Este es el día 18 de 365 días de escritura.
Lo siento a él terriblemente lejano, como si aquella historia me la hubiera contado alguien que no conozco, por casualidad, en uno de esos encuentros fortuitos. Vuelvo a una habitación azul donde la televisión desapareció un día, pero no acerté a darme cuenta hasta dos años más tarde. A cierta edad, cuando la palabra hogar es algo relativo y se ha vivido tanto ahí afuera, en selvas de ciudades y metrópolis fluidas, uno ya no considera su habitación un espacio habitable, sino un altar a donde se regresa para sentir otra vez la infancia. Por eso el día de las dos rayas rojas, al anochecer, la tormenta se abre feroz sobre la casa, y todo el pueblo y sobre todo la calle donde vivo se sacuden con el olor del invierno de 1999. Tierra mojada, vuelta a casa bajo el agua desde los juegos recreativos, donde fumábamos nuestros primeros cigarros y nos escondíamos en los baños para darnos besos. Todo estaba por venir. Hemos perdido una inocencia que era límpida y suave. Nos habían enseñado a vivir las películas de la MGM y los libros victorianos, pero nosotros no éramos ninguna de aquellas cosas: te estoy hablando de un pueblo en el valle, donde algunos de los niños, quizá por incongruencias paternas, todavía veían en la figura de Franco la de un dios terrenal que salvó España de la fiebre roja y nos convirtió a todos en soldaditos disciplinados mientras que en las casas, ah, en las casas oscuras se practicaban abortos ilegales, se besaban las mujeres entre ellas, se clamaba por la democracia, por la república, por la monarquía, qué sé yo si aún no había nacido, pero se clamaba por algo bien distinto, quizá por la luz o solo por que los libros de los franceses –que parecían tan modernos por entonces, fumando en la Cinematek- pudieran cruzar la frontera y extasiar ojos, manos, vaginas, y hombros.
Vuelta al valle: no he salido de esta casa en tres días. No he escuchado música de antaño tampoco porque con los años encuentro que la nostalgia es solo un peso que cargo sin ninguna raón. Hemos cocinado, eso sí, las recetas a las que pusimos nuestros nombres, en esa linda sensación de estar creando algo, aunque solo sea por la novedad de echarle ajos picados a las patatas, un poco de vino y de vinagre, a ver qué sale de todo eso. Los muebles de toda la casa me parecen, cada vez que vuelvo, más pequeños. ¿Habré crecido o es solo que me he alejado y la perspectiva cambia? Hay rejas blancas en la ventana y en las noches de verano siempre me sentaba en el alféizar a mirar las estrellas. Todo sigue igual, por lo demás. Los dos años en la ciudad de curvas se han congelado en algún lugar de la memoria, esperando deshilacharse poco a poco con la distancia y la extrañeza de haber dejado todo atrás. Tengo ganas de que ocurra ya ese fenómeno invariable de despojarle a los recuerdos de lo feo y barnizarlos de nostalgia y cosquillas en la tripa, de arrebatarles, en fin, lo cotidiano –las horas muertas, los cepillados de dientes, los días que no salimos de la casa a oscuras, el tedio, el spleen y la desidia, todo al mismo tiempo- y, de algún modo, hacer de ellos una autobiografía de la ciudad atravesada por mí y yo por ella: una historia de un romance simbólico entre la piedra y los pies descalzos.
Mientras, llegan las primeras oleadas de calor: estaremos en Colombia muy pronto, con un único plan: no tener ningún plan. Entonces el rumbo lo decidirán los mosquitos por la noche, las guayabas, los tambores, lo decidirá la salsa y lo decidirán los tintos por la mañana, qué más da, no hay prisa ni pausa, no tenemos dinero y no nos importa.
Yo también digo:
“Y como estoy bien, y no tengo que hacer más que vagar, contemplar la América real con mi irreal corazón, aquí estoy, pronto a ser pinche de cocina, lavaplatos, en el viejo navío, con tal que pueda comprarme mi próxima camisa en una camisería de Hong Kong, ondear mi palo de polo en un viejo bar de Singapur, ir a las carreras de Australia, cualquier cosa, con tal que sea emocionante y me lleve alrededor del mundo.”
Jack Kerouac