Aunque el primer día de viaje cogimos el coche en el aeropuerto de Bérgamo, consultamos con la compañía de alquiler si tenía algún coste adicional devolverlo en Milán y, en esta ocasión, no lo había. Así que, aquella mañana, cuando amanecimos en Verona, cerramos maletas, desayunamos exactamente igual que el día anterior y cogimos el coche con la intención de llevar a cabo nuestros planes.
Pagamos el aparcamiento, nos cobraron dos días completos, 14 euros. No era caro. Y comenzamos la ruta hacia Milán, unas dos horas de viaje nos separaban. Por la carretera íbamos dejando a un lado salidas de lugares en los que ya habíamos estado. La salida hacia Peschiera di Garda, para adentrarse en el Lago di Garda estaba totalmente colapsada, pobrecillos. Nosotros ya sabíamos lo que era eso.
Viajamos por autopista, el trayecto supuso 11,30 euros de peaje, y a las 11 de la mañana entrábamos en Milán. No íbamos mal de tiempo y aún teníamos margen, si no nos entreteníamos demasiado, para pasar primero por el hotel a ver si con suerte podíamos dejar las maletas, aunque no estuviera la habitación, y luego dejar el coche. De esa manera desde la oficina no tendríamos que ir cargando con el equipaje y podríamos empezar a conocer la capital de la moda lo antes posible.
Nuestro alojamiento estaba situado en el barrio del Navigli de Milán. Elegimos esta ubicación buscando un poco de ambiente por la noche. Se trata de la zona de los canales de la que hablaremos un poco más adelante.
Al entrar en Milán con el coche, e ir atravesándolo, nos encontramos con un paisaje en el que todo estaba cerrado, bares, tiendas. Aquel 16 de agosto Milán parecía colgar un cartel en el que pusiera “ciudad cerrada por vacaciones”. Aprovechamos para llenar el depósito de la gasolina.
Llegamos al hotel, me quedé en el coche para no buscar aparcamiento y el que no escribe con maletas en mano intentó hacer el registro en el hotel. Hubo suerte, la habitación estaba lista. El hotel era el Art Navigli, un 4 estrellas en el barrio antes mencionado, pero metido en una calle muy tranquila. Nos pareció una muy buena elección, la habitación era amplia y cómoda. El mejor de todo el viaje.
En pocos minutos el que no escribe está en el coche y ponemos rumbo a la oficina de Europcar situada cerca de la Estación Central de Milán. Tan solo tardamos unos 15 minutos. Nos toca despedirnos del coche, un vínculo de 1638 km y 34 horas de conducción se ha creado entre nosotros.. Lo más curioso de las cifras, es que tras 14 días el coche nos dice que la velocidad media ha sido de 48 km/h, pura adrenalina. ¡Adiós, gordito! Así nos despedimos (somos unos sentimentales)
A las 12.15 de la mañana estamos comenzando nuestro paseo a pie por la ciudad, vamos camino de la Estación Central, a la que se llega en 5 minutos. Allí nos acercamos a las taquillas para coger algún tipo de ticket de transporte que nos llevará hasta la zona del Duomo de Milán. Una amable trabajadora del suburbano nos recomienda que cojamos una tarjeta cuya duración es de 24 horas por 4,50 euros persona. Nos parece muy razonable, es apta para el Metro y los tranvías.
Y así, en 15 minutos nos plantamos en la Plaza del Duomo de Milán, presidida por la impactante catedral de la ciudad. Una plaza de 17.000 m2 , en el considerado centro de la ciudad.
En ella a parte se encuentra la entrada a las Galerías Victorio Enmanuelle II, en el centro la escultura ecustestre del Rey Victor Manuel y la vida, los comercios, los turistas y la historia son otros de los habitantes del lugar.
Nuestra intención, lo primero era visitar la catedral. Para ello había que acercarse a unas oficinas que había en el lateral del templo, que es una especie de centro de visitantes. Nada más acercarnos aquello recuerda mucho más al INEM. Una fila eterna que da paso al interior, lleno de mostradores, unos cuantos carteles digitales con números y una maquina para sacar un ticket que te asigna turno. Por supuesto, infinitas personas.
No vemos la luz, no recordamos la cantidad de personas que teníamos delante, pero eran muchas. Vemos que hay unas máquinas para poder sacar tú mismo los ticket s de entradas, y que la cola para hacerlo de esta manera es muchísimo menor. Decidido, abandonamos nuestro número y vamos a ello. La entrada que incluye catedral, baptisterio y la subida a los tejados asciende a 16 euros persona.
De ahí fuimos directos a la entrada de la catedral. De nuevo fila e iba lenta, el sol apretaba con todas sus fuerzas y, además, el control de seguridad a las puertas era minucioso. Importante, al igual que comentamos al principio del viaje, para entrar en las iglesias, las camisetas de tirantes, pantalones, faldas y vestidos muy cortos no se considera código de vestimenta apropiado para la visita. Así que lo ideal es llevar algún pañuelo largo, camisetas de manga larga, etc en la mochila para poder adaptarse, o en mi caso, que no llevaba nada de eso, tirar de los pantalones cortos hacia abajo, para que se alargaran todo lo posible. Y funcionó.
En la puerta el control de seguridad estaba en manos de los militares con su traje de camuflaje, metralletas y detectores de metales. Tocaba vaciar bolsas, abrir cajitas sospechosas y lo que surgiera, no pasaban detalle por alto.
La Catedral de Milán no es fresca, pero es preciosa. Solo por ver un templo así merece la pena, al menos una vez en la vida, hacer una parada en Milán. Desde que se puso su primera piedra hasta lo que se considera el final de su construcción pasaron casi 6 siglos. No nos queremos entretener en toda la historia que ha rodeado este monumental edificio porque la entrada se podría ir de las manos, pero desde luego es un imprescindible de Milán.
El marmol negro que cubre el escondido ladrillo, las columnas y sus impresionantes vidrieras no dejan indiferente. Es una de las mayores catedrales católicas del mundo, con una fachada de marmol blanco.
Hay que fijarse en los detalles y, desde luego, en esta ocasión una visita guiada habría sido muy interesante. Sarcófagos, esculturas, detalles arquitectónicos. Habíamos oído hablar de este lugar y, salvo por el calor que hacía en su interior, no nos decepcionó, al contrario.
Nos cruzamos con una escultura en la que es imposible no fijarse. San Bartolomé Desollado, una obra de Marco d'Agrate ante la que uno se queda paralizado al ver aquel ser humano despojado de su piel, que lleva enrollada alrededor de una parte de su cuerpo, y donde se pueden apreciar todos los detalles de la anatomía humana bajo la piel, los músculos, las venas talladas en … ¡marmol! La expresión contribuye aún más a dejar, en el que lo ve, esa sensación que varía entre la perturbación y el alucine.
También visitamos la cripta, con las reliquias de San Carlo de Borromeo.
Aquel día no era posible pasear por el pasillo central del templo, no sabemos si es lo habitual. Y así nos pasamos un rato mirando hacia arriba, hacia abajo y hacia los lados hasta dirigirnos al Baptisterio de San GIovanni alle Fonti, cuya característica principal es su forma octogonal. No se descubrió hasta finales del s. XIX bajo la catedral. Bajar al Baptisterio supuso un alivio, allí, en ese lugar que dicen que probablemente su año de construcción fue entre el año 378-379, hacía fresquito de verdad. Confesamos que en dos ocasiones pegamos los mofletes a las paredes de piedra.
Terminamos la visita y decidimos dejarnos la subida a la terraza (tejados) de la catedral para el momento en el que la tarde comenzara a caer, los motivos principales eran dos, mejorar la temperatura y mejorar la luz para poder disfrutar de las vistas.
Así que desde ahí, con muchísimo calor, nos acercamos directamente al Mercato del Duomo, que estaba al lado. Eran las 15.00 horas, un poco tarde, no era momento de dar muchas vueltas. El Mercado del Duomo es un espacio gastronómico que se divide en varias plantas y ofrece diferentes propuestas, tiene un bistró, tiene un restaurante y diferentes mostradores en los que ofrecen alternativas variadas. Compras y luego te lo puedes tomar en cualquier espacio disponible, y habilitado, en cualquiera de las plantas. Un concepto que nos puede recordar, salvando las distancias al Mercado de San Ildefonso de Madrid, en un momento dado. Y que actualmente en España también encontramos. Ya os decimos que lo elegimos por proximidad y, de hecho, aquel día no elegimos muy bien. Dos bocadillo variados, piña cortada, dos coca colas, y dos cafés. Unos 22 euros. Pero se estaba fresquito. Por si alguno paráis por allí comentaros que sí tenéis ganas de ir al baño el precio en este lugar es de 0,50 céntimos, pero si luego consumes algo en el lugar te los descuentan de tu consumición. Esto sí que no lo habíamos visto nunca.
Aquel día el cansancio que arrastrábamos del viaje estaba pasando factura casi desde que empezamos por la mañana. Se notaba que llevábamos un buen tute y, por supuesto, el calor no ayudaba. Tras descansar un rato en el mercado, nos volvemos a echar a la calle.
Vamos a entrar en las Galerías Vittorio Enmanuelle II. Estas galerías comerciales tan espectaculares conectan la Plaza del Duomo con la de la Scala, algo de lo que no seríamos conscientes hasta el día siguiente, por cierto.
Las galerías, de techos acristalados y hierro fundido, con las fachadas de los edificios y los escaparates de las tiendas de moda, conforman un espacio comercial de gran belleza, que aquel día, hacía un poco el efecto invernadero, aunque se estaba mejor que en la calle. El centro es octogonal. En ese punto se puede encontrar un mosaico, con la ilustración de un toro y que tiene un hueco en el que cabe el talón. Dicen que hay meter el talón dentor y, aquí vienen diferentes teorías, dar una vuelta con los ojos cerrados, o dar tres vueltas sobre sí mismo, para volver a la ciudad. Pues para allá que vamos, a dar nuestras vueltas. Nosotros optamos por la opción de dar tres vueltas, era una forma de abarcar las dos posibilidades, aunque creo que cerrar, no cerramos los ojos. ¿No nos digáis que la hemos liado?
Desde allí ponemos rumbo al cuadrilátero de la moda, que estamos en Milán. Está ubicado en la zona centro de Milán y abarca el espacio comprendido entre Via Montenapoleone, Via della Spiga, Via Alessandro Manzoni, y Via Sant’Andrea. Nosotros llegamos hasta allí por la Vía Corso Venezia.
Esta última calle es una vía ancha que aquel día no tenía demasiada gente y fue el anticipo de lo que nos encontramos cuando comenzamos a callejear. El cuadrilátero lo conforman calles peatonales llenas de escaparates de tiendas de alta costura la mayoría. Pero aquel día, en el que Milán estaba de vacaciones, muchos de ellos se encontraban tapados y el 90% de las tiendas cerradas. ¡Menuda decepción! Es una zona bonita, pero claro, una zona comercial cerrada pierde bastante…
Así, durante un rato más, dejamos que sea nuestro instinto el que nos diga por qué calles meternos y vamos saboreando un poco más de la ciudad.
Con la tarde avanzada y la luz del sol en decadencia decidimos que es el momento de subir a la terraza del duomo. Nos toca esperar un poquito y pasar, de nuevo, un exhaustivo control de seguridad militar.
Subir a la terraza del Duomo es otro de los imprescindibles en Milán. El paseo por sus tejados, rodeados de sus infinitas agujas, coronadas por esculturas y su multitud de gárgolas, que ayudan a desaguar cuando llueve, es una experiencia genial.
A parte, por supuesto, las vistas que desde allí se obtienen, donde ves a la gente como si fueran pequeños bichillos y los edificios como si fueran gigantes a su lado, merece muchísimo la pena.
Lástima que, como casi siempre cuando viajamos, algunos andamios se colaron en nuestra visita.
Estuvimos un buen rato arriba, nos sentamos, hicimos fotos, miramos… Justo hasta el momento en el que dieron el aviso por megafonía que anunciaba el cierre, las 18.30 horas.
Al llegar de nuevo a la plaza, parecía que todos los milaneses y turistas habían salido de sus cuevas y se disponían a disfrutar de la ausencia de sol. La luz del atardecer estaba preciosa y nos quedamos un rato por la plaza, haciendo fotos y dejándonos llevar por el ambiente. Tan emocionados estábamos que vienen a vendernos unas pulseritas de estas de la suerte, bueno, vienen directamente a mí, con las típicas pregunta del tipo, de dónde eres, “esto es un regalo…”
El típico cordoncito de hilos de colores que se supone que te atan y tienes que llevar hasta que se caiga. Cuando el que no escribe se aproxima, le colocan otra a él. Otro regalito, se supone. Bueno los regalitos al final son dos euros y 7 meses después siguen en nuestras muñecas sin un mínimo atisbo de querer deshacerse nunca.
Estábamos exhaustos, pero el día no terminaba. Decidimos que es un buen momento para coger el tranvía 3 que nos llevaría al Navigli, el barrio en el que tenemos el alojamiento y goza de muy buena fama en cuanto a ambiente se refiere. Aunque sí por algo es conocido es por sus canales.
En Milán se crearon unos canales artificiales para poder comunicar la ciudad con el mar. En el s. XII nació la idea, solo que los resultados no fueron muy satisfactorios, aunque hicieron su función. Fue en el s. XVI cuando Leonardo Da VInci metió baza para para mejorar la red de canalización, llegando a llevarla hasta zonas como el Lago Como. Por los antiguos canales llegó piedra para construir el Duomo, y siglos después, entre otras cosas, también llegó papel para imprimir sus periódicos.
A principios del s. XX, cuando otros medios de transporte ya estaban en auge, la mayoría de los canales que pertenecían a la red se hicieron desaparecer, pero hoy en día en lo que se conoce como la Dársena se unen dos de los canales que se han dejado, el Canal Grande y el Canal Pavese. Y a ellos llegamos cuando de verdad se pronunciaba el atardecer.
El último domingo de cada mes, en el Navigli se celebra el Mercado de Antigüedades de Milán. Pero aquel día no era domingo, ni tampoco el último de mes, eso sí, aunque la ciudad desde a la que llegamos aquel día, salvo en momentos concretos, parecía dormida, en el Navigli parecían estar todos. A los márgenes del canal terrazas y terrazas, muchísima gente tomanto el conocido “aperitivi”, refrescos, Spritz, música, gente… ¡mosquitos!
El cansancio se ve apaciguado por el buen ambiente, también por el pensamiento de que el viaje estaba tocando a su fin, pero aún nos quedaba esa última noche en Italia, y una mañana al día siguiente.
Al azar elegimos una de la terrazas que encontramos en el paseo a lo largo del canal, tenía una mesa chiquitita libre, no lo dudamos, era para nosotros.
Aquella tarde descubrimos una tendencia en muchos de los bares de allí, eliges tu bebida y puedes entrar dentro a servirte lo que quieras para acompañarla (sí, el Aperitivi). Un buffet libre y variado con cosas tan diversas como palomitas y pizza, o verduras, perritos, ensaladas, dulces. Un remix de combinaciones que parecían imposibles, pero abarcaban muchos gustos. La carta de bebida además propone diferentes tipos de Spritz, además del clásico que disfrutamos en Venecia. Nos quedamos, Martini rosato con prosecco para el que no escribe, y Spritz de fresa para mí. El precio persona es 11 euros y, a pesar de tener un mundo de posibilidades para comer, estábamos tan cansados y habíamos pasado tanto calor que lo que más triunfó en nuestra mesa eran las raciones de sandía. ¡Quien nos ha visto y quién nos ve, a los amantes de los callos madrileños!
¡Qué gozada y qué buen final de día! Después de un buen rato allí ponemos rumbo al hotel, caminando, con la noche ya cerrada por el barrio. Apenas estaba a unos minutos y resulta un grato paseo
Al entrar al hotel nos espera otra sorpresa, nos dicen que estamos invitados al “aperitivi”, (otro), pero como llegamos un poco tarde queda poco que comer y nuestras ganas aún son menores. Ahora, el camarero del hotel resulta ser encantador y motivadísimo a practicar su español con nosotros, nos ofrece prepararnos un cocktail por cuenta de ese aperitivi que no tomamos. El que no escribe se apunta al Prossecco, para no mezclar. Y yo, para continuar con la línea sana, pido uno sin alcohol que resulta ser una combinación de zumos de frutas muy refrescante.
El hotel tiene una terraza con hamacas y sillas en la azotea. No había nadie, cogemos una tumbona para cada uno y ponemos las piernas en alto. Las pobres, entre unos días y otros, están en ese punto en el que ya no recuperan.
Maravilloso final de día. Teníamos que disfrutarlo, aún sabiendo que abajo nos esperaban unas maletas que había que hacer a conciencia. Maletas que habían sido abiertas y cerradas muchísimas veces, ropa que había pasado de una a otra, un montón de utensilios auxiliares, etc. En ese momento nos daba igual, alargamos la estancia en la terraza todo lo que pudimos.
Eso sí, antes de irnos al día siguiente, porque el avión salía a las 21.00 de la noche, teníamos planes, varios planes más para Milán y para no dejar que Italia se nos escapara de las manos.
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