Oí consignas nacionalistas —nuestras consignas— que me desconcertaron porque no imaginaba que hubieran llegado hasta ellos: “¡Patria sí; colonia no!”, “¡La Argentina para los argentinos!”.Ví episodios entre dramáticos y risueños. Frente al edificio, donde estaba entonces el Club del Progreso, en Avenida de Mayo al 600, un señor de edad, trajeado a la antigua, de galera, cuello palomita y chaleco (seguramente un socio de la institución), apoyado en su bastón, con las dos manos atrás, contemplaba el curioso espectáculo.Uno de los descamisados que marchaba por la vereda dio un golpe con el pie al bastón haciendo caer al anciano. Este se levantó y dio un bastonazo en la cabeza al insolente, que cayó al suelo. Los manifestantes de la calle, al ver a su compañero caído, corrieron hacia él, produciendo un desparramo. El caballero de la galera y el bastón no escapó: esgrimiendo su palo esperó la acometida. Yo, y supongo que todos, lo dimos por muerto.Los descamisados llegaron hasta el caído, lo ayudaron a levantarse: “¡No te hemos dicho que hay que andar con cultura, caracho!… ¡Discúlpelo, señor!”.Comprendí que esa gente de bromas infantiles y procederes hidalgos, que se burlaba de lo ridículo, pero respetaba lo respetable, que atravesaba el Riachuelo a nado, que venía de los más apartados arrabales para jugarse por un amigo, era mi gente; sentía la vida como yo, tenía mis valores, no se manejaba por palabras, sino por realidades; era el pueblo, mi pueblo, el pueblo argentino, el pueblo de la revolución de los restauradores, de las invasiones inglesas y las jornadas de 1810, el pueblo de la noche del 5 al 6 de abril de 1811; el pueblo tantas veces mencionado en los programas de los partidos políticos y en los editoriales de los diarios con frases de retórica. No era una entelequia: era algo real y vivo. Comprendí dónde estaba el nacionalismo. Me vi multiplicado en mil caras; sentí la inmensa alegría de saber que no estaba solo, que éramos muchos.Compartí su alegría, comprendí que mi lugar estaba con ellos. Algunas cosas me habían alejado de Perón, pero eran minucias ante esa inmensa realidad; cosas accidentales que no podía anteponer a lo esencial.Lo importante era que el pueblo siguiera a Perón como a los grandes caudillos de otros tiempos; que Perón tuviera los mismos enemigos de los caudillos, pagados de palabras, o intereses, incapaces de sentir el latido de lo grande. Comprendí que la voz del pueblo era la voz de Dios, que el pueblo ama y los enemigos del pueblo odian; porque Dios se hizo hombre entre los humildes y se rodeó de humildes para predicar la verdad. En el pueblo estaba la verdad, no en el mundo de las apariencias y frivolidades.Más allá lo vi a Jauretche, impresionado por el espectáculo, pero algo apesadumbrado: “Estos sienten como nosotros, piensan como nosotros, pero ninguno nos conoce; si fueran enemigos ya nos hubieran apaleado”.Formamos un grupo de nacionalistas y forjistas junto a las arcadas del Cabildo. En ese mismo lugar, ciento treinta y cuatro años antes, los orilleros de la noche del 5 al 6 de abril vinieron a darle sentido nacional a la revolución que los doctores no sabían conducir.“El subsuelo de la patria sublevado”, lo definiría con acierto Raúl Scalabrini. No hay rencor en ellos —observaría Leopoldo Marechal—, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder”. Pero no todos sentían ese latido de patria como nosotros.“¡Es un carnaval!”, lo define alguno ante las protestas de Marechal, para quien a la Patria debía amar en esas caras concretas y no en figuras literarias. “Si fuera un carnaval sería triste, como son nuestros carnavales; pero esto es alegre, es otra cosa”, corregirá, creo, Jauretche. “¿Quién lo habrá organizado? ¿Evita, Mercante, el capitán Russo, la CGT…?”, preguntó otro. “Sólo un genio pudo haberlo hecho, por eso creo que no lo organizó nadie”.No nos pusimos de acuerdo. Y desde ese momento hubo nacionalistas y forjistas de un lado, y nacionalistas y forjistas del otro. Todos con idéntica sinceridad. Quienes sentimos al pueblo esa noche del 17 de Octubre de 1945, y quienes lo despreciaron desde el mundo perfecto de las apariencias.
Oí consignas nacionalistas —nuestras consignas— que me desconcertaron porque no imaginaba que hubieran llegado hasta ellos: “¡Patria sí; colonia no!”, “¡La Argentina para los argentinos!”.Ví episodios entre dramáticos y risueños. Frente al edificio, donde estaba entonces el Club del Progreso, en Avenida de Mayo al 600, un señor de edad, trajeado a la antigua, de galera, cuello palomita y chaleco (seguramente un socio de la institución), apoyado en su bastón, con las dos manos atrás, contemplaba el curioso espectáculo.Uno de los descamisados que marchaba por la vereda dio un golpe con el pie al bastón haciendo caer al anciano. Este se levantó y dio un bastonazo en la cabeza al insolente, que cayó al suelo. Los manifestantes de la calle, al ver a su compañero caído, corrieron hacia él, produciendo un desparramo. El caballero de la galera y el bastón no escapó: esgrimiendo su palo esperó la acometida. Yo, y supongo que todos, lo dimos por muerto.Los descamisados llegaron hasta el caído, lo ayudaron a levantarse: “¡No te hemos dicho que hay que andar con cultura, caracho!… ¡Discúlpelo, señor!”.Comprendí que esa gente de bromas infantiles y procederes hidalgos, que se burlaba de lo ridículo, pero respetaba lo respetable, que atravesaba el Riachuelo a nado, que venía de los más apartados arrabales para jugarse por un amigo, era mi gente; sentía la vida como yo, tenía mis valores, no se manejaba por palabras, sino por realidades; era el pueblo, mi pueblo, el pueblo argentino, el pueblo de la revolución de los restauradores, de las invasiones inglesas y las jornadas de 1810, el pueblo de la noche del 5 al 6 de abril de 1811; el pueblo tantas veces mencionado en los programas de los partidos políticos y en los editoriales de los diarios con frases de retórica. No era una entelequia: era algo real y vivo. Comprendí dónde estaba el nacionalismo. Me vi multiplicado en mil caras; sentí la inmensa alegría de saber que no estaba solo, que éramos muchos.Compartí su alegría, comprendí que mi lugar estaba con ellos. Algunas cosas me habían alejado de Perón, pero eran minucias ante esa inmensa realidad; cosas accidentales que no podía anteponer a lo esencial.Lo importante era que el pueblo siguiera a Perón como a los grandes caudillos de otros tiempos; que Perón tuviera los mismos enemigos de los caudillos, pagados de palabras, o intereses, incapaces de sentir el latido de lo grande. Comprendí que la voz del pueblo era la voz de Dios, que el pueblo ama y los enemigos del pueblo odian; porque Dios se hizo hombre entre los humildes y se rodeó de humildes para predicar la verdad. En el pueblo estaba la verdad, no en el mundo de las apariencias y frivolidades.Más allá lo vi a Jauretche, impresionado por el espectáculo, pero algo apesadumbrado: “Estos sienten como nosotros, piensan como nosotros, pero ninguno nos conoce; si fueran enemigos ya nos hubieran apaleado”.Formamos un grupo de nacionalistas y forjistas junto a las arcadas del Cabildo. En ese mismo lugar, ciento treinta y cuatro años antes, los orilleros de la noche del 5 al 6 de abril vinieron a darle sentido nacional a la revolución que los doctores no sabían conducir.“El subsuelo de la patria sublevado”, lo definiría con acierto Raúl Scalabrini. No hay rencor en ellos —observaría Leopoldo Marechal—, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder”. Pero no todos sentían ese latido de patria como nosotros.“¡Es un carnaval!”, lo define alguno ante las protestas de Marechal, para quien a la Patria debía amar en esas caras concretas y no en figuras literarias. “Si fuera un carnaval sería triste, como son nuestros carnavales; pero esto es alegre, es otra cosa”, corregirá, creo, Jauretche. “¿Quién lo habrá organizado? ¿Evita, Mercante, el capitán Russo, la CGT…?”, preguntó otro. “Sólo un genio pudo haberlo hecho, por eso creo que no lo organizó nadie”.No nos pusimos de acuerdo. Y desde ese momento hubo nacionalistas y forjistas de un lado, y nacionalistas y forjistas del otro. Todos con idéntica sinceridad. Quienes sentimos al pueblo esa noche del 17 de Octubre de 1945, y quienes lo despreciaron desde el mundo perfecto de las apariencias.