La dificultad de llevar a cabo una película en la que el protagonista se pasa todo el tiempo atrapado sin poder moverse y, en un intento de no aflojar el ritmo bajo ningún concepto, llevó quizás a Boyle a abusar del uso frecuente de alucinaciones ante la falta de agua y alimentos y de sueños por parte del protagonista, evocando un pasado reciente en el que aparecen sus allegados y personajes ficticios. Una película con una premisa similar, Buried (2010, Rodrigo Cortés), en la que el protagonista, Ryan Reynolds, se encuentra durante todo el metraje atrapado en un ataúd, elude admirablemente la utilización de este recurso. Sin embargo, también es cierto que da muchísimo juego el hecho de que le entierren junto a un teléfono móvil.
Por otro lado, la interpretación de James Franco como el montañista Aron Ralston resulta muy creíble, un actor que había pasado desapercibido para mí en Spiderman (2002) y Mi nombre es Harvey Milk (2008) y que logra transmitir (también Ryan Reynolds, todo hay que decirlo) la angustia y desesperación que debe sufrir cualquiera al verse en una situación tan límite, al borde de morir por inanición y sin posibilidad de escape. Es, por tanto, una película que logra mantener el pulso narrativo, enganchando al espectador a pesar de ciertas licencias más que discutibles, y que conecta gracias a uno de sus pilares básicos, la interpretación de James Franco, logrando al menos hacer honor a la historia de supervivencia del aventurero Aron Ralston.