...las muchachas iban delante, vestidas y engalanadas a la usanza del país, con camisas de lino blanco, como las pastoras...
Fernando I de Habsburgo ( Alcalá de Henares, 10 de marzo de 1503 - Viena, 27 de julio de 1564) fue infante de España, archiduque de Austria, rey de Hungría y Bohemia y, a partir de 1558, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Era hijo de Felipe el Hermoso y de Juana I de Castilla y, por lo tanto, hermano de Carlos I de España.
Nació en el palacio arzobispal de Alcalá de Henares el 10 de marzo de 1503. Era el nieto preferido de Fernando el Católico, y fue educado a la española por su abuelo; en un principio fue investido como regente, en un testamento dado en 1512, hasta la llegada de Carlos a España, pero el anciano rey lo revocó antes de morir favoreciendo a su hermano Carlos, educado en Flandes.
Hasta la muerte de su abuelo, el emperador Maximiliano I, estuvo relegado políticamente. En 1518 fue enviado a Flandes por los consejeros de Carlos I, con el ánimo de alejarlo de sus numerosos partidarios, que lo consideraban, por su educación española, como el auténtico príncipe nacional. Y a Flandes partió desde nuestra ciudad, Santander, y las crónicas lo cuentan así:
En ese tercer día de mayo, en que el señor don Fernando llegó a la ciudad y puerto de Santander, los señores y habitantes hicieron lo mejor que pudieron para adornar y engalanar las casas por donde tenía que pasar, con colgaduras y ramos verdes. Luego, cuando les informaron de que llegaba por agua, los señores y las gentes de pro de la ciudad salieron a su encuentro en pinazas y barquillas mostrando que se alegraban de su llegada. Pero cuando tuvo que partir, Dios sabe que fue a pesar de ellos, mas no osaron contradecirlo, a causa de que era por orden del Rey. Así, pues, cuando mi dicho señor estuvo tan cerca de la ciudad que le podían distinguir de lejos, entonces, los barcos grandes que estaban en el puerto, por la gozosa llegada, descargaron la artillería, haciendo tanto ruido que el aire retumbaba. Se reconocía de lejos el barco por las banderas que en él había ondulando al viento y por estar todo alrededor engalanado con verdes ramos. Luego, cuando estuvo tan cerca del puerto que su barco ya no tenía agua, los hidalgos -que son los nobles de la ciudad- tan calzados y vestidos como estaban, entraron en el agua más allá de las rodillas, para ir a hacer la reverencia a mi dicho Señor. Después, hasta una media docena lo tomaron y llevaron en brazos hasta tierra seca, que estaba muy cerca de la puerta, a unas tres o cuatro zancadas aproximadamente, donde le esperaba su mula, que había llegado por tierra la tarde anterior con la caballería. De allí fue a pasar a través de la ciudad y del mercado acompañado de varios grandes dignatarios y mucha gente principal. Entonces las muchachas iban delante, vestidas y engalanadas a la usanza del país, con camisas de lino blanco, como las pastoras, y le acompañaron hasta su casa cantando y tocando sus panderos y castañuelas. Así, pues, mientras que mi dicho Señor permaneció en aquel lugar, todos los días se iba a oír misa, fuera de su casa si el tiempo no era demasiado rudo, unas veces a la iglesia mayor y otras al convento de los mínimos o a los otros lugares de devoción que allí hay. Por la tarde buscaba su distracción, unas veces yendo a pasearse por el agua, a fuerza de remos, hasta la embocadura de la gran mar, a saber, una buena legua de agua; otras veces pasaba el agua y se iba a cazar o lanzar sus aves de cetrería, y otras se ponía a pescar y coger peces. Así tomaba su solaz, según a lo que el tiempo era propicio, no estando nunca ocioso. Y aunque mi dicho señor tuviese cerca de sí a los antiguos servidores, el señor de Roeux le hacía poco a poco servir por los nuevos, gentes de nuestra lengua, y condimentar las comidas al estilo de Flandes, encontrándola así mejor que sazonada a la manera de allí.