La expulsión de los moriscos fue una operación ordenada por Felipe III y que se llevó a cabo de forma escalonada. Primero fueron los de Valencia, luego los de Extremadura, Andalucía, las dos Castillas, Aragón, Murcia…
Alonso Álvarez, así te viniste a llamar tras el bautizo obligado, así te lo impuso tu padrino, Hernando Pellizo, un cristiano viejo del lugar; pero en tu círculo íntimo te hacías llamar Alí Al Baari… Naciste en Qalat al Ayyub. Tus padres y tus abuelos también vieron la luz primera en esa espléndida localidad aragonesa. Ellos eran conocidos como “mestres”, sobrenombre o alias para identificar a los “maestros- artesanos” que en el caso de tu familia se dedicaban a la fabricación de cántaros de barro, oficio que se fue transmitiendo de padres a hijos, últimamente en decadencia entre los de tu generación por el mayor desarrollo del trabajo en las huertas. Fuiste una de las sesenta mil personas que entre junio y septiembre de 1610 tuvisteis que abandonarlo todo y marchar al destierro. Antes que vosotros hubo otros muchos de otras tierras que también fueron obligados a irse. Toda tu vida fue el trabajo. Nunca hiciste mal a nadie. Pero alguien ha de pagar por las torpezas ajenas. Os eligieron a vosotros porque tras las derrotas en Flandes había que servir buena carnaza a los españoles con una victoria fácil pero jugosa. Ya sabes, al populacho hay que contentarlo, apaciguarlo… La envidia es muy mala consejera. También la ignorancia, el miedo, la superstición… Bulos que circulaban sin ningún fundamento, como que estabais confabulados con los turcos o que envenenabais los pozos o que os hacíais médicos para matar a los pacientes cristianos. Una barbaridad y una mentira. Pero con ello el valido del rey vio el cielo abierto para matar dos pájaros de un tiro: tranquilizar al personal, darle su ración de carroña y de paso forrarse el bolsillo con las propiedades ajenas. Y eso que los tuyos hacían considerables esfuerzos para parecer devotos ante los ojos de los cristianos viejos y, como les pasó en su día a los judíos, no ser calificados de “marranos”, o sea de fingir ser cristianos y seguir en la clandestinidad practicando su antigua fe. Muchos incluso hacían ostentación en lugar bien visible de su “mesa de matanza” para mostrar a todo el mundo que en esas casas se comía carne de cerdo. Pero sirvió de poco. Hacía falta buscar un chivo expiatorio. Y lo encontraron. Algunos caldearon el ambiente con declaraciones incendiarias nada cristianas ni piadosas. Jaime Bleda, el inquisidor de Valencia, era partidario de una masacre colectiva o, en su defecto, de una expulsión total. Propuso vender 50.000 moriscos a las Indias a 400 escudos cada uno, como suelen venderse los negros, lo que redundaría en beneficio de las arcas reales y aliviaría “pechos y alcabalas”. O si no “quitar la vida a los mayores y confiscar las haziendas y que todo lo que se dize para entretener y alargar es sophistería de los defensores, con que procuran de llevar engañados a los ministros reales muchos años ha”. (1)
Fragmento de un capítulo de "En la frontera"
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