Mis brazos, arrugados y empequeñecidos, como dos ramas sin fuerza, fueron los siguientes que salieron a la luz. Las manos, encerradas en un puño, conservaban el calor del interior de mi reino. Extendí un par de dedos, buscando el interruptor de la luz para apagarla.
Finalmente percibí entre nieblas figuras extrañas y enormes. Estiré mi pie todo lo que pude, luego el otro. Mi cabeza se mantenía enderezada. Fui recorriendo palmo a palmo el lugar hasta encontrar lo que buscaba.
Estaba sobre ella, caliente y llorando emocionada, le cogí un dedo, se lo apreté para tranquilizarla, mientras yo comenzaba a respirar en este nuevo mundo de luz.