Ayer por la tarde fui testigo de algo espeluznante que me provocó diversas reacciones corpóreas. En un mismo segundo sentí como si algo me asaeteara el espinazo; las orejas se me erizaron como las de Spock; el esfínter se contrajo casi hasta la desaparición física, y los testículos ascendieron hasta la yugular. Sin más verborrea que añadir, a escasos metros de mí, estaba una mujer de unos treinta años que con ademán abstraído daba profundas caladas a un cigarro mientras repostaba su vehículo.
¿Se habrá visto en el pasado y en alguna otra gasolinera una demostración de tan escandaloso despiste? ¿Es esta calamidad bípeda una portadora de accidente, desgracia y muerte?
Bastante caro resulta llenar el depósito para que encima te cueste la vida. Acusando la breve tensión del momento, no pude más que increparla con alarma: «¡Pero es que no ves donde estás! ¡Apaga el cigarro, coño!», y eso hizo, con una expresión facial que pedía que se la tragara la madre Tierra. El tono y las palabras empleadas, aunque surtieron efecto, no fueron las apropiadas, pero había que evitar un posible desastre, y ante la seguridad ciudadana, no cabe clemencia alguna contra la inconsciencia de la subnormal del siglo.