Me pregunto qué sucede con las cuentas de correo de los que se han muerto. Qué ocurre con los perfiles de las redes sociales de los que ya no están. Imagino esos miles de rostros vitales, ahora cadavéricos, desvaneciéndose como ecos reverberando en callejones sin salida.
Esas personas, que ya no son gente, sino residuo molecular listo para su descomposición, fueron un día como tú y como yo.
Como tú, ellos también fueron intérpretes en los enigmas de la vida, e hicieron partícipes de ello a muchos otros que, a su vez, respondieron. Como yo, un día abrieron la bandeja de entrada de su correo, de sus perfiles, y sentenciaron que la existencia es terrible, preciosa, calamitosa, corta, increíble, larga, apabullante, indescriptible, desastrosa... Y todas esas revelaciones que sufrimos y disfrutamos desde la frivolidad y la grandilocuencia, cobran diferente significado según hayamos follado o no; según tengamos el estómago vacío o lleno; según llegamos a final de mes o no.
Nada hay más inconstante que la vida. Como tú y como yo.
Me pregunto quién echará cerrojo a sus cuentas. A quién le será concedida la condena, o el privilegio, de poder asomarse a todas esas historias vividas que hay detrás de cada «cuídate, te quiero, nos vemos mañana, pienso en ti, buena suerte, te lo juro...», que ahora son como puñetazos en el aire; como gritos en la nada, engullidos por el olvido como si jamás hubieran existido.