16. En el súper

Publicado el 25 marzo 2021 por Cabronidas @CabronidasXXI

    Desde que nos han obligado a levantar el pie del freno mandándonos a currar, he notado ciertos cambios en mi entorno social. Ayer fui a comprar al Aldi a la hora de siempre —cuando hay menos gente— y estaba más concurrido de lo habitual. También constaté que se ha reducido la compra compulsiva de papel del culo y que todos los allí presentes, salvo yo, llevaban mascarilla. A medida que me adentraba en el súper, no sin antes enfundarme los obligatorios guantes de bolsa, he notado sus miradas inquisitorias como diciendo: «Ese hijoputa nos va a empestar».

    Pero yo, que cuando la ocasión lo requiere tengo más cara que El monte Rushmore, he iniciado mis compras obviando los alarmados semblantes de aquella turba paranoide. Todo trascurría con normalidad hasta que he sentido un hormigueo en el colodrillo. La causante era una anciana de baja estatura que me estaba sometiendo a un intranquilizador escrutinio. Aquella criatura enjuta y quebradiza de ropaje intemporal, carro en mano y a prudente distancia, me seguía a todas las putas secciones del súper clavándome su amenazante mirada de trasgo cabrón.

    Debido a mi creciente inquietud, decido plantarle cara iniciando así un duelo de miradas que ni Clint Eastwood. Ella reafirma su compostura sin pestañear, abriendo sus arrugadas manitas y reapretando con renovado vigor la barra de empuje del carro, con una mueca que presiento resolutiva tras su mascarilla. De puro acojone abro mucho los ojos. Los de ella se estrechan hasta parecer dos puñaladas en un tomate. El choque de voluntades se eterniza más que un partido de Oliver y Benji. «¡Joder, esta vieja no es normal!», me digo. De pronto avanza hacia mí hasta recortar la distancia a dos metros. Mi corazón está desbocado. Con una mano temblorosa, la anciana aparta su mascarilla descubriendo un rostro más arrugado que una bolsa de té usada. Mi ojete se contrae de tal modo que ni el virus que nos asola podría entrar. La anciana echa la cabeza ligeramente atrás sin apartar su mirada, al tiempo que levanta el brazo señalándome con el índice. «¡Ya verás ahora!«, pienso, «¡se pondrá a gritar como en esa puta peli de La invasión de los ultracuerpos (1978), hostia puta! ¡Y todo por no llevar mascarilla, joder!».

    Pero la anciana, con una voz comedida preñada de afecto y buenas maneras, me pregunta que si las botellas de plástico que señala tras de mí son las de enjuague bucal. Como es corta de vista y encima estoy en medio, no lo ve del todo claro. Entonces comprendo que tiene que higienizar diariamente su dentadura postiza, que rivaliza en perfección con la de La máscara (1994). Le contesto que sí y al tiempo que me aparto y me voy yendo, me da las gracias y me dice que haga el favor de ponerme la mascarilla, que no está la cosa como para ir haciendo el gilipollas.