Los escritores invitados merecen ser mencionados nuevamente por su aporte, fundamental para que el trabajo sea lo que es: un recorrido exhaustivo por casi 50 años de rock argentino. Es un honor haber arrancado esto desde cero y contar con casi 40 tipos -jóvenes, viejos, desconocidos, consagrados- que dieron su palabra en este proyecto megalómano. Está claro que nunca podría haberlo hecho yo solo y que la consecuencia más lógica era que participase mucha gente para que el proyecto, tal la idea inicial, fuera plural como fue. Por eso agradezco otra vez a todas esas voces, que no solo escribieron textos impecables sino que ¡pidieron disculpas por demorarse y agradecieron ser convidados!, cuando en verdad hicieron su trabajo de onda, gratis, para todos nosotros: mi gratitud eterna para (en orden de aparición en la encuesta) Alejandro Do Carmo, Manuel Bence Pieres, Ezequiel Ruiz, José Miccio, Federico Anzardi, Facundo Llano, Facundo Miño, Diego Mancusi, Miguel David Barrenechea, Matías Córdoba, Mister E., Juan Martín Galeano, Guillermo Martín Villalobos, Leonardo Ojeda, Juan Manuel Strassburger, Juan Manuel Pairone, Joaquín Vismara, Oscar Cuervo, Oscar Jalil, Emmanuel Angelozzi, Ángeles Benedetti, Maximiliano Diomedi, Natalia Torres, Lionel Pasteloff, Alan Levy, Fabián Spampinato, Miriam Maidana, Pablo Scarpaci, Martín Zariello, Lucas Magnin, Ayelén Cisneros, Mauro Valenti, Pablo Gorondi Palkó, Marianela Gómez. Y a los que se suman en esta última entrega: Eduardo Fabregat, Florencia Ruiz, Pablo Schanton y Litto Nebbia.
Estoy realmente contento con el resultado final, que (¡ojo!) no es esto que están leyendo. Aún quedan cosas por saberse de la encuesta, empezando por los votos de cada uno de los participantes -que serán subidos en breve en este espacio-, además de las estadísticas finales, algunas aclaraciones anecdóticas sobre el proceso de votación y la presencia de la encuesta en diversos medios de comunicación. El objetivo, después de tanto trabajo, es llevar todo al papel.Pero despejemos la incógnita mayor: acá van los diez favoritos.
[PRIMERA PARTE: #109 a #85 SEGUNDA PARTE: #84 a #61TERCERA PARTE: #60 a #41CUARTA PARTE: #40 a #26
QUINTA PARTE: #25 A #11]
#10
Pescado Rabioso - Pescado 2
(por Eduardo Fabregat)
Talent Microfón - 1973
La obra de Spinetta está tan llena de obras maestras que a veces se comete la injusticia de pasar por alto al segundo disco de Pescado Rabioso. Y si ya es lugar común señalar eso de que Artaud está firmado por Pescado Rabioso pero en realidad es un disco del Flaco, no es tan común que se apunte que el opus dos de la segunda banda de Luis no se llama Pescado 2 sino Pescado, a secas. Ocurre que el pibe de Bajo Belgrano (tenía 22 añetes cuando consumó esta barbaridad) pensó “dos álbumes independientes, pero unidos”, los numeró 1 y 2, numeró cada canción para que el oyente siguiera el hilo del asunto e incluso abrió el segundo disco con 16” de peteribí para que recordara cómo había terminado el anterior.
Más allá de las pretensiones conceptuales, lo cierto es que Pescado es una obra única de una banda efímera: ya no era el power trío inspirado en Pappo’s Blues y Manal de Desatormentándonos sino un cuarteto con las océanicas profundidades del Hammond de Carlos Cutaia, la garra de David Lebon, el tempo de Black Amaya. Y un Spinetta inspiradísimo, influido por Rimbaud (de allí el díptico de Iniciado del alba e Poseído del alba) pero con su propio vuelo lírico, capaz de perlas como Credulidad, Madre Selva y Cristálida (Aguas claras de Olimpos), ese cierre monumental con una orquesta del Colón que lo quiso cancherear a Cutaia y debió seguir al pie de la letra sus arreglos. Luis también tuvo la generosidad de abrirle juego a Lebon para que grabara el bellísimo Mañana o pasado, mientras asumía sin miedo el rol de guitar hero en tormentas eléctricas como Sombras de la noche negra, el inoxidable blues Como el viento voy a ver o los llameantes nueve minutos cuarenta de ¡Hola, pequeño ser!.
Furia rockera y lirismo delicado; punteos de campeonato y climas de cuelgue; la rabia y la ternura de un pez con hidrofobia que hizo historia, en un disco cuyo vinilo contenía un libro hoy invaluable con textos y dibujos del mismo Luis. El Pescado de Pescado: más que aguas claras, aguas eternas.
Luis Alberto Spinetta - Kamikaze
(por Florencia Ruiz)
Ratón Finta / Interdisc - 1982
Me regalaron Kamikaze mucho tiempo después de querer tenerlo y llegó en un momento muy especial -estaba dejando el CBC para dedicarme a hacer y enseñar el arte de combinar sonidos-.
Posiblemente éste es el álbum que más me ha influenciado, me arriesgo a decir, mientras escribo estas líneas y me recuerdo a la distancia sentada en el piso del cuarto de la casa familiar mirando por la ventana pasar los coches y escuchando al Luis de los 80s. 15 años más cerca del ahora.
Kamikaze es un hermoso disco, lleno de canciones bellas, amorosas. Un disco que solo L.A.S. puede hacer y que encierra años de trabajo y de luz. Es increíble que lo haya armado con piezas que no habían encontrado lugar en otros álbumes y que aquí parecen haberse hermanado para siempre.
Muchos entienden que no es necesario hablar o darse a conocer como persona, que sólo alcanza con la música. Y creo que Spinetta es fiel reflejo de que actos y palabras también forman parte de la obra artística.
Luis nos cuenta sobre Kamikaze, detalla cómo y por qué lo hizo; quienes son los invitados y que significa para él este nuevo trabajo. Bien sabemos que su manera de hablar o escribir fue su sello.
Recuerdo las primeras veces que lo vi en vivo como si fuera hoy, quedé inmóvil al escucharlo hablar y bromear, sin lugar a dudas estábamos asistiendo a la clase de un gran maestro, el más sabio de todos.
Si bien leí y releí el librito y escuché el CD pasado a casete en mi walkman miles de veces, la portada seguía siendo violeta con letras raras, hasta que una tarde aparece ante todos mis ojos su figura en la tapa, quedé callada y sentí que a partir de ahí podría entender más sobre todas las cosas...
De alguna manera, para mí, música y admiradora, Luis Alberto Spinetta es el viento divino que hace danzar al pasto y a los árboles, a las flores y al mar y a los hombres. Ahora es parte del aire.
Escribir sobre Barro tal vez o Quedándote o yéndote es imposible, tan solo recomiendo escuchar con el alma. Y entrar en su mundo, ese mundo de amor que Luis creó.
#8
Soda Stereo - Canción animal
(por Pablo Schanton)
Sony Music - 1990
Gracias a Canción animal Soda se adelanta al retro, clausurando los ’80 mientras se alza con un clásico. Paradójicamente, lo más ochentoso resulta la canción que pretende testimoniar el presente: 1990 es un pastiche de Smiths/Smithereens.
Pero, ¿retro? El álbum se concibe entre dos climas socioeconómicos diversos, como fueron la hiperinflación y el advenimiento del 1 a 1. Con la primera, se produce un cierre de información sobre lo que pasa “afuera” (chicos, no había Internet), tiempo propicio para mirar hacia “adentro”, como lo demuestran álbumes como Patria o muerte de Don Cornelio y el inédito Nómades de Los Pillos. Es decir, el cierre de fronteras impone el revisionismo del rock nacional de los ’70. Por otra parte, Canción… apareció justo junto con el boom del compact disc y las reediciones. Es tiempo de volver a escuchar lo que el clic modernista de los ’80 había censurado. Ahí vuelven Almendra/ Pescado/ Vox Dei, por un lado; por el otro, Led Zeppelin/ el primer Bowie/ Queen. Cerati capta la prehistoria del grunge al toque: escucha Screaming Trees. ¿Así que Nirvana pudo haber reciclado Kanishka en Very ape? Bueno, De música ligera podría oírse como un antecedente ignorado, intensivo y extrovertido del Seattle AM de Smells like teen spirit. Escúchenlas juntas. Por otro lado, la búsqueda de una raíz pura del rock and roll ante FM/MTV atosigadas de Pop se vuelve diagnóstico del momento, como lo documentan Tin Machine, The Cult, el U2 de Joshua Tree, Jane's Addiction, los mismos Screaming Trees y, sobre todo, Guns N`Roses. En ese caldo rockero se concibe Canción animal.
Entonces, ¿clásico? Liberando sus primeras influencias, Cerati estiliza al máximo -hasta borrar pátinas de vintage, con Daniel Melero en el papel de Eno- lo absorbido de Pescado, Color Humano y Vox Dei, para proponerse como link con la nueva generación de rock argentino de los ’90/’00 que repasa el de los ’70 sin haberlo vivido: Carca, Pez, Los Natas, primero; Mostruo!, el último Aristimuño, Las Diferencias y otros, hoy día. Ricardo Mollo, de su misma generación, se sacude el post punk importado por Luca y, a la altura de La era de la boludez, también reescribe el rock setentista. La clave radica en el vocativo “Nena”.
Si Atila Schwarzman –EL crítico de rock de la era Capusotto- nos lo permite, digamos que Cerati bloggea una terapia de sexo intensiva en la lírica del disco, remitiendo a las mantis religiosas y demás perversiones que el Indio pintó en Gulp!, entonces más viradas a una bohemia de prostitución y vagancia (la que, por 1989/90, es caricaturizada por Los Guarros, olvidable banda de Javier Calamaro a fuerza de fundamentalismo rocker). Aquí más que la Soda Histeria de los juegos de seducción, el programa sexual es ahora Sade Stereo, mutuo canibalismo. Por más priápicos que se impongan los riffs, la vulnerabilidad masculina (“Nunca voy a ser un súperhombre”) está a la orden del día: El “Ay” de Sueles dejarme solo/ el “Ah” de Entre caníbales. Más allá de las citas-tributo más obvias (los powerchords de Sueles dejarme solo en relación a los de Color humano de Almendra; Té para tres en el espejo de Dulce 3 Nocturno/ Credulidad, etc.), lo relevante es la redención de Cerati como guitarrista: el riff de Un millón de años luz. Lo sublime matemático (aquello que no se puede humanamente contar: ¡un millón de años luz!) abunda en un disco que se quiere “grandioso” (“Una eternidad/ esperé”), pero se teje a nivel musical en ese riff-solo que dibuja vías lácteas de electricidad, del que sólo son capaces un Eddie Hazel, un Tom Verlaine, un Jerry García… Eso: sublime.
#7
Fito Páez - El amor después del amor
(por Federico Anzardi y Santiago Segura)
Warner - 1992
El amor es fundamental en la vida de Fito Páez y en el desarrollo de todo el rock local. Es lo que estaba buscando Pappo. El amor lo salvaba a Charly y lo ilusionaba cuando aún era un adolescente inexperto que soñaba con relaciones idílicas que volcaba en las letras de Sui Generis. ¿Acaso no es Compañera la canción más emocionante en la carrera de Ariel Minimal? Yo no sé lo que me pasa cuando estoy con vos, chica rutera, te pido que vuelvas. Hasta Iorio lo afirma: si no hay amor, mejor bajate. En el cierre de Ciudad de pobres corazones, con la muerte ya posada sobre su familia, Fito lo venía pidiendo: "dame tu amor/ sólo tu amor". En Ey! tenía sueños de amor. Sobre el final de Tercer mundo, insistía: "dale alegría a mi corazón/ y ya verás que no necesitaremos nada más". En 1992, el rosarino sabía que si no había amor, mejor que no hubiera nada, entonces, alma mía. ¿No se puede vivir del amor? Quizás, pero nadie puede y nadie debe vivir sin amor. Porque only love can sustain.
El amor después del amor suele ser señalado como el último buen disco de Páez. Aunque la afirmación es refutable instantáneamente -Abre, Naturaleza sangre, e incluso el disco siguiente a El amor…, Circo Beat, son obras excelentes- éste es sin duda el quiebre en la carrera de Fito. No sólo como músico (a un disco de tal impecabilidad no se lo puede discutir mucho) sino como personaje público: él como tipo. Que Fito es un careta que se puso los dientes que se había sacado para zafar de la colimba; que la Roth lo cambió y ahora se hace la permanente y es limpio; que trocó el contestatario de los 80 por un burgués que sólo le canta al amor; que se hace el inteligente poblando sus canciones de intertexto y en el fondo no lo es tanto; que ya cansa siendo el hijito de Charly y el Flaco; que se volvió un tipo insoportable y tirano. Todas estupideces que se dijeron desde entonces y que su persona se encargó, queriendo o no, de alimentar.
Lo maravilloso de El amor después del amor es que está atravesado por casi todo el espectro de la música argentina; no sólo por el mundo que abarcan las canciones, sino por los invitados. De su trío paternal Nebbia-Spinetta-García, a Fito sólo le faltó convidar a Litto. Otros contemporáneos a él como Andrés Calamaro, Celeste Carballo, Fabi Cantilo -“El amor” antes del después- y Cerati (¡sampleado!) también acompañan la gesta. Pero es Mercedes Sosa el certificado de argentinidad total del disco, no sólo porque Detrás del muro de los lamentos constituya el momento telúrico del álbum sino porque el peso de su voz y su figura terminan de darle la chapa al rosarino que había tocado con todos (incluyendo a los rockeros arriba mencionados): que Sosa te acompañara o cantara una canción tuya era el arribo a la legitimidad, una medalla que Fito parecía llevar desde los 17 años, pero que no lo había eximido del fracaso y el exilio artístico (ni hace falta recordar que vivía en España entonces, porque acá no andaba tan bien la mano). Desde aquí sería Fito Páez para siempre, incluso cuando se lo discute.
La figura de Cecilia Roth y las canciones de amor de pareja le dieron históricamente la chapa de cursi a un disco extenso, denso y pesado. Vuelvan a escuchar El amor...: no todo es juntar margaritas del mantel y comprar revistas en el metro, felices, porque no importa un carajo más. La desesperanza de Tráfico por Katmandú y la lascivia de Sasha, Sissi y el círculo de baba (una porno violenta) y la Balada de Donna Helena (para que Pappo no lo joda con que no es rock, Fito se hace de metal) son hachazos dignos de las épocas más oscuras. Tumbas de la gloria es amor y muerte, mirando el mundo propio desde la relación más íntima (el amor que cambia la vida) pero con un ojo en la vida descontrolada de los astros del rock and roll (¡no me dejes caer!). Decir que es una de las diez canciones más certeras de los ’90 sigue siendo poco.
Y qué va, que cuando todo es complaciente, perfecto, lindo y obvio no deja de ser emotivo en las grandes canciones de amor. Un vestido y un amor es la más conocida pero Pétalo de sal es la perla: Fito invita a Spinetta a cantar la que sería una de sus mejores canciones. Digo, si fuera de Spinetta.
En Brillante sobre el mic, Fito dice “hay cosas que no voy a olvidar: la noche que dejaste de actuar/ sólo para darme amor/ para darme amor/ para darme amor”. Cecilia puso en pausa su vocación, Páez nota el gesto y lo agradece. Ese fragmento es tan fuerte como el suicidio del personaje de Viernes 3 AM. Fito remarca la entrega de la Roth la misma cantidad de veces como se dispara el protagonista de la historia de Seru Giran. El amor igualando a la muerte.
Al final del disco, el autor disfruta de ese amor. En A rodar la vida, canta: "Quiero salir, quiero vivir, quiero dejar una suerte de señal (…) Siento que me amas". ¿Qué más querés?
#6
Charly García - Piano Bar
(por Pablo Schanton)
SG Discos - 1984
#El país y yo/ Un tipo encerrado en su casa durante la guerra. La escena fundacional (82) en la carrera solista de Charly García recrudece en Piano Bar (84), y eso que se acabó la guerra. Se acabó la Dictadura. La Democracia se ha puesto a hacer promesas sobre el bidet.
Pero aquel refugiado sigue cantando “Me siento solo y confundido a la vez”. ¿Por qué no es capaz de abrazar y abrasar la esperanza política, como otros rockeros que aportan el necesario “poptimismo” a la coyuntura, a bordo de sus Tirá para arriba, Hay que salir del agujero interior o No se desesperen?
Atención al “De acuerdo” de Promesas sobre el bidet: un grito que tropieza con una síncopa. Si todo el disco pudiera sintetizarse a nivel letra/música no deberíamos soslayar ese momento. “¿¿¿¿¡¡¡¡¡De acuerdo!!!!!????”, aúlla Charly en el cenit del desesperado cuestionamiento del álbum. Ahí la canción parece desorquestarse, desconcertarse, deshacerse. Ahora bien, ¿no era que Promesas… era simplemente una canción sobre la crisis que atravesaba la relación del músico con su novia?
Un error académico leer a García por “alegoría”; horror de periodismo cholulo justificar la obra a través de su vida. Su retórica confía en la ambivalencia. Volvamos al tipo encerrado durante la guerra: ahora la dialéctica entre lo personal y lo social, lo autobiográfico y lo Histórico, enfoca a Charly aterrizando en la enunciación pura: “Cerca de la revolución/ YO ESTOY cantando esta canción”. Si Promesas… es una canción pesimista de desamor con resonancias sociales, Cerca de la revolución podría ser justamente lo inverso. El pacto de lectura de Piano Bar habilita que un amor buscando su fe y su “armonía” (su acorde, en términos musicales) funcione como metonimia de todo un pueblo que tiene que ponerse de acuerdo. Y que también funcione al revés. Por eso, lo del trip en el bocho también nos pega como cuestionamiento radical (de raíz) de la democracia. Con lucidez visionaria, Charly berrea una moraleja sincopada (total interferencia) en tiempos de concordia nacional: “Difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo”. De ahí la vigencia del disco 30 años después...
#Ánimo En 1985, Fito Páez sintetizó en su Cable a tierra la fraseología de autoayuda para superar bajones (tóxicoemocionales) que Charly había repartido en dos grandes canciones, No te dejes desanimar (77) y No te animás a despegar (84). En su último concierto en el Colón, García acercó esas dos mitades -la del consejo contracultural para años de plomo (“No te dejes matar”) y la de la súplica que cuestiona resacas en tiempos de destape y excesos-, unidas ambas por el concepto “ánimo”. La de Piano Bar nunca ha dejado de dolerme como la primera vez, sobre tempo de Portishead y secuencia armónica de Radiohead. La escuché mucho en los ’90. Tardé en aceptar los solos. Seguramente, Charly se sentía autorizado por el Prince de Purple rain para dejarlo tan suelto a Pablo Guyot... Entonces, ambas canciones intentan evitar el suicidio que en Viernes 3 AM o Iba acabándose el vino parece inevitable. Esta vez, el Charly enfermero (el que elige ayudar a curar en vez de volar por volar, criticar por criticar, o prescribir como un doctor), vuelve a estar listo para tratar “calambres en el alma”. Quiere animarse y animarnos. Para lograrlo, elige una segunda persona ambivalente: ese “vos” podría estar desdoblando la voz cantante en otra voz interior reflexiva, pero al mismo tiempo, cualquiera al oír podría identificarse con ese vos y esa voz. Efectivamente, Charly les da su vos a los que no tienen voz. Y así es como su voz es la de todos.
#¡Adelante! Definirse como “de izquierda” o ir a bailar eran dos cosas que nuestra cultura rock aún no tenía habilitado del todo. Pero Charly corea en 1984: “Cambias hacia la izquierda: ¡Adelante!” y “Vamo´ a baila’” (lunfardazo del Let's dance de Bowie). Su imagen de tío permisivo empieza aquí… García podía demoler hoteles, masterizar en New York y venderse a Fiorucci porque quería ubicarse con el cetro en el centro del rock argentino, que comenzaba a armar su propio gran mercado. Para el cual, ya había un nuevo público (“los pibes”, “los chicos”, “las chicas” canta Charly), cuya infancia transcurrió en la Dictadura. Para este público, la democracia, el rock y la discoteca iban todos de la mano: para otros más extremos, la cuestión era ser psicobolche o ser un moderno. Entonces, Charly amaba a los jóvenes, a las discos, a New York y a Prince. Mientras tanto, la Argentina revolvía los intestinos de la Dictadura a puro retro. La libertad de Charly consistía en recordar el modus operandi del rock argentino: no estar del todo acá, sin poder dejar de ser argentino. El karma de vivir al sur, bah. Recurre a Gardel para justificarse. ¿Vieron?: El zorzal criollo también se iba a New York.
# GIT/Fito Este álbum exhibe las paradojas que cimentaban el background bicolor, ya con historia propia más flamantes importaciones: por un lado, versos o estribillos escupidos a guitarrazos y redoblantes; por el otro, el lirismo pianístico de riffs (Fito pasa el examen durante el magistral fileteo de teclas en Piano Bar, el tema), puentes e interludios (su escuela Chopin/Elton/Tony Banks/Steely). Aquí ya es perfecto el balance compositivo entre rock y pop, guitarra y piano, ritmo y melodía, GIT y Fito (ambos conformaban la Banda García en 1984). Geometría y caligrafía. Tal vez, se deba a la buscada naturalidad de jam con que el ensamble resuelve esa dialéctica Modernidad Internacional/ Tradición Nacional que tanto se tensaba en Clics modernos.
Entonces, ¿su último gran disco?
#Ultimo gran disco “Nadie podrá contar esto otra vez”. Ni nadie podrá cantarlo igual. Ni siquiera Charly, quien entonando “Ya no sé bien qué decir/ Ya no sé más qué hacer” anuncia un futuro no exento de afasias, fórmulas, redundancias... y demasiado ego.
#5
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota - Oktubre
(por Juan Manuel Pairone)
Wormo - 1986
Si bien muchos asocian a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota con algunas de las expresiones más conservadoras del rock local (de Los Piojos a La Renga, pasando por la casi totalidad del subgénero chabón), Oktubre -literalmente, el disco más emblemático de la banda más emblemática- encuentra su lugar específico en el contexto de su aparición, al filo de la llamada primavera alfonsinista y en medio de una ola de artistas que protagonizaron una importante ruptura estética con lo que hasta entonces era considerada la tradición rockera argentina. Sumo, Virus, Soda Stereo, Los Encargados, Don Cornelio y la Zona y hasta los propios Violadores resuenan en las paredes edificadas en Oktubre. Y no es casualidad, estamos ante uno de los álbumes más contundentes de la década del ’80 y parte de eso tiene que ver con los aires de renovación que emanan de esas canciones tan oscuras como icónicas.
En ese sentido, escuchar Oktubre más allá de las referencias de siempre es, también, resignificar y poner en escena las influencias de la new wave y el post-punk que fertilizaron el panorama musical argentino a finales de la última dictadura militar. La participación del propio Daniel Melero en teclados, las guitarras contemporáneas a Johnny Marr y la sensación general de opresión que sobrevuela el álbum son ejemplos concretos de ese espíritu contestatario y renovador que caracteriza no sólo a este disco, sino a toda una época. Sin embargo, la magia de Oktubre va más allá. Podemos buscar asociaciones varias y referencias concretas no solo a los años más oscuros e intrigantes de la música pop sino también a una serie de yeites rockeros ineludibles; no obstante, el segundo disco de los Redondos sostiene su esplendor en una personalidad avasallante, seductora y definitivamente propia.
Motorpsico, por caso, es una de esas canciones imposibles de ser replicadas, con una atmósfera y una construcción sonora que la convierte en el pilar fundamental del álbum. Pero ahí están también el filo cuadrado de Preso en mi ciudad, Música para pastillas y Semen-up; la angulosidad oriental de Canción para naufragios; el espíritu sitcom de Ya nadie va a escuchar tu remera; y, sí, lo que todos bien sabemos de Jijiji. Entonces, la conclusión aparece casi por sí sola: Oktubre es, en el mejor de los sentidos, una colección de canciones para todos los gustos. Con un sonido áspero y crudo y con un halo conceptual imposible de hacer a un lado, pero con momentos disímiles entre sí que explotan sucesivamente como si fueran la reencarnación musical de las bombas que resuenan en la premonitoria Fuegos de octubre.
Y es por todo esto que una injusticia tremenda debe ser denunciada. Oktubre será siempre recordado por su estética bolchevique y su contenido lírico tan encriptado como embanderable. Pero lo cierto es que, más allá del sentido político del gesto artístico -retomar la Revolución Rusa en plena crisis del modelo soviético y con la todavía débil democracia argentina como telón de fondo- y de la presencia indeleble del arte de Rocambole en el espacio público, Oktubre es un álbum definitivo del rock local porque es el producto de un cancionero que parece simple y arrollador pero se anima a ser todoterreno. Porque muestra la versatilidad de una banda supuestamente pasiva pero sumergida en un modernismo atrapante. Y porque, en definitiva, tiene una huella de época innegable y por demás atractiva, pero, con casi tres décadas de vida, sigue sonando fresco, urgente y provocador. Como si se hubiera propuesto viajar al futuro en la línea del tiempo de la música popular argentina.
#4
Manal - Manal
(por Oscar Cuervo)
Mandioca - 1970
"Si consiguen el primer disco de Manal, recomiendo escuchen esos blues. No se volvió a hacer algo igual" dijo el Indio Solari a su público en 2010, y esa vez tuvo razón.
Son contados los casos en que una obra funda un género y a la vez encarna su culminación. Esto pasa con Manal (1970) el disco debut de Manal. Hay que poner el vinilo en la bandeja como si se escuchara por primera vez, hay que olvidarse de todo lo que vino después, o hay que hacer todo lo contrario: situarse en el contexto de mediados de 1969 (¡Onganía!), en Buenos Aires, Argentina, cuando todo era nada y era nada el principio. Y entonces escuchar cómo Manal, pista tras pista, se va adueñando del universo con una determinación inaudita.
“La tierra que te da la vida/ da un tiempo para decidir/ eligiendo inteligentemente/ todo el mundo podrá ser feliz/ Jugo de tomate frío/ jugo de tomate frío/ en las venas deberás tener”.
Parece que está todo dicho (pero habrá mucho más). Un manifiesto ideológico que quedará marcado a fuego en el espíritu de la modernidad porteña. Después de un riff de blues sobrio y conciso, la voz de Javier Martínez hace la diferencia. No solo porque es demasiado cruda en relación con lo que se había escuchado en discos argentinos (como si las grabaciones fonográficas hubieran tenido hasta entonces personajes de ficción y Manal, por primera vez, hiciera aparecer una voz documental), sino por su dicción, insólitamente argentina para apropiarse del blues en un mestizaje perfecto. Se suele decir que Manal era la adaptación del sonido de la banda inglesa Cream al rock nacional. Es una manera muy burda de entender la sofisticada operación cultural que Martínez, Gabis y Medina estaban concretando. Veamos: de pronto las calles de Buenos Aires vuelven a tener una música en sintonía con el presente, cosa que no sucedía desde la época de oro del tango. Javier canta como se habla acá en 1969, sin ningún amago de ablandar la lengua. Y sin tratar de acercarla a una sonoridad anglo, pronuncia cada vocal y cada consonante con la rudeza oral del porteño. Los acentos de cada verso están puestos donde corresponde, sin deformar. Es necesario remarcarlo, porque este rigor poético/lingüístico no se mantuvo. ¡Rock en castellano, señores! (un desafío a dos puntas: a la pacatería chauvinista de los tangueros y a la incredulidad de los que están convencidos de que el rock sólo se canta en inglés).
La franqueza declarada en las palabras se sostiene en el sonido. Los arreglos son depurados, como si estos muchachos estuvieran de vuelta del virtuosismo y la estridencia y quisieran despojarse de las vanidades (cuando en realidad estaban fundándolo todo). La producción artística es milagrosa: la voz de Javier en primer plano, dándole un peso inusual a la enunciación, y el trío instrumental un poco detrás, el pulso firme de la batería, el bajo robusto, serio, una guitarra ligeramente jazzeada, con una naturalidad que el jazz rock, años después, ya no podría recrear. Son demasiadas ideas demasiado bien plasmadas. El arte de tapa (la bomba a punto de estallar con la cara de los tres adentro, las letras rojas sobre fondo amarillo) indican el grado de autoconciencia de lo que se traían entre manos.
Segunda pista: Porque hoy nací -una cumbre del rock, de cualquier parte que ustedes quieran-, viene a ser la contracara del manifiesto social de Jugo de tomate frío: lo existencial es político y lo político es existencial. Habla un hombre herido y no un predicador ni un candidato trotskista: “Porque hoy nací…/ hoy nací. / Hoy, recién hoy/ el sol me quemó/ y el viento de los vivos me despertó”. La voz cavernosa de Martínez adquiere una profundidad inusitada, las palabras se estiran y parecen querer tragarse a la ciudad entera. La intimidad lograda entre la voz y el órgano blusero es tan perfecta que asusta. Hay que saber, además, que la versión que quedó registrada en el vinilo es un demo y que el demo es la canción como ya no podría mejorarse.
Y así, pista tras pista, la música de Manal va derramándose por la ciudad como una mancha de petróleo: Avenida Rivadavia, Todo el día me pregunto; por los suburbios: Avellaneda blues, Una casa con diez pinos (“hacia el sur hay un lugar, ahora mismo voy allá”)… para terminar con Informe de un día.
Un clásico es una obra cuya inexistencia nos parece inconcebible: no imaginamos que el mundo pueda existir sin él, quizás porque las condiciones de nuestra sensibilidad lo suponen. Todos fuimos hechos por este disco. Pero un día antes de que se diera a luz, nada podía anticiparlo.
#3
Charly García - Clics modernos
(por Martín Zariello)
SG Discos - 1983
Para cranear Clics modernos, Charly García reemplazó las calles desiertas de Buenos Aires, todavía deprimidas por el nocaut cultural de la dictadura, por las avenidas neoyorquinas, donde predominaba el agite new wave de principios de los '80. Con la humildad de un principiante y la inteligencia de un iluminado, asimiló los sonidos en boga de las nuevas bandas y flasheó con el caleidoscopio artístico de una época de oro. Si Yendo de la cama al living significó un corte con respecto a Seru Giran, Clics modernos hace del corte una herida irreversible que atraviesa toda la obra de García y formatea el concepto de rock argentino para siempre. Todas las corrientes del rock argentino de los 80 están, por adhesión u oposición, relacionadas con Charly. Incluso uno de los gestos fundacionales de los Redondos es negarse a ser producidos por Él, estableciendo de ese modo una perspectiva distinta ante el ambiente del rock local. El traslado a Nueva York funciona como el viaje a Europa de los intelectuales latinoamericanos del siglo XIX y XX. Es decir, un viaje en busca de experiencia, de nuevos horizontes estéticos y de distancia con respecto al país para poder entenderlo mejor. Clics modernos, el disco neoyorquino planeado junto a Joe Blaney, está plagado de reflexiones sobre qué significa vivir en Argentina. En el aspecto iconográfico, Charly quema su carnet de hippie y se corta el pelo setentoso que le llegaba hasta los hombros. Guarda en el estante más alto del ropero las camisas y los jardineros serugiranescos y descubre los inefables sacos con hombreras. Escapa definitivamente de la tumba sinfónica, el ensamble de sintetizadores, y empieza a bailar como un desquiciado.
El disco combina hábilmente la simplicidad de un iconoclasta maravilloso (las bases preseteadas de los teclados) y las técnicas de ingeniería musical que dominarían el resto de la década. Los históricos samples de James Brown (Hot pants, Get on the good foot y Super bad) en No me dejan salir, con el tiempo, se convirtieron en moneda corriente de los temas de, entre otros, Cypress Hill, De la Soul y Public Enemy. Las letras de Clics modernos captan ese instante lírico en el que tras un tema de amor se esconde una declaración política (Los dinosaurios, Plateado sobre plateado). Ojos de videotape es un cóctel de melodía sensible para piano y programaciones anti-clímax. No soy un extraño, paseo reflexivo de rocker maduro, explora las posibilidades sonoras del tango del futuro. El estado de gracia de Charly se adivina hasta en el título del disco. Pensaba llamarlo Nuevos trapos, pero es fotografiado sobre un paredón con un grafiti que dice "Modern Clix": automáticamente argentiniza el nombre y lo transforma en Clics modernos. Ésa apropiación de lo segregado por la alta cultura (el nombre de una bandita menor de postpunk) no sólo habla del modo de hacer música de Charly García, sino también de cómo concibieron sus obras maestras los grandes artistas de este país. No sé en qué puesto estará Clics modernos, pero de algo estoy seguro: es el mejor disco de la historia del rock argentino.
#2
Almendra - Almendra
(por Litto Nebbia)
RCA - 1969
A partir del éxito internacional de Los Gatos con La balsa y Ayer nomás (junio 1967) , fue que se comenzó a tener en cuenta el formato de Música Joven en nuestro país. Me refiero claro, a la Música Joven escrita en nuestro idioma y con raíces que de alguna manera tuvieran que ver con nuestra idiosincrasia. Fue en 1969 que comenzó a conformarse un panorama de Rock Argentino, con mayor solidez. Indudablemente con la aparición del primer disco de Almendra y también el de Manal.
Estos tres grupos, con estilos bien distintos en su composición y también en el registro vocal de sus cantantes, abrieron el abanico que luego continuó hasta nuestros días.
Lógicamente yo conocía a los muchachos de Almendra desde su inicio. No solo mucha veces compartimos recitales de los primeros intentos que se hacían en esos tiempos, sino que además nos frecuentábamos a tocar y oír música en nuestras casas. Mucho con Spinetta y con Edelmiro Molinari en los primeros tiempos.
Antes que apareciera su primer álbum, Almendra había registrado algunos discos 33 simples, con bellas canciones, pero este primer Long Play fue realmente la concreción definitiva de su estilo. Es un álbum rico por donde se lo mire, con grandes canciones, buenos textos y muy bien arreglado.
Una síntesis del primer momento de la agrupación, con una selección de las más hermosas canciones que disponían de un abultado repertorio que estaba aguardando con el sueño normal de cualquier banda.
Llegar a grabar un disco. Si bien el disco tiene gran cantidad de canciones de Spinetta, la excelencia del trabajo es producto de la noble química grupal que tenían en esos momentos.
Todo el proyecto Almendra, eran “otra gente” para el panorama de esa época.
Eran distintos pero dentro de una estética natural que les pertenecía.
Nótese que los aportes vocales de Emilio del Guercio y también los compositivos, estaban muy emparejados con los de Luis. En calidad y estilística.
Las maneras de integrar la percusión y la labor guitarrística de Rodolfo Garcia y Edelmiro Molinari, siempre estaban atentas a despegarse de cualquier formato roquero ya establecido.
Hasta la portada del disco es una raritie para ese tiempo. Creo que es un producto super “argentino”, lleno de calidad y originalidad.
De aquí su trascendencia y esta maravillosa posibilidad de seguir “creciendo” a través del tiempo. En lo personal, quizá el tema que más me gusta es A estos hombres tristes, sin que esta elección opaque a ninguna de las otras bellas canciones que lo integran.
#1
Pescado Rabioso - Artaud
(por José Miccio)
Talent Microfón - 1973
Cuando alguien quiere dejar en claro que hubo un tiempo en que las cosas fueron divinas recurre indefectiblemente a Spinetta y dice: –Antes el rock te llevaba a Artaud, ahora no te lleva más lejos que a una Quilmes. El dictamen es falso pero también algo peor: es embrutecedor y mezquino; expresa una nostalgia de púlpito y condena a una obra de arte descomunal al amargo papel de certificadora del desastre. Así, Artaud ya no estaría entre nosotros para hacer lo que hizo desde que apareció en 1973 -volar cabezas, conmover, desarreglar percepciones- sino para echarle en cara al presente un modo de existir que no tiene el brillo de un pasado presuntamente heroico, modelo estable de cualquier arte y experiencia. Sólo hay una cosa peor que los que andan por ahí contentos con el mundo y consigo mismos, en estado de cumple eterno: los viejos chotos.
Artaud escribió sobre ellos, es decir, sobre las fuerzas que pugnan por la claudicación del espíritu: la sociedad, la medicina, las escuelas artísticas. Spinetta hizo lo mismo en su manifiesto Rock: música dura, la suicidada por la sociedad, en el que denunciaba el negocio y la profesionalización de la música. Pero la semejanza entre los dos concluye ahí, en la energía del manifiesto y en la afirmación de una libertad interior inapelable. El resto es drama y diferencia. Spinetta lee a Artaud de manera torcida, sin buscar apoyo en la filosofía o la historia del arte. Dicho con menos palabras: Spinetta lee. Lo que toma de Artaud vuelve en sus canciones intervenido y poseso, completamente emancipado de sus fuentes. Los textos de Heliógabalo que inspiran tal imagen de Cantata o las palabras de Van Gogh que coinciden con estas de La sed verdadera o esas otras de A Starosta nada dicen de la grandeza del disco, y menos aún de su sentido. Spinetta no ilustra a Artaud. El disco invoca en el título, en las fotos de tapa y contratapa, en la cita que explica la razón de los colores y en decenas de elementos repartidos en las canciones a un escritor que le da impulso e intensidad poética pero no una fe a expresar y seguir.
Artaud pone en escena la disputa entre la desesperación del escritor francés y la terquedad anímica del rock. O lo que es lo mismo: entre la locura y el amor. O mejor: entre Artaud y Lennon, como el mismo Spinetta dijo una vez y todos repetimos (sensatamente) a partir de entonces. Cantata de puentes amarillos es el acto mayor del drama. Dos imágenes aparecen enfrentadas al comienzo: el camino, que abre el mundo a la experiencia, y la sangre, que confunde e idiotiza. En su desarrollo modular y tortuoso la canción asocia a cada una de estas imágenes otros elementos (el pájaro y la jaula, el alma y el encierro, el puente y el carrusel), siempre en situación de forcejeo, hasta que al final la borrasca cesa y el amor impone su dominio. Lo que pasa en Cantata pasa en las otras canciones o entre ellas. Es como si Artaud pusiera a Spinetta ante el abismo y Spinetta sacara del vértigo que lo sacude una obra sublime como respuesta al sobresalto que le produce leer. Hay discos en los que ciertos estados de ánimo parecen dar con sus notas esenciales, de manera que lo que le sucede a su autor no es distinto de lo que les sucede a todos los que atraviesan una situación del mismo nombre. Blood on the tracks no trata del divorcio de Dylan sino de todos los divorcios. El amor después del amor no dice sobre Páez más que lo que dice sobre todos los enamorados. Artaud es el disco de la conmoción de la lectura.
Entonces, Artaud nace de un mar bravío, como su expresión y su exorcismo. No solo incluye y contesta a un escritor del carajo, a cuyos libros hay que sobrevivir, sino también a una situación política convulsionada y a una historia del rock en Argentina breve e intensa: Rock: música dura está cocinado en la misma retórica de la violencia justa que sus palabras rechazan; Cantata declara el fracaso o la debilidad de una música que tiene su máximo triunfo en el disco que la cuestiona. Siempre hay dos figuras en Artaud, porque el Flaco lo compuso guiado por una idea del arte como riesgo y sostén. Hizo las cosas a su manera -mejor dicho, absolutamente a su manera, porque la historia del universo no tiene elementos suficientes como para decir: con esto sustituyo a Spinetta, con esto otro consigo Artaud- y dejó para que nuestra vida fuera más intensa nueve canciones más ricas que todos los tesoros de Constantinopla.
Todo el que ama Artaud tiene además de una impresión de su totalidad -las canciones, la tapa geométricamente irregular, los músicos, los instrumentos, la forma de grabación- unos instantes-Artaud preferidos, unas grageas no sometidas al conjunto que funcionan como tesoros de la escucha íntima. He aquí una lista más. La voz tarareante de Cantata y Superchería, el caminó de Bajan, la secuencia Luna loba dedo cal de Por, los pares Oye dime y ahora algo de Cementerio Club, el llanto de Starosta inmediatamente después del She loves you beatle, la enorme cantidad de figuras que el disco obsequia a la guitarra de aire, y por supuesto todas esas frases completamente musicales, misteriosas y voladas que nos hacen temblar de pura emoción estética desde hace cuarenta años y ofrecen complemento y resistencia a la comunicabilidad maniática de la consigna, tan presente en Artaud, cuyo lenguaje poético no deja nada de lado y va de la pintada Mañana es mejor a la sonoridad plena del daiadón daiadón de Superchería, o de los consejos de Todas las hojas son del viento al inventario léxico de Por.
Dos de esas frases que la voz de Spinetta -un cantante genial- convierte en aerolitos, ambas de Las habladurías del mundo, ambas doblando la melodía de guitarra: "Mientras oigo trinos voces oigo más" y la maravillosa "Ni-í ni-í la anaconda es como el buey". ¿Otras? En A Starosta, "Ya coman en la eternidad"; en Cementerio Club todas, pero sobre todo "Sólo sé que no soy yo a quien duerme"; en La sed verdadera, "Por tu living o fuera de allí no estás". Artaud nos sacude con palabras como para tatuarse el alma pero obtiene su mayor fortaleza de una música y una lengua capaces de convertir todo lo que tocan en algo único y reciente; los mensajes -no te apures, tenés que parar, cuida bien al niño y demás recomendaciones anti-reviente- son a la larga menos decisivos que estas otras frases, hermosas y resbaladizas, que se sitúan más cerca del lalalá que del sentido.
Dicen que el mundo no perdona la grandeza. Pero que la destruya mal amándola resulta especialmente escalofriante. Una suerte macabra y unos corazones mezquinos convirtieron a Artaud -el disco infinito, la épica rocker de Eros- en el muro de los lamentos del rock argentino. Hay quienes solo pueden escuchar en Artaud eso que ya no es posible. Quienes prefieren seguir entregándose a su hechizo saben que hay discos que no se sujetan a la común medida del tiempo, y que lo increíble de Artaud no es que hoy sea inviable sino que en algún momento tanta belleza haya podido venir al mundo, y que continúe todavía haciendo su trabajo en las habitaciones jóvenes, convertida ahora en bites y mp3. Artaud no pertenece a 1973 más que lo que pertenece a este preciso instante. A ver si entienden los viejos chotos: Artaud es aún.