La candela es la unidad mínima de la intensidad luminosa. A menudo nos alumbra las sombras. A menudo nos recuerda a los que un día se fueron. Hoy es 11 de marzo. Han pasado diez años de una de las gloriosas demostraciones que el hombre hizo de la sinrazón que acompaña a su existencia. Sirva esta mínima candela para calentar el gélido frío de los muertos. Para sacudirnos el recuerdo de aquel espanto grotesco e inútil. Una candela que afloje los sentidos que se resisten al envilecimiento de la escritura, que sigue negándose a aceptar que tras tantas muertes hubo una sola explicación.
Cada 11-M la palabra debería estar de luto, enterrada en un desierto de hierros como si se tratara de la muerte misma de toda esperanza. Por eso, hoy, diez años después, sigue resultando turbador observar como algunos siguen tejiendo con aquel dolor banderas de división. En España, en Siria, en Ucrania, en Venezuela. Olvidan que cuando la rabia despierta bajo la piel, el hombre busca cobijo, espejos donde encontrar unión y sentirse, como esta candela, una parte ínfima de esta frágil civilización.
Pero seguimos escuchando palabras que desgarran y queman, que ahondan nuestra condición dividida, brutalmente a veces. Palabras incapaces de vencer al mal, de extraer del hielo una lumbre que temple este invierno gélido que habitamos. ¿Qué pensarán los muertos? Que esta candela de la fotografía sirva, al menos, para iluminar sus tinieblas.
Texto escrito el 11 de marzo de 2011.