Nos dicen que no nos preocupemos que, si queremos, subamos a la habitación y que ellos nos avisan cuando una se libere. Sí, la idea es buena, pero a mí eso de empezar a subir y bajar escaleras de forma gratuita nada más amanecer no es lo que más me emociona. Hay que dosificar las fuerzas que los días son largos e intensos.
Así hacemos, subimos, miramos por la ventana. Oh… ¿Qué ven nuestros ojos? Acaso eso… eso… ¿es el sol? Nos frotamos con fuerza los párpados y volvemos a mirar. Espera, espera… que sí, que es ¡el sol! Que a Irlanda llega el sol, que no era mentira…
Es como un milagro, para este día tenemos planificado ir al Parque Nacional de Connemara. De hecho, dado que íbamos a hacer 3 noches en Galway, en función del clima, íbamos a ir adaptando los planes. Ese sol nos hace dudar ¿Deberíamos ir a las Islas Aran? ¿Deberíamos dedicarlo al senderismo por Connemara? Arriesgamos y elegimos hacer la ruta, como habíamos planificado.
Mientras flotamos en una nube de ilusión, golpean nuestra puerta, tenemos mesa para desayunar. Solo habían pasado 5 minutos. El desayuno, como decíamos en la entrada anterior, está bastante bien. Hay 4 opciones de desayuno irlandés, con verdura, con bacon, con huevo, sin él. Y luego una parte de buffet que se agradece para dar un poco de tregua a nuestros triglicéridos.
Salimos camino del Centro de visitantes del Parque Nacional de Connemara (está en Letterfrack), a hora y media de Galway más o menos. Entramos una zona donde el habla irlandesa es más habitual y los carteles se pueden encontrar escritos en gaélico.
Para llegar al parque, hay que tomar el desvío que hay en la N59, que ya tomamos el día anterior, y que te lleva por la R-344. El camino por esta carretera resulta ya bonito en sí mismo. Iremos rodeados de turberas, atravesaremos el Valle del Inagh de origen glaciar, con su lago.
El Parque Nacional de Connemara tiene algo más de 2000 hectáreas, no es que sea excesivamente grande. Forma parte de la red de Parques Nacionales del país, que son seis. Se caracteriza por un terreno que protagonizan las turberas, lo cual conforma un paisaje muy particular.
Son típicos de esta zona los ponis de Connemara. Una especie singular de la zona con una curiosa historia detrás y que nos pasamos buscando como si fuéramos suricatos cada vez que hacíamos una parada. No vimos ponis, pero burros y caballos vimos por un tubo. Los ponis de Connemara se han convertido para nosotros en algo similar a las vacas con flequillo de Escocia, animalitos imposibles.
Hay diversas teorías sobre el origen esta raza autóctona, y una de ellas proviene del hundimiento del barco de la Armada Invencible (nunca pensamos que un hecho de este tipo podía ser tan relevante en un país, sale en las historias de algunos castillos, en los ponis… y seguirá saliendo), contamos esta suposición por su origen español y lo que nos afecta, pero hay más. Se dice que cuando se hundió el barco los caballos españoles nadaron hasta la costa, se cruzaron con los ponis o caballos irlandeses, y tachán… ahí están los Ponis de Connemara. El mestizaje es así de coqueto.
En el centro de visitantes nos dan un folleto en el que vienen diferentes senderos que se pueden realizar desde allí. En general son bastantes cortos y con diferente nivel de dificultad, aunque ninguno se supone especialmente complicado. Decidimos coger el más largo que sube hasta lo alto del Diamond Hill. El día está precioso, azul. Eso sí, el viento continua.
A ver, futuros visitantes a Irlanda, si sale el sol, no os volváis locos a poneros a su alcance sin precaución. La forma en que el sol atiza allí es impresionante. Es como una espada láser. Protección solar a tope. Un día que tuvimos de sol y una mañana, más 13 días de nublado cerrado y volvimos curtiditos, curtiditos ¿Quién nos iba a creer si decíamos que veníamos de Mordor?
Comenzamos el paseo entre las turberas mientras el viento alza a lo alto nuestras melenas (bueno la mía), poesía pura. Al principio está muy bien. Seguimos las indicaciones del sendero rojo y comenzamos a subir. Ingenua de mí, tras la primera subida pienso que estoy en lo alto del Diamond Hill. Pero cuando echo la vista atrás veo una montaña, con un pico, y al contraluz unos pequeños puntitos que se mueven. Son personas que parecen caminar por la cima. Hay que achinar los ojos para comprobar que de verdad son personas. Lo son… lo son, no, eso no puede ser el sendero rojo.
El que no escribe está motivado. Le encanta subir. No sé por qué lo elegí para compartir mi vida, a mi no me gusta subir. Pero ya ha pasado el periodo de garantía y no lo puedo cambiar, una hipoteca, además, une mucho y hace que superes el no compartir algunos gustos similares, como subir cuestas, llamadme “especialita”. Así que me toca subir, dicen que desde arriba las vistas son muy buenas y el día está despejado. Y comienza la subida. La subida, sinceramente a mi se me hizo dura. El que no escribe me llevaba unos metros por delante, aquí cada uno vamos a nuestro ritmo. Él me espera cada cierto tiempo y cuando yo llego, continuamos. Con lo cual me tengo que buscar mis propias operaciones descansillo (artimañas, excusas para retomar el aliento sin que se note mucho).
La subida no tiene dificultad técnica alguna. Han ido poniendo piedrecitas a modo de escalón, pero el viento que soplaba en esa subida no tenía nombre. Te daba por la derecha, por la izquierda, por atrás, por adelante. Cuando nos queda poco para llegar, los dos vamos fatigadillos, pero hay que reconocer que las vistas son impresionantes. Una maravilla. Mereció muchísimo la pena, ahora, si no tenéis un día despejado valorarlo.
En la cumbre, se camina por la arista (es ancha) pero era tan fuerte el viento que a ratos te tenías que poner de cuclillas, nosotros decidimos ponernos al lado de la arista que nos protege de la dirección que trae el viento.
Nos sentamos con la espalda pegada a la roca y vemos que así, quedamos protegidos del viento. Es el momento de tomarnos nuestro picnic en lo alto del Diamond Hill, refugiados en nuestro huequecito, con una de las mejores vistas que disfrutamos en nuestro viaje y Kylemore Abbey como postal.
Y emprendemos el descenso. El descenso se convierte en una lucha cuerpo-viento agotadora. Nos ponemos las capuchas para descansar un poco la cabeza, pero nos empuja las piernas, nos empuja el cuello, nos empuja, nos empuja, nos empuja… y así empujados llegamos a la parte baja donde no sabemos si sudamos, si nos hemos bajado de una atracción del Parque de Atracciones o qué pasa con nuestras vidas.
Pasamos por el baño del Centro de Visitantes, y vamos caminando con las rodillas que se nos doblaban hasta el coche. En ese momento eran las 15:10 y habíamos comenzado la ruta a las 11:40 (incluído el tiempo de comer). En subir y bajar más o menos calculamos dos horas y media si no paras.
Desde Connemara tenemos un plan ideal para descansar nuestras piernecillas. Vamos a recorrer la Sky Road. Una carretera tipo panorámica que ofrece vistas costeras. La vamos a recorrer dirección sur. Saliendo del centro de visitantes de Connemara tomamos la N59, hasta que aparece un desvío hacia la Sky Road (más o menos a los 10-11 km). La carretera va bordeando la costa hasta Clifden, capital de Connemara.
Vamos recorriendo la carretera y la tarde está realmente bonita. No hay demasiados sitios para parar, pero lo hacemos en los que podemos. El más popular de todos es el mirador con el mismo nombre. El tiempo acompaña, y cuando lo hace, los paisajes son mucho más espectaculares.
Además, en verano, Irlanda está repleta de flores.
Recorremos unos 13 km por la carretera. Aparcamos en un aparcamiento en el que vemos que hay una especie de puerta de piedra. Ese camino lleva hasta el Castillo de Clifden. Nosotros en ese momento no lo sabíamos. Cuando bajamos del coche, tenemos las piernas muy cansadas, pero decidimos avanzar un poco por él para ver si alcanzamos a encontrar el castillo que habíamos visto desde la distancia.
Parecía que estaba más cerca, pero no quiere aparecer. Desde la senda se ve el mar y los campos verdes. En sentido contrario nos cruzamos con una pareja que resultan ser españoles y les preguntamos si queda mucho para el castillo. Nos dicen que las mejores vistas están desde unos metros más adelante de donde estamos, que acercarse no merece demasiado la pena. Y, seguramente, por el cansancio, decidimos creerles. Así que caminamos unos metros, damos por buena la vista y deshacemos lo caminado.
La Sky Road nos parece una carretera bonita que bien merece un rato para conocerla, aunque echamos de menos más lugares para poder parar.
Cuando llegamos a Clifden ponemos rumbo a Roundstone. Lo teníamos marcado como un pueblo pescador con encanto. Estaba a una media hora de Clifden, así que decidimos acercarnos. Suponemos que ir a cenar pescado o marisco allí, según cuentan, tendrá su atractivo. Como visita turística, para nosotros, es totalmente prescindible.
Efectivamente, se trata de un pueblo pesquero, con su pequeño puerto y sus casas mirando al mar. Una vista bonita, pero no especialmente destacable como para desviarse hasta allí. Nos quedamos un rato mirándolo con cara de cierta decepción. El que no escribe me mira de una forma rara, leo en sus pupilas una pregunta… ¿A qué me has traído aquí?
Tras un rato (corto) decidimos poner rumbo a Galway, a hora y veinte de donde estamos. Podemos decir que estamos realmente cansados.
Pasamos por el hotel a ducharnos y cambiarnos. No vamos mal de tiempo. Galway estaba tope de gente por las calles. Nos acercamos a Quay Street, una de las calles principales llenas de locales de restauración. Elegimos Quay Street Kitchen, que a nuestra llegada no tiene mesa libre pero toman nota de nuestro nombre y quedan en llamarnos para avisarnos cuando esté disponible.
Aprovechamos para callejear. Suena música por las calles e intentamos salirnos un poco del bullicio para ver un poco más de la ciudad. No hay nada claramente a nivel monumental en nuestro paseo, pero la vida es increíble. Da gusto acabar el día así. En unos 30 minutos, suena el teléfono: podemos cenar.
Nos toca una mesa chiquitita en el centro, con una vela, que eso siempre le da cierto encanto al momento. Pedimos una ensalada con carne, un plato pequeño de mejillones con salsa, que tuvimos que preguntar si nos habían traído la grande, porque la ración era muy generosa. Cordero estofado para probar platos del lugar y, para beber, un merlot chileno que nos lo cobraron bastante caro para la calidad que nos pareció que tenía (26 euros). El total de la cena ascendió a 62 euros.
Aquel día, con las cámaras llenas de turberas, paisajes, mar y colores vivos en las fotos y en nuestras caras, no tenemos muchas fuerzas para irnos de pubs. Decidimos poner rumbo al hotel. Decidimos reservar por internet el ferry para el día siguiente para visitar una de las Islas Aran (Inishmore).
Antes de apagar la luz, una consulta al pronóstico meteorológico mientras cruzamos los dedos diciendo… sol, sol, sol…
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