11-m

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez


Hay una historia de cercanías y lugares comunes entre las circunstancias de estos atentados y las vidas corrientes de cada cual.  Paso a menudo, por ejemplo, junto al edifico de la guardia civil completamente destruido  por un coche bomba en Burgos en 2009, tengo familiares que viven muy cerca e allí. También me paro algunas veces, al pasar por la Plaza de la República Argentina, a recordar el atentado con coche bomba al paso de un autobús de la Guardia Civil; era lugar de paso obligado para visitar la  Delegación de Educación que está muy cerca. O bien un escalofrío me recorre el cuerpo al pasar por el Puente de Vallecas y recordar las imágenes de aquel atentado de 1995, cuando acudo caminando a la casa de una vieja amiga vecina de aquel barrio.
El 11 de marzo de 2004, en las primeras horas de la jornada laboral, yo estaba en mi pequeño gabinete de logopedia en el colegio Doctora de Alcalá. La fachada del colegio asoma a la calle Gaceta de Alcalá y tiene el patio en la parte posterior, con una larga valla que lo separa directamente de las vías del tren de cercanías que viene de Guadalajara con direccion a Madrid-Atocha. No muy lejos del colegio está la estación de Alcalá de Henares, junto a la plaza hoy llamada "11 de Marzo". Aquel día transcurría con normalidad. Había pasado ya el primer grupo de alumnos de E. Infantil y, aproximadamente a las 10 h., atendía a la segunda tanda. Estábamos frente al espejo, practicando divertidos juegos articulatorios cuando en ese momento llamó a la puerta una de las profesoras.  Buscando a uno de sus alumnos. El abuelo del niño, muy alterado, lo reclamaba para llevárselo a casa. - ¡Ha habido un atentado en los trenes! ¡Han puesto bombas en los vagones!... Tratamos de tranquilizar al buen señor: - No se preocupe, hombre. No será para tanto... (en ese momento nadie en el cole tenía noticia de los atentados). Pero aquel abuelo insistía en que le entregáramos a su nieto para llevarlo a casa. Así que dejamos marchar a mi pequeño alumno, un poco desconcertados por el estado de ansiedad de su protector familiar. Pesábamos que exageraba, que quizá chocheara un poco, y casi sentimos pena por aquel niño que tenía que convivir con un abuelo tan medroso. A la hora del recreo, gracias al móvil y a la radio, nos pudimos enterar de la magnitud del atentado. Entonces comprendimos las prisas y la alarma del abuelo. A lo largo de la mañana se presentaron varias personas más reclamando a sus retoños.
Luego, pensándolo con más cuidado, consideré muy justificada la intranquilidad de las familias. En aquel colegio, cuya valla estaba pegada a la vía del tren, una explosión en alguno de los nmerosos trenes que pasaban cada diez minutos hubiera alcanzado con seguridad a algún niño del colegio. Gracias a Dios, los terroristas subirían al tren unos centenares de metros más adelante, con lo que el peligro se alejó en dirección  Madrid.
He pasado muchas veces por el aparcamiento, junto a la estación, donde los terroristas aparcaron su furgoneta kangoo blanca y de la que salieron cargados con las mochilas de la muerte. Incluso habré visto alguna vez al portero del número cinco de la calle Infantado que avisó del extraño comportamiento de los ocupantes y provocó la aparición de la primera pista sobre el atentado.  Muy cerca, en la cafetería, he tomado un café algunas mañanas, esperando la hora de ir al colegio. Otras muchas veces he pasado por la carretera que va desde Morata a Chichón y donde los terroristas tenían una parcela en la que montaron las bombas y activaron varias veces los teléfonos móviles que luego emplearon. La dinamita (goma-2 ECO), la fabricaron en Burgos, en la fábrica que la Unión Española de Explosivos tiene en Quintanilla-Sobresierra, en el Páramo de Masa. Cuando paso por allí, y lo hago a menudo, se nubla mi ánimo al leer el letrero junto a la carretera donde se anuncia el desvío hacia la fábrica. Muchos lugares y recuerdos, como digo, que están asociados a este atentado. Pero ninguno como los que lo vivieron en primera persona, los que perdieron a algún familiar o conocido. A ellos, solo podemos acompañarles hoy, velando su pena, ofreciéndoles el mínimo consuelo de nuestro recuerdo.