Revista Cine

15 claves que quizás no conozcas sobre "La Pasión de Juana de Arco"

Publicado el 08 marzo 2013 por Fimin

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Hay un nombre de resonancias históricas que une a una actriz francesa que emigró a Sudamérica con una actriz norteamericana que se fue a Francia; a una sueca que triunfó en los Estados Unidos (y luego en Italia) con una ucraniana que se dio a conocer en Francia y desde hace más de una década se dedica a escabechar zombis en Hollywood. También a Lelee Sobieski, por cierto, cuya carrera está más que estancada y que, a decir verdad, nadie sabe dónde está. Maria Falconetti, Jean Seberg, Ingrid Bergman, Milla Jovovich… y muchas más.Un lío ¿verdad? Pues la respuesta es bien sencilla: Juana de Arco. La heroína por antonomasia de la tradición francesa, la pucelle d’Orleans que dijo oír a Dios, que se enfrentó a los ejércitos ingleses y acabó sus días en una hoguera. Un referente también para el cine, que la ha revisitado en multitud de ocasiones. Eso sí, hay películas y películas. Y algún peliculón. Luego, en su altar particular y permanente, está "La pasión de Juana de Arco" (1928).

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Carl Theodor Dreyer dirige una maravilla del séptimo arte en los albores del sonoro, una película legendaria por su concepción y su azarosa existencia. Si los primeros cineastas reivindicaban el cine mudo por la pureza de su lenguaje, pocos ejemplos tuvieron más elocuentes y más incontestables que esta película que, por cierto, tenía que ser sonora. Un trabajo grande, dirigida por uno de los mejores cineastas de todo el cine europeo. Sí, ya sé, suena a la coba habitual, al sempiterno discursito de manual de cine, pero es que pocas veces como en ésta tiene más razón de ser. Sentarse ante la cascada de primeros planos de La pasión de Juana de Arco es vivir un atropello audiovisual constante, que desactiva temporalmente una función neuronal del espectador y lo incapacita para apartar la mirada de la pantalla. O algo parecido. Y eso en una película cuyo rodaje huele a cine joven, incierto y entregado, porque aquí hay sangre, hay sudor y hay lágrimas. Literalmente.

1-La canonización de Juana: Carl Theodor Dreyer es un joven cineasta que, con El amo de la casa (1925), acaba de cosechar su primer gran éxito en Dinamarca. Con estas credenciales, el Duque de Ayen, vicepresidente de la Société Génerale des Films, le propone tres temas para llevar a cabo un biopic en el seno del poderoso cine francés: Catalina de Medicis, Maria Antonieta... o Juana de Arco. La pucelle d’Orleans está de moda entre la sociedad francesa, porque tras la I Guerra Mundial ha sido canonizada por el papa y elevada aún más si cabe al altar de la iconografía nacional. Dreyer siente un gran interés por su vida y decide adaptar un texto de Joseph Delteil, aunque nada hay en la película del libro en que dice basarse. Y pese a que se basa en las actas del juicio, su interés no es historicista, sino que busca, en sus palabras, componer un “himno al triunfo del alma sobre la vida”. ¿Y quién hará de Juana?

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2-El cásting: La primera opción de Dreyer es una estrella del joven firmamento de Hollywood, la niña de los ojos de D. W. Griffith: Lillian Gish. Sin embargo, una sesión de casting con una joven actriz de teatro cómico lo cambia todo. Dreyer le pide que acuda sin maquillaje y el efecto es impresionante: una constelación de pequeñas arrugas surcan su rostro, delatoras de una vida ardua, a menudo inclemente. Justo lo que anda buscando para reflejar el sufrimiento de su heroína. El cineasta lo tiene claro, apostará por esa desconocida de nombre y ascendencia corsos: Maria Falconetti.

3-Maria Falconetti: Renée Jeanne Falconetti, también llamada Maria, nace en Pantin (Francia) en 1882. En 1916 empieza a trabajar como actriz en l’Odéon y pronto se convierte en una estrella del teatro cómico. Tras rodar La pasión de Juana de Arco trabaja en algunas producciones en los siguientes años, pero siempre prefiere las tablas, donde conoce un considerable éxito. En aquellos años dirige el teatro L’Avenue, una empresa fallida que la deja en la ruina. Cuando los nazis ocupan Francia huye a Suiza, primero, y luego a Argentina. En Buenos Aires da clases de canto y de interpretación hasta que acaba la guerra. Es entonces cuando planea volver a lo grande y decide adelgazar para lograrlo. La dieta que lleva acabo, sin ningún tipo de supervisión médica, acaba por matarla. Tal como suena. Muere en 1946, y sus restos son trasladados a París. Bajo una lápida del cementerio Montmartre yace la mirada dolorosa, pura, transparente y fascinante de Maria Falconetti.

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4-Oye Carl, ¿y esas tijeras?: Que Dreyer era un déspota da buena cuenta una carrera de producción un tanto errática, caracterizada por espantadas de actores y técnicos que acaban hasta la gorra de sus humores. Y aunque su relación con Maria tiene muy buenos momentos, la francesa también sufre de lo lindo. Si Juana de Arco pasó los suplicios del potro, el rodaje es otro tormento. Dreyer la obliga a arrodillarse sobre una piedra y a permanecer allí todo el tiempo que necesite para desnudar su rostro de cualquier expresión impostada. Lo que queda, capturado por el objetivo de Rudolph Maté, es el dolor de las rodillas contra la superficie rugosa y fría. La toma se repite una y otra vez, en una rueda obsesiva que sólo persigue captar la mayor intensidad posible en el rostro de Juana.

Y llega el momento. En el minuto cincuenta y siete de la película, para ser más exactos, a Juana le afeitan la cabeza con unas rudimentarias tijeras.  Si tenemos en cuenta que la película se rueda en orden cronológico, podemos afirmar que llegados a este punto Maria Falconetti ya lleva unas cuantas semanas pasándolas canutas. Pero lo mejor (o lo peor) es ese corte de pelo brutal. Cuenta la leyenda que Dreyer no le revela lo que va a pasar hasta justo antes de rodarlo. Es entonces cuando se le acerca y le confiesa que le van a cortar el pelo de verdad, que lo van a grabar, que serán un par de planos, pero qué planos…Maria no se lo espera, eso no estaba previsto, y aunque acepta con resignación la pena en su rostro es evidente. La escena se rueda, el cabello cae a finos mechones, la cámara busca el rostro de la santa. Pocas veces en la historia del cine una interpretación ha sido tan sentida, tan cercana a la realidad, tan debida a elementos que vemos en pantalla. Le están cortando el pelo al ras. Dreyer ya tiene la emoción pura y espontánea que buscaba. Las lágrimas que vemos no son de cocodrilo: Maria llora de verdad.

5-Sangre (de la buena): Vale que le corten el pelo, que la tengan de rodillas sobre una piedra o que la sometan a intensas sesiones de presión emocional, pero de sangrar ni loca. Y sin embargo, no hay trucos que valgan. Cuando Juana enferma vemos cómo sus torturadores la sangran para curarla, y lo que aparece en pantalla no es un brazo de goma con un depósito de zumo de tomate. El brazo, el corte y la sangre que se vierte sobre una cazoleta son reales, aunque no pertenecen a Maria Falconetti sino a un extra del rodaje. En cualquier caso, el efecto es tan real que llega a perturbar a los espectadores más sensibles.

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6-Una cara desnuda: Dreyeres un cineasta al que los cánones del cine mudo se le quedan pequeños. Si los estándares dictan que a los actores hay que maquillarlos, él se arriesga a filmar rostros desnudos. 30 años antes de cualquier opción eminentemente realista Dreyer prohíbe la base de blanco y los ojos pintados, la pared de pintura que adorna cualquier cara del mudo. Ni Juana ni los monjes. Nadie lleva maquillaje. Dreyer considera que la ausencia de artificio imprime una fuerza especial a los personajes. Y mira, tiene toda la razón del mundo.

7-El castillo de Rouen: Antes que una película de culto, La pasión de Juana de Arco es una de las mayores superproducciones de su tiempo. El rodaje se prolonga durante un año y medio. Dreyer invierte siete millones de francos de la época para levantar un escenario octogonal que reproduce el castillo de Rouen. En su interior hay almenas, hay diferentes casetas y espacios delimitados, hay torres y almenas. Hay hasta una catedral. El departamento de arte pinta las paredes de rosa, para asegurarse que parezcan grises en pantalla. Un dispendio de proporciones colosales… y Dreyer no le hace ni caso. A partir del momento en el que centra todo el relato en un mosaico de primeros planos el enorme set construido no sirve para gran cosa ni luce lo más mínimo en los cines. A duras  penas se llega a apreciar algo en los minutos finales de la película, cuando el foco de atención ya no es sólo Juana. Los productores se enfadan, y mucho. Para eso no hacía falta tanto derroche. Aunque a decir verdad, puede que la única manera de afirmar la propuesta de Dreyer pasara precisamente por contar con los mayores medios y prescindir voluntariamente de ellos.

8-El monje de la mirada febril: Juana cuenta con un solo aliado ante su calvario. El monje Jean Massieu es el único que muestra compasión, empatía e incluso devoción por la causa de la pucelle d’Orléans. Es el punto de fuga al que dirigirse en medio del tormento, el único testigo que no ejerce de cruel sancionador. El papel del joven monje lo interpreta un sujeto extraordinario, actor a tiempo parcial, guionista y poeta lúcido y lunático a partes iguales. Alguien a contracorriente incluso de los movimientos más subversivos. Jean Massieu tiene el rostro libre y la mirada intensa y alucinada de Antonin Artaud, que intenta abrirse camino en el mundo del cine trabajando con Jean Epstein, Abel Gance o G. W. Pabst. No lo logrará. Al menos, no a medio plazo, pero su interés por el cine y un físico particularmente reconocible lo convierten en un elemento fundamental de algunos títulos esenciales del primer cine. Ninguno de ellos sería lo mismo sin sus apariciones laterales, breves pero intensas, capaces de rubricar con su sola presencia la enorme calidad de una película.

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9-Carl y Maria: Queda claro que Dreyer no es el tipo más agradable que uno pueda encontrar en un set de rodaje. A decir verdad, es un poco tirano. Su relación con Maria se nutre de extremos: por un lado tiene serios problemas para trabajar con ella, para lograr lo que busca, y a menudo le habla entre gritos y gesticulaciones excesivas, mientras  el rostro del sosegado realizador danés pasa del rojo al púrpura, y del púrpura al negro.  En cambio, Dreyer también muestra una inusitada deferencia hacia su actriz principal, hasta el punto de desalojar el set para permitir que Maria se concentre en su papel. Y la cosa no acaba aquí: Dreyer la invita a asistir al montaje de la película y le concede el raro privilegio de ver el material en bruto. A nadie más del equipo se lo permitirá. Sólo a Maria.

10-Juana silente: La película es muda. Pero muda, muda. Sin que podamos oír los diálogos, ni los sonidos diegéticos ni, de hecho, ningún tipo de música. Como en otros títulos de aquella época no ha sobrevivido ninguna partitura original, pero en este caso ni siquiera tenemos constancia de que existiera una. Hay dos versiones para explicar esta particularidad: La más romántica dice que Dreyer concibió su película sin ningún tipo de acompañamiento musical que distrajera del material filmado, en un ejercicio del más puro lenguaje cinematográfico, como si de una reivindicación del poder expresivo de la imagen se tratara. La otra, menos prosaica (pero no necesariamente más cierta) afirma que simplemente Dreyer nunca se molestó en seleccionar una partitura en concreto. Y ya está, sin necesidad de darle más vueltas.

11-Dreyer contra la grandeur: La película se gana sus primeros enemigos antes incluso de su premiere. Entre su estreno en Copenhague en abril de 1928 y el de París en octubre del mismo año median seis largos meses en los que la película se va retrasando una vez tras otra, lastrada por la campaña en su contra que llevan a cabo los nacionalistas franceses. Al parecer, a los paladines del Hexágono no les hace ni puñetera gracia que su heroína nacional sea llevada a la gran pantalla por un director que ni es francés ni católico. Encima, los rumores de que Lillian Gish encarna a Juana soliviantan aún más a la parroquia, que habla de conceptos como tradición, pureza, patriotismo… En resumen, tan cansinos como siempre.

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12-La mano censora (primer montaje): Tras la premiere en París, el arzobispo de la ciudad y el gobierno dicen que nanay, que la película requiere unos recortes. Dreyer no tiene voz ni voto en las modificaciones que sufre su film, y por supuesto monta en cólera. Además, en Gran Bretaña es prohibida por mostrar a los soldados ingleses como seres crueles y desalmados con la pobre Juana. Pero lo peor está por llegar…

13-El incendio (segundo montaje): Tras la censura, el desastre. El negativo de la película se pierde durante un incendio en los estudios UFA de Berlín. Dreyer está consternado, y apenas logra montar una segunda versión usando codas y material rechazado. Y lo peor es que también ésta acabará destruida en un incendio en un laboratorio, en 1929. Decididamente, es un tío con suerte.

14-El enfado de Dreyer (tercer montaje, y cuarto, y quinto…): El cineasta danés debe ser la viva imagen de la desolación. Ha perdido dos montajes de su película en un año. Encima, en 1933 se edita y estrena una versión de 61 minutos, sin intertítulos y con la narración en off de un locutor de radio. Y la cosa no acaba aquí. Joseph-Marie Lo Duca se vale de una copia del segundo montaje para editar una versión con importantes modificaciones en la que substituye los intertítulos por subtítulos. Esto ocurre en 1951, Dreyer lleva 23 años a vueltas con los remontajes de su película. Aún hay otro, realizado por un estudioso del Instituto de Cine Danés, que intenta reproducir el montaje inicial a partir de lo que queda de las distintas versiones… pero sin éxito. Pobre Dreyer.

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15-Un sanatorio en Oslo (EL montaje): Pero la más prodigiosa historia alrededor de la película tiene lugar 50 años después de su rodaje. A principios de los 80 La pasión de Juana de Arco es un mito en los círculos cinematográficos, una película de la que se habla mucho y de la que se especula aún más, habida cuenta de que a duras penas sobrevive alguna mala variación del segundo montaje. No hemos visto el film, así que tenemos que conformarnos con imaginarlo en su esplendor. Entonces ocurre algo inesperado, digno de pertenecer al mundo de la mejor ficción tanto por el entorno como por el valor extraordinario de lo que tiene lugar. Estamos en 1981, en el Sanatorio Mental Kikemark Sykehus de Oslo. Un trabajador abre el armario del conserje, un armario que debía haberse abierto miles de veces, y se fija en unas latas de película llenas de polvo. Todas llevan un nombre muy revelador: La pasión de Juana de Arco. Si el trabajador es aficionado al cine el descubrimiento le puede dar un vuelco al corazón. Si no, al menos tiene el detalle de informar sobre el descubrimiento, por si acaso es algo importante. Las latas se mandan al Instituto de Cine Noruegodonde, después de tres años, los técnicos las abren y hacen un descubrimiento digno de un Indiana Jones de estar por casa: los rollos de celuloide contienen una copia del primer montaje de la película, del original, sin censuras ni recortes, y en perfecto estado. Es La pasión de Juana de Arco, tal y como la concibió Dreyer. Y de repente el mundo del cine pasa de fabular sobre ella a tenerla en sus manos. En un sanatorio mental, ubicado en un país donde la película jamás se estrenó. ¿Qué demonios hacía allí? La única explicación plausible reside en el director del centro a finales de los años veinte, un reputado historiador cuyas inquietudes intelectuales y académicas pudieron llevarlo a hacerse con una copia de la película antes de que se produjera la cadena de desastres que destruyó todos los montajes de Dreyer. No me digáis que no es una historia preciosa.


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