#11. Los amigos, en alguna ocasión, te salvan la vida

Por Cortyz


¿Don Quijote y Sancho Panza eran realmente amigos? A pesar de sus obvias diferencias, así se dirige el primero al segundo, y así se comporta el segundo con el primero ¿Astérix y Obélix serán amigos eternamente? Yo apostaría a que sí. Hay un algo en su amistad que me inspira esa confianza, y que no veo, por ejemplo entre Mortadelo y Filemón ¿Huckleberry Finn y Tom Sawyer mantendrían su amistad de adultos? No estoy seguro, pero si tengo que opinar, me decantaría por el sí; aunque albergue serias dudas sobre cómo habrían prosperado en sus vidas cada uno. Sin embargo, la de los Tres Mosqueteros sí que me parece una amistad que se salvaguardaría hasta la vejez, y más allá.
A pesar de lo que uno pueda saber sobre la amistad, sea de manera empírica (todos tenemos nuestra experiencia personal) o a través de fuentes bien informadas, se me sigue escapando el punto crítico. La chispa, el germen qué hace que dos amigos sean íntimos sigue siendo un misterio para mí.
La amistad es la familia que elegimos voluntariamente. Se va engrosando (en cantidad y/o calidad) a lo largo de la vida, y al igual que hay descartes también admite nuevas filiaciones. Como cualquier cosa valiosa de la vida, hay que cultivarla, seleccionar los mejores brotes, y dedicarles atenciones. Dos amigos íntimos lo pueden ser por motivos muy variados: desde el simple compañerismo que se mantiene desde aquella incipiente relación en el colegio a compartir preocupaciones existenciales significativas para ambos, desde paralelismos vitales a lo largo de la biografía de cada uno a, sencillamente, poseer cualidades que a uno le gratifican. Como sea, aquello que uno/a valora en el otro/a no tiene porqué ser lo mismo que aprecia ese otro/a en uno/a, o no encontrarse en la misma proporción. Pero sí que hay un requisito indispensable, un requerimiento esencial, y es que debe existir una semilla, un impulso. Tiene que darse una comunión personal, especial, (espiritual, si me apuran) para que sea auténtica amistad. Quiero decir que, por ejemplo, Han Solo y Chewbacca (“La guerra de las galaxias”) son amigos íntimos, y lo son a pesar de no compartir el idioma; por no compartir, ni siquiera pertenecen a la misma especie animal. Por el contrario, los personajes principales de la serie True Detectives, Martin y Rust, jamás llegarán a establecer el tipo de amistad de que les hablo. Nunca serán amigos inseparables; ni quitando el adjetivo inseparables. Me extrañaría mucho que el Dr. Watson y Sherlock Holmes mantuvieran su amistad para siempre, de la misma forma que Walter White y Jesse (“Breaking Bad”) no podrán conseguirlo nunca, ni aunque los condenaran a cadena perpetua en la misma celda. Y por el contrario, a pesar de militar en bandos antagónicos, de estar directamente enfrentados, los protagonistas de Blade Runner (Deckard, el policía, y Roy, el replicante), en circunstancias más afines, los veo no solo como amigos sino además con potencial para alcanzar una amistad más que consistente.


Pajas mentales aparte, la amistad, como vínculo afectivo, me da la impresión de no haber tenido un justo reconocimiento público. De estar, en muchas ocasiones, ensombrecida por otros vínculos más urgentes. Y ya sabemos que urgente no es sinónimo de importante.
La amistad parece la hermana pobre de los sentimientos bienintencionados. La cenicienta de los afectos amorosos entre iguales. Un actor secundario, de reparto, en la historia de nuestras vidas. Si es así, deberíamos tener presente que no siempre la estrella rutilante que protagoniza la película es la que mejor resulta, y que, en ocasiones, hay actores secundarios que salvan una película. Si nuestra vida fuera una melodía, la amistad sería el sonido del bajo. Indudable que otros instrumentos son más atractivos, incluso seductores. La guitarra puede predominar, despuntar y lucirse, pero el bajo es el que presta consistencia y solidez al conjunto, a la composición.
La amistad, personalmente, siempre ha sido el vínculo humano que he tenido en mayor estima. Entiendo a quienes recelan de la relación-estrella (el amor de pareja), al menos en los primeros escarceos sentimentales. La sensación de ligazón, la exclusividad que implicaba salir con una chica, no poder ver a los amigos cuando se deseara, la obligación moral de hacer cosas que podían no apetecerte, incluso el intento de colonización de tus ideas que puede emprender la pareja (dice el refrán que dos que duermen juntos se vuelven de la misma opinión, aunque no aclara quién se vuelve más de la opinión del quién) pueden hacerse sospechosos. La atracción entre dos personas puede adoptar distintos matices. El eros es luminoso, refulgente y espectacular, pero philia es la base del vínculo sólido. Cuando el eros se desvanece, es la philia quien mantiene la unión.
Intentando ubicar la raíz de este sentimiento podemos observar que la cosa arranca mucho, mucho tiempo atrás. La inmensa mayoría de nuestra historia como especie transcurrió llevando una vida como nómadas. Grupúsculos, hordas o clanes, el nombre que usemos no importa demasiado, pero sí las exigencias draconianas que requería tal estilo de vida. El número de hijos era muy limitado, puesto que había que trasladarse de forma frecuente, cuando no continua. No se podían poseer salvo algunas pertenencias necesarias, puesto que había que cargar con ellas. Las relaciones sexuales se establecían de todos con todos de forma natural. Extrayendo factor común, podemos decir que hallamos en la cooperación la estrategia más exitosa de supervivencia. Cuanto más coaligados los miembros del clan, más probabilidad de obtener provisión de alimento, de organizarse en la vida doméstica, de asegurar la crianza de la prole, de defenderse de amenazas externas, etc. En definitiva, de sobrevivir. Esta necesidad convirtió en ineludible el vínculo afectivo que promovía la unión entre sus integrantes. La necesidad de cooperar rubricó la validez de sentimiento de la amistad.


Aristóteles consideraba que, al ser seres sociales, la convivencia es un factor crítico para el hombre. No se puede alcanzar la felicidad sin convivencia. Pero es condición necesaria, para que esta convivencia sea tal, que se dé la amistad. Una persona plena y satisfecha necesita amigos. Amplía su idea describiendo una escueta taxonomía: Se puede ser amigo por interés (en virtud del beneficio personal que extraemos), por placer (circunscribiéndonos a lo placentero que pueda proveernos esa compañía) y por utilidad. Pero la máxima expresión de la amistad trasciende a las mencionadas. La amistad verdadera muestra unas características que la hacen particularmente preciosa, incluya (o no) algún tipo de los anteriores.
En este sentido, quizá no se trate de desdeñar una categoría o demonizar otra. Más realista me parece reconocer cuál de ellas ejercitamos o practicamos. En el día a día se suelen combinar, alternamos amistades de distintas categorías, simultáneamente o no, y en distintas intensidades. Hacer una estimación lo más precisa posible del tipo de relación que tenemos con cada persona, nos hace conscientes de lo cabe esperar de ella, y viceversa. Nos permite decidir si es la que deseamos o preferimos buscar otra distinta, además de que, este conocimiento, evitará que nos sintamos defraudados. 


Pero ¿Qué es la amistad?
La amistad básicamente es una relación de confianza, lo que implica un vínculo afectivo. Para que se dé es necesario el prerrequisito del respeto, esto es, admitir que la otra persona es como es, y aceptarlo. No significa que no se pueda discrepar o directamente oponerse a ella. Supone, sencillamente, entender que ella es tan persona como usted y, desde ahí, admitir que legítimamente tiene derecho a pensar y hacer como considere oportuno. Para que se genere y establezca debe existir un trato, una comunicación, entre ambos, que tiende a ser correspondiente, recíproca, y en el caso de la buena amistad, generosa. Uno aporta algo a esa persona, y de la misma manera, esto es, desinteresadamente, esa persona nos aporta algo. Una vez dados estos ingredientes, es fácil entender que la lealtad surja de manera espontánea.
Supongo que todos tenemos la experiencia de conocer a gente durante largo tiempo. Personas que han estado en nuestro círculo de amigos y que, por unas circunstancias u otras, siguen estando en nuestra vida, pese a que no nos una nada sólido. Es una amistad coyuntural, meramente circunstancial. Igualmente, habrán conocido a personas con las que han conectado de manera rápida, instantánea quizá, personas con las que ha habido una progresión afectiva que ha sucedido de la forma más natural, sin saber exactamente por qué.


La amistad auténtica, la esencial, según Emilio Lledó, es aquella que busca el bien del otro. Es por su propia constitución emocional que esa persona busca ese bien, que en buena lógica, redundará también en beneficio propio. Aunque mi definición favorita de amigo es la de aquella persona con quien puedes hablar como hablarías contigo mismo. Como sea, el resultado es un lazo constructivo, una relación fértil afectiva y psicológicamente, que amplía nuestra perspectiva de lo que es la vida y de lo que somos nosotros, y nos permite aprender (de nuestros errores o aciertos, o de los suyos). En suma, que nos proporciona nutrientes para el crecimiento personal. 

Y no solo eso. La amistad nos permite avanzar en nuestra existencia, relativizando la incertidumbre y temores, sabiendo que mitigará el dolor de las adversidades y compartirá nuestras satisfacciones. Un inestimable salvavidas en caso de que naufrague nuestro barco. En ocasiones, la última línea de defensa frente a la ofensiva de la desesperación. Una apuesta a nuestro favor, incluso en los momentos en que, ni siquiera nosotros, apostamos por nosotros mismos.
Esas peculiaridades de la verdadera amistad.

Es probable que la amistad tenga más que ver con nosotros que con el otro/a. Hablamos de amistad y solemos aludir a algo que depende de los otros. Puede suceder que pasemos por alto un aspecto central: El cómo y cuánto nos sintamos con nosotros mismos influirá directamente en el tipo de relaciones que podemos establecer. Las distintas cualidades, inquietudes, y facetas que conforman nuestra personalidad (y forma de sentir) están intrínsecamente relacionadas con el tipo de amigo que encaja con cada individuo. Si soy capaz de sentir empatía, de ser asertivo, de conocerme a mí mismo,… puedo apreciar, saborear, y sentirme atraído por esas mismas cualidades en otros. Quiero decir que si soy desconfiado por naturaleza (estilo Golum), o me muestro intolerante (como cualquier terrorista armado) o desagradablemente egocéntrico (estilo Justin Bieber) o no tengo capacidad para sentir compasión (estilo Charles Manson), me va a costar mucho hacer buenos amigos a lo largo de la vida. No se trata tanto de lo que quiero como de lo que ofrezco. 


Esto enlaza con sus cimientos.La amistad es un acto de voluntad, pero sobre todo, de libertad. Uno puede ser compañero de otra persona por motivos laborales, vecino de alguien por causas meramente geográficas, hermano de otro por orígenes familiares, aliado por compartir intereses, cómplice por razones delictivas, etc… pero ninguna de estar relaciones cumplen con el requisito obligatorio de que esa persona quiera ser amigo de otra y viceversa. En la amistad verdadera debe existir una conexión particular, una atracción, una afinidad, quizá difícil de identificar o imposible de describir. Pero es esa inclinación hacia esa persona la que promueve la generosa correspondencia. En ese sentido, no podemos ser amigos exactamente de quien queramos, sino de aquellas personas con las que exista química. Que puedan y quieran. Sí, quizá sea algo parecido al flechazo amoroso, pero sin el deseo sexual.
La amistad auténtica tiende a ser inclusiva, y este punto discrepa diametralmente del amor de pareja. La verdadera amistad es compatible y permisiva con otras amistades. Tiende a aunar, a comprender (en las dos acepciones del término, esto es, como capacidad superior de entender las circunstancias pero también como  sinónimo de abarcar). Mientras que el amor romántico o de pareja, en nuestra sociedad, posee un fuerte componente de exclusividad.
La verdadera amistad, subsiste.- Cuando ese algo que les une, es consistente, es sustancial, el factor espacio y tiempo se vuelve relativo. Quizá sea le punto que me parece más fascinante de este concepto, digno solo de personas con grandeza de espíritu. No se necesita disponer de la presencia física del amigo para saber que está ahí, así como saber que el motivo de su existencia no es atender nuestras demandas. No podemos exigir que esté disponible en cualquier momento ni para cualquier necesidad que tengamos. La amistad no determina obligación; solo predisposición.


Pero una vez establecido el enlace significativo con alguien, una vez esa persona se ha hecho acreedora de nuestra amistad, tal vínculo nunca desaparece. Claro está, excepto si traicionamos o somos traicionados en esa relación. El desprecio y la deslealtad son los enemigos naturales de la amistad. E incluso, dados estos supuestos, una amistad verdadera nunca es irrecuperable. Amistades distanciadas, en el espacio y/o en el tiempo, aún sin contactos esporádicos, pueden mantener el vínculo. Se encuentra ahí, dormitando, hibernando, pero no ha fenecido. La demostración empírica de esto se observa en las recuperaciones espontáneas de amigos. Esa batería que parecía haberse agotado, hallarse definitivamente descargada, en el momento en que se actualiza y se hace presente el amigo/a, se vuelve a mostrar con toda su potencia y consistencia, mostrándonos que puede llegar a ser incombustible. Es algo así como si nos encontráramos en una habitación escuchando un CD musical. Por circunstancias hemos de irnos, así que pulsamos la tecla pause del reproductor. Pasa el tiempo y no volvemos hasta años después. En la misma estancia encontramos el reproductor. Pulsamos la tecla play y vuelve a sonar la melodía. Y lo hace exactamente en el mismo punto en que la dejamos.
No me digan que este suceso no tiene algo de mágico.
En definitiva (y ustedes lo saben), este tipo de amistad tan especial es un bien escaso. Como con todo en la vida, depende del factor suerte que nos crucemos con ellos/as, que los encontremos, y depende posteriormente de nuestra elección de fomentar esa unión. La satisfacción que se alcanza cuando uno puede ayudar a un amigo es tan gratificante o más que la percibida cuando se recibe ese apoyo. Tanto que mi dilema no es estar predispuesto a ayudar a mis amigos en el momento crítico, quiero decir, cuando realmente les haga falta, sino el tener la oportunidad de hacerlo. Hay algo peor que no asistir a un amigo cuando lo necesita: querer ayudarlo/a y no tener la posibilidad de hacerlo.