Pan blanco. El enemigo público número 1. Capaz de engañar a tu apetito de una manera vil, el pan blanco te impulsa a comer más. La harina refinada de trigo con la que se hace ha perdido toda la fibra saciante. El resultado es que el pan blanco dispara tus niveles de insulina.
Sushi. A todos nos parece que el sushi es una comida saludable. El problema no está en el pescado sino en el arroz. Aporta carbohidratos de rápida digestión y, al rato, nuestro estómago nos pide más.
Cereales. Si no son integrales, suelen incluir un montón de azúcar añadido, lo que a primera hora de la mañana es todo un pelotazo contra nuestro metabolismo. Con el azúcar por las nubes, volveremos a sentir hambre poco después.
Zumo. Solo tienes que analizar el zumo de frutas que tomas por la mañana. ¿Incluyes algo de pulpa o de piel en el preparado? Si no lo haces solo estás tomando azúcar, lo que hace que se te dispare el nivel de glucosa en sangre.
Chicles. Mascar chicle tiene un efecto que los científicos han descrito como "un engaño al estómago". Al masticarlo, generamos saliva que termina en nuestro estómago, el cual reacciona pensando que hay comida para digerir y, por tanto, activando la sensación de apetito.
Comida rápida. Grasas trans, azúcar de maíz rico en fructosa y enormes cantidades de sal son tres ingredientes comunes a toda la comida rápida. Este cóctel bomba provoca deshidratación y subidones de insulina que hacen que quieras comer de nuevo poco después de haber dado el último bocado a tu hamburguesa.
Pasta. El mismo problema que ya encontrábamos en el pan blanco aparece en la pasta. A no ser que sea integral, estaremos ingiriendo cantidades industriales de carbohidratos y nada de fibra. De ahí la mítica frase "la pasta baja rápido".
Aperitivos salados. Nadie puede comer una sola patata frita o una única galletita salada. El cuerpo te pide más, incluso aunque no tengas hambre en absoluto. Son carbohidratos de digestión rapidísima que solo llenan tu apetito por algo salado. Eso provoca que, una vez terminada una bolsa, tengamos la necesidad de atacar algo dulce.
Sacarina. Cualquier endulzante artificial engaña al cerebro para hacerle creer que va a tomar azúcar cuando, en realidad, no va a ser así. Lo que provoca es un subidón y un bajón neurona, que, a largo plazo, podría incluso afectar de manera permanente los mecanismos de control del hambre que tenemos.