El 11 de septiembre de 2001 hasta poco antes de las nueve, fue una mañana convulsa como cualquiera otra en la tumultuosa Nueva York. Los ciudadanos de Bagdad, a esa hora de la tarde, se dirigían a las mezquitas mientras un muecín llamaba a la oración desde el minarete: «En el nombre de Dios el Clemente, el misericordioso», entonaría con ese estilo de liturgia similar al cante jondo del flamenco español. El tiempo es simultáneo y la relatividad de Einstein no podría ser mejor ejemplificada como aquel día. A las 8.46 de la mañana, un avión, el vuelo 11 de American Airlines se estrella contra la torre norte del World Trade Center. En esa sizigia —esa alineación cíclica planetaria, que se sucede pocas veces para ofrecer un espectáculo o un espanto, según se mire— en el momento en que explota el combustible y el avión junto con la torre, como en la idéntica carta del Tarot, todo se convierte en una inmensa y reluciente tea; alguien en Oriente Medio estaba recitando la sura de la Luz, profetizando la lluvia de fuego sobre la capital iraquí:
«Alá es la Luz de los cielos y de la tierra. Su Luz es comparable a una hornacina en la que hay un pabilo encendido. El pabilo está en un recipiente de vidrio, que es como si fuera una estrella fulgurante. Se enciende de un árbol bendito, un olivo, que no es del Oriente ni del Occidente, y cuyo aceite casi alumbra aun sin haber sido tocado por el fuego.»
El horror fulgurante, estruendoso, mediático, fugaz, feroz, desconcierta a todos quienes asisten al apocalíptico espectáculo en vivo y en directo. El mundo parece empezar a estallar en Nueva York, como si las torres fueran volcanes en erupción que lanzan su lava a todos los confines del planeta. Dieciséis minutos más tarde, el segundo avión, se estrellará contra la torre sur, como corolario de horror al holocausto con que un puñado de fanáticos de Oriente escarmentaba a un Occidente pagano. Esta sería la primera cuota de fuego y sangre de un periodo de tribulaciones y horrores, que el segundo milenio destinaba como aperitivo de hiel a la humanidad: grupos fundamentalistas islámicos con ambiciones políticas, haciendo estallar aviones como torpedos contra torres y decapitando rehenes, todo en tiempo real y a través de la red mundial de comunicaciones.
¿En qué punto los límites éticos se subvirtieron y la emisión en vivo de un atentado terrorista espontaneo, puede terminar por convertir en cómplices a los periodistas? Es un límite brumoso, vago y ambivalente. La muerte de tres mil personas en un infierno desatado al interior de las torres y los aviones, muchas saltando desde cientos de metros de altura agitando sus brazos como pájaros con las alas quebradas, convierte a los espectadores y reporteros, en observadores de un performance surrealista. Karlheinz Stockhausen, compositor serialista alemán, dijo sobre el atentado: «es la mayor obra de arte de todos los tiempos». Luego aclararía, para no ser tan políticamente incorrecto, que «era la mayor obra de arte de Lucifer, el ángel caído encarnación de la destrucción».
Sin embargo, a través de la historia del arte, los genios han cantado a las fuerzas de la devastación, a los poderes inconmensurables de la muerte y la aniquilación. Si para hacer arte se requiriera de un código moral impoluto, no existirían el Triunfo de la Muerte de Brueghel, el Guernica de Picasso, el Requiem de Guerra de Britten, Hiroshima Mon Amour de Resnais o la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi. Tal como a principios de siglo, la Gran Guerra abrió paso a una visión de aniquilación, crueldad y horror, haciendo posible al arte nuevas formas de expresión alejadas del canon clásico del equilibrio y proporción, el 9/11 otorgó carta de ciudadanía a un arte grotesco, absurdo y visceral, que lleva el sentido ontológico de la estética a los límites la sinrazón. Algunos críticos lo llaman “estética de la posmodernidad”.
Uno de los símbolos del esplendor de la antigua Roma del Norte, ahora no es otra cosa que unos restos monumentales, como los de una catedral sumergida. Las fotografías de aquel día recogen la devastación: la poesía de las ruinas de las que habló Octavio Paz, tan característica de las obras hechas por la mano del hombre, cuando se ven desde el futuro en su esplendor pasado. Ahora, justo la noche anterior a cumplirse el decimotercer aniversario, el presidente Obama, ha declarado su intención de bombardear y degradar el Estado Islámico, una de las facciones yihadistas derivadas de Al Qaeda, como si esa hidra de cien cabezas fuera inmortal, y cada corte de cabeza hiciera crecer ramificaciones cada vez más poderosas de las otras.
La razón fundamental de esta nueva arremetida sin duda fue el espectáculo de horror transmitido en alta definición por los verdugos de un par de periodistas inocentes, asesinados atrozmente por decapitación a cuchillo en medio del desierto. De forma idéntica al relato bíblico cuando Caín mata a Abel para enaltecer a su dios. A lo mejor Nietzsche tuvo razón, y la historia, como el espectáculo del horror es cíclica, interminable y atómica, tanto, que corre el riesgo de terminar convirtiéndose en algo parecido a una serie televisiva o a una cadena de tuits. La defenestración del status quo de Estados Unidos como un imperio hegemónico indestructible, llegó a su fin ese 11 de septiembre, y consigo, todo un mundo de aparente paz posterior a la guerra fría.