar gilipollas a un profesor por la simple razón de que te quita el balón que botas por la clase. Las otras nueve me las llevé yo.
La primera fue en el alma, donde la duda el remordimiento la tomaron por asalto desde el mismo instante que ocurrió. La siguiente fue en el corazón que palpitó fuertemente al darme cuenta de la fea situación. Otra en mi estima que anda la pobre triste y apagada desde entonces. La tercera en el estómago, que también sufre por los digustos. Una más en mi sueño, que tardé en conciliar ese día. Otra impactó en mi honra, que desde entonces cuenta con esta negra cita en sus anales. Mi seguridad en mí mismo sufrió la séptima al comprobar que me había fallado mi autocontrol. La octava castigó mi fama, hube de soportar las palabras y miradas reprobadoras del tutor del alumno. La última duele largamente en la herida de la culpa. Es el tormento de no haberme enfrentado al padre de la critatura, ese que me partiría la cara de un guantazo como dijo su hijo abofeteado. Se echó tierra al asunto, se encomendó la solución al olvido; pero la culpa tiene memoria eterna.
Llevo dos semanas dándole vueltas a la cabeza: ¿Cómo pudo ocurrir? Algunos compañeros me aseguran que lo tenía merecido y que le hacía un favor. Caro favor, pienso yo.
Sí. Diego tiene que conocer las consecuencias de sus actos. No puede ir por la vida llamando gilipollas a la gente y menos por un detalle tan nimio. Más temprano que tarde alguien le habrá respondido. Puede ser en forma de tortazo, puede ser a modo de puñalada... Quizás yo le hiciera ahora un favor...
Sólo sé, que le gano en bofetadas por 9-1. Que la suya, leve y refrenada en el último instante, apenas le dolió. Yo me quedo con mis 9 bofetadas y, de regalo, con "gilipollas" que le salió gratis.