Habiendo estado allí una semana, el lunes partimos con un número de casi sesenta mulas (el miércoles anterior ya se habían ido todos nuestros carruajes). Cuando hubimos montado, cada hombre sobre una capa, al picar las espuelas, las bestias en lugar de ir hacia adelante coceaban hacia atrás, quedándose paradas como piedras hasta que el trebejo las hizo ir hacia adelante, y entonces todo lo que hicieron fue andar. Marchamos en este séquito deseando que nuestros amigos en Inglaterra pudieran habernos visto en tal situación. Así viajamos a paso de arriero y, hacia la una del mediodía, llegamos a un desperdigado pueblo llamado el Vallo de Toraco (Valle de Toranzo ), donde hicimos alto para tomar un refrigerio. Todo el camino que anduvimos esa mañana fue montañoso y escarpado. No vimos ciudad alguna, sólo algunos pueblos desperdigados al fondo de los valles con toda la parte llana sembrada de cereal y en las tierras colindantes tenían sus viñedos, todos plantados de uva roja con la que fabrican un vino que
se llama tinto. Sus frutas y cereales no estaban más adelantados que los nuestros en Inglaterra. Cuando llegó el momento de comer en este lugar de parada, en vez de una mesa preparada nos encontramos un tablón con unos
pocos huevos y medio cabrito sobre el fuego, allí colgado hasta que se achicharró. No había ni manteles ni servilletas. Tal fue la provisión que tuvimos de este lugar, a pesar de que habían contado con una quincena para preparar nuestra llegada.
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