12 años de esclavitud: Brutalidad de algodón

Por Calvodemora

Hace tiempo que en mi corazón ganó la insinuación a la evidencia. Por eso no me gusta 12 años de esclavitud. Por eso no la considero la buena película que otros airean o la que, en los BAFTA o en los Oscars, es probable que arrase y haga que todo el mundo hable de ella y la considere la extraordinaria película que yo veo, por más que trato de sobreponerme a esa declaración de principios e incluso omita mi aversión a esa especie de pornografía del dolor físico que Steve McQueen propone como instrumento de lectura. Poco o nada sutil, la historia de Solomon Northup no logra emocionarme lo más mínimo. Y no es porque uno sea insensible o no se sienta íntimamente violentado cuando observa el dolor de un modo tan brutal: me tengo por sensible y se me consigue violentar a poco que atisbo una brizna de injusticia. Aquí la hay a destajo. La hay en un grado tan excesivo que deja de tener sentido observarla: digamos que nos satura hasta que, por tozuda, pasa a ser irrelevante. Hace McQueen lo que no debe un director: lograr que exista una distancia (insalvable en algunos pasajes del film) entre el espectador y los personajes de la trama. Queda de lado (qué injusto es eso también) el portentoso trabajo de Michael Fassbender o Chiwetel Ejiofor. La profunda preocupación de Steve McQueen por hacer una película vistosa (académicamente vistosa) malogra que transmita emociones y se queda en un portentoso documento sobre la esclavitud, filmada con oficio, pero rebajada de humanidad. Planos monumentales de grandes masas arbóreas o alguna muy sencillo en donde una esclava hace una muñeca con unas hojas y el bulbo de una cebolla no hacen que sea ésta la película poética que podría ser.
Todo corre muy deprisa, en todo hay una voluntad de que no se quede nada atrás. Y al final hay una acumulación de tópicos, vergonzosos, infames, a los que se les abre el corazón y con los que uno se siente dolido en el fondo, pero que no crean un vínculo verdadero con lo contado. No se trata de que sea o no verosímil. El horror es creíble. Lo improcedente es el desperdicio de un material noble, que termina arrojado al mainstream, convertido en carne de premio, sin apenas esmero en el volcado de la historia. El abuso del látigo impide que florezcan otros lenguajes. Manda el efectismo, la agresividad sin tacto, perdida en un precipitado telefilm de sobremesa. La convencionalidad es la que dicta el criterio con el que ha sido facturado el film. Yo creo que el verdadero esclavo es Steve McQueen. Está atrapado por un elenco formidable y tiene entre las manos la épica. Y la ha convertido en un videoclip de poco más de horas. Hacía falta más vigor o más compromiso, y no hay nada de esos ingredientes. Y hubiese deseado uno que no fuese así, aunque sea por la trascendencia de lo que se narra o por la importancia de que nada de lo contemplado pueda existir nunca más. Yo creo que a Steve McQueen le interesa más la ceremonia de los premios y su entrada triunfal en el mercado americano (después de Hunger y la muy estimable Shame) que hacer una película digna sobre la esclavitud. Da igual que el director sea negro o pajizo.