¡Adiós, au revoir, arrivederci, bye, auf Wiedersehen, colegio!
No soy una gran fan de los colegios. Pero hay un escenario aún más terrorífico que un colegio y es eso que llaman homeschooling: antes me tiro por un puente o me hago del grupo religioso de Tamara Falcó que enseñar a mis hijas en casa. Al colegio hay que ir y es necesario, pero cuando me refiero a que no soy una gran fan es que no he desarrollado por los dos más presentes en mi vida, el mío y el de mis hijas, el más mínimo sentimiento de cariño o pertenencia. Durante doce años asistí al colegio al que me mandaron mis padres: de monjas, solo niñas y concertado, lo que se hacía en la época. No lo pasé ni especialmente bien ni especialmente mal. Como decía Bartleby, la mayor parte de los días “preferiría no haber ido”. No he vuelto más que por un par de compromisos familiares; y cuando me persiguieron por todas las redes sociales para algún tipo de conmemoración de la promoción contesté que no por tierra, mar y aire. ¿Hice amigas? Sí. ¿Me divertí con ellas? Sí. ¿Mantuve la amistad? Más o menos hasta hace ocho años, momento en el que les deseé a todas la mejor de las suertes y me despedí para siempre sin rencor, sin amargura y sin dolor. Como escribí entonces:
«Seamos sinceras. Si no existiera whatsapp hace tiempo que nos hubiéramos perdido la pista completamente. Las niñas que fuimos compartían colegio, rutinas, preocupaciones, cambios hormonales, opiniones e ideas que ni siquiera eran propias, sino del grupo. Las mujeres que somos no compartimos nada; ni espacio físico, ni rutina, ni opiniones y, lo que es peor o para mí lo es y me ha llevado a dar este paso: no compartimos inquietudes ni intereses. De hecho, hemos tensado tanto la cuerda que sé que mis inquietudes os parecen ciencia ficción o directamente locuras, y yo ni siquiera creo que vosotras tengáis inquietudes. No, lo peor no es eso. Lo peor es que nos juzgamos mutuamente. Nada de lo que yo hago, digo o pienso os parece bien y, a mí, casi cualquier cosa que hacéis, decís o pensáis me saca de mis casillas. Esto no tiene sentido. Me siento como si hubiéramos tomado caminos opuestos desde un mismo cruce. Vosotras vais en una dirección y yo en otra. Nos gritamos cosas para no perdernos de vista pero cuanto más nos gritamos para no perder el contacto, más nos alejamos y más nos encabronamos. ¿Qué sentido tiene? Ninguno. Dejemos de fingir. Hoy es el día en que dejo de mirar en vuestra dirección, dejo de gritar, dejo de juzgar y de sentirme juzgada. El otro día me hubiera hecho falta un icono de portazo en el whatsapp; hoy ya solo digo "Os deseo lo mejor. Hasta la vista".»
A 130 metros del portal de mi casa está el colegio de mis hijas. Recuerdo cómo, en una de las primeras visitas al barrio, aquella Ana jovenzuela fantaseó con que sus hijas fueran al colegio ahí, pegado a casa, si es que comprábamos aquel piso que íbamos a ver. Al final esa fantasía se cumplió. Pero ayer, mientras escuchaba halagos de padres, profesores y alumnos hacia el colegio, pensaba que yo no estaba especialmente orgullosa de la elección. ¿Qué ha sido lo mejor de este colegio? Esos 130 metros. Cuando alguien me pregunta cuál es el mejor colegio para sus hijos siempre digo lo mismo: el que esté más cerca. Así elegí yo, por proximidad y por necesidad. Hace 17 años, cuando María entró en el colegio y era una caja de alergias explosiva (breve enumeración de todo lo que no podía comer: huevo, ternera, garbanzos, pescado, patata, frutos secos, melocotón, lentejas y alguna cosa más que ya he olvidado, a lo que luego sumó celiaquía) no había tres millones de menús adaptados en los colegios, así que la única opción era que comiera en casa y, por tanto, el mejor colegio era el que estuviera más cerca.
¿Me gustaban más cosas del colegio? Sí: el uniforme. ¿Me gustaba que fuera de monjas? No. ¿Soy una persona religiosa? Nada. ¿Creo que estudiar religión es malo? No. ¿Coincido con el ideario del colegio? Tampoco. ¿Eso me parece pertinente? Pues tengo la opinión de que en el colegio se enseña y en casa se educa, así que me da un poco igual. Mis hijas tienen ideas políticas, sociales y culturales nada alineadas con el colegio y eso me parece requetebién. Han estado expuestas a esas ideas y no les han gustado, no las comparten. Bien por ellas. ¿Recomendaría el colegio? Pues solo si vives en un radio de 500 metros. ¿Les ha dado una buena enseñanza? Pues bueno, es un colegio bastante mejor en infantil y primaria que en la ESO, que es un desastre. A mis hijas les pilló un bachillerato pandémico y postpandémico que ha interferido en los estudios, pero las dos han salido bien. ¿Tendría que haber elegido otro? Pues a lo mejor, pero ya está hecho. No pretendo que nadie comparta mis ideas con respecto al colegio y la educación, pero necesitaba hacer esta reflexión: reconocer que ese colegio a mí como madre no me ha aportado ninguna satisfacción. Tampoco sé si debía hacerlo, la verdad, y que quizá podría haberlo hecho mejor. Pero ya está. Ya ha terminado para siempre.
No sé qué relación van a tener mis hijas con su colegio ni con los amigos que han hecho en estos años. Ahora mismo, ellas están todavía en el rebufo de sus años escolares, el peso de lo que han significado para ellas es todavía muy determinante y esos 130 metros les impiden coger distancia. Cuando has vivido tan cerca del colegio toda tu vida se desarrolla en tu barrio, todos tus amigos, o la mayoría, son de la zona y quizás por eso ellas mantengan siempre una relación especial con su colegio y con las amistades que han hecho. O a lo mejor no, a lo mejor dentro de unos años cuando hayan conocido otras calles, otras distancias, otros amigos, soltarán esas amistades y el anclaje al barrio y soltarán esos 130 metros y lo que significan. ¿Tendrán nostalgia? No lo sé. Puede que mi incapacidad para amar o coger cariño a los colegios no tenga por qué ser hereditaria.
Adiós colegio. Estuvo bien mientras duró, quizás no eras la mejor elección pero esos 130 metros siempre te hicieron atractivo ¿Cuántos madrugones se han ahorrado mis hijas?
Hasta siempre.
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