Entre todas esas características, una tiene especial fuerza en su función de debilitar el impulso efectivo de estos movimientos sociales, la palabra tabú de nuestro nuevo siglo, la palabra del horror y la ilusión, a saber: la ideología. La ideología tuvo un éxito fulminante a la hora de inyectar la vehemencia necesaria para cambiar el status quo, siempre con esa doble arista en la que emancipación y violencia se daban la mano, sin solución de continuidad. La fuerza obsoleta pero latente del dinosaurio marxista no tiene función alguna en el nuevo escenario. La potencia de las vanguardias- por ejemplo- aún con su duplicidad y ambigüedad metafísica, apuntaban a la utilización de la violencia en caso extremo, y así se comprende que no hay Dada sin violencia, no hay futurismo sin violencia y, en última instancia, tampoco hay promesa de Revolución. Mas aquí la revolución está atemperada por su negativa a utilizar la violencia como medio de cambio.
La ideología tuvo éxito y conformó el cerebro conceptual del hombre del siglo XX, debido principalmente a estos dos puntales: su efectividad inmediata a través de la violencia y la apelación al corazón ingenuo y eterno del hombre. La creencia en la posibilidad de una síntesis final donde el Bien prevalecía sobre el Mal, no es solo patrimonio de las grandes religiones, pasando por la ortodoxia judía y cabalística, sino que también se halla en los pensadores de todos tiempos, desde Platón hasta Marx, y entre ellos, la guillotina despedazadora de Robespierre y Saint-Just. La ideología ofrecía el elemento salvífico que ha definido desde siempre la búsqueda metafísica del hombre a lo largo de su historia. Mas la última ideología exitosa, el marxismo, aplicaba a los milenarios deseos del espíritu la lógica dialéctica de la historia, y por fin pudo fundamentar científicamente lo que de otro modo era un anhelo sentimental, romántico o insustancial, sembrado a lo largo de los siglos por todo tipo de religión y oscurantismo.
Pero finalmente quien habló no fue Marx, sino la Historia. Y con ella, su disolución. Althusser, Foucault y el marxismo francés, que ya no creía en el sujeto pues había despertado al horror del totalitarismo, terminaron por hacer el resto. Se aprendió la lección, pero con ello, se instaló la más poderosa de todas las ideologías conocidas hasta el instante: la imposibilidad de toda ideología. Mas si es cierto que filosóficamente la ideología estaba acabada, inmersa en las ruinas del siglo XX y caduca ante la nueva actitud de la postmodernidad, ello no implica que el curso de los acontecimientos económicos no siguiera su lógica. Apenas cumplidos veinte años después de la caída del muro, se comienzan a discernir los estragos del último bastión del capitalismo: su radicalización nihilista.
Radicalización que poco a poco va teniendo sus consecuencias: ahogamiento del poder político en manos del sistema económico, progresiva distanciación entre el ciudadano y los “expertos” o decididores, insostenibilidad del concepto tradicional de democracia y crisis económica globalizada. En un mundo en el que las instituciones tradicionales -iglesia, sindicato, partido, familia- no pueden aportar el fundamento ausente, el individuo se desgarra entre su necesidad de trascendencia y su atomización sistemática y organizada. Absuelto el líder intelectual de su responsabilidad política, el catedrático al servicio del estado e inmerso en su burbuja académica se esconde de su obligación. Mientras una masa descabezada apuntala aquí y allí algunos sectores de ese sistema omnipotente que se le escapa de las manos, de forma desordenada y sin recursos, la clase política y económica continúa su andadura en un sistema ya absolutamente incontrolado. Finalmente, a ese pueblo desorientado y sin propósito, que no obstante tiene razones de peso para protestar ante el anarcocapitalismo mundial, se le quita el cerebro -el intelectual y la ideología- y también el cuerpo- el brazo de la violencia, que en última instancia, nunca falla.
En estas condiciones el panorama se presenta muy sombrío. Si tuviéramos a nuestra disposición la opinión de artistas visionarios como Rimbaud, Grosz o Soutine, quizás ellos dibujarían un cuadro similar al que hicieron en su tiempo. Nos vienen inevitablemente a la cabeza, las profecías apocalípticas de Adorno o Benjamin sobre la tiranía de la sociedad administrada en el capitalismo tardío. Pero nadie quiere alzar la voz, aunque eso sea precisamente lo que parezca suceder. Nadie quiere hacerse cargo de una situación que no deja visibilidad teórica alguna. Una cosa es urgente: que la propuesta del pueblo adquiera fuerza, sobretodo antes de que deje de ser pueblo. Una cosa es imposible: que se haga mediante medios pacíficos y sin ideología. En semejante embate, las actitudes optimistas son cuanto menos cuestionables.
¿Quién sabe? Si no se forma un cuerpo social y político fundamentado, el futuro será de la anarquía por barriadas y el populismo de los guettos, una población- que no pueblo- disperso y desesperado, incomunicado, dejado de toda esperanza posible, y separado definitivamente a través del muro-conceptual o material- de la clase gobernante, que seguirá rapìñando lo que pueda hasta que el sistema- al que ya no queda mucho- reviente. Y entonces si que será el momento de volver a escribir la Historia. Pero entonces quizás ya sea demasiado tarde para hacerlo, o simplemente inútil.