Xente que comprende
Xente que sorprende
Xente que non se vende
Xente
Llegó aquel día.
Día en que un blanquecino techo me robó la intemperie azulada en oscuro,
secuestró las estrellas vibrando sobre la eternidad del mar.
Con mis faros apagados por última vez
dejé nacer dos ríos sobre la tierra extinta
para arrastrar mis fotografías,
albergue de sonrisas.
Como las que secaban sollozos a los niños en las vías
de la ciudad donde dos ancianos besaban su juventud,
recordada por tus candentes ojos en un gélido parque;
en el cual se abrazan un reencuentro la madre y el hijo
que se manifestó con gracejo, codo a codo, con sus amigos,
orquesta de ánimos y cuentos de esa taberna de madera.
Era la era de la sonrisa cómplice en los aeropuertos,
los saludos sinceros de sonrisas en los mercados,
la mano dispuesta a coger otra mano,
la palabra dada sin ser recobrada.
Suspiré y después sonó un batir de remo sobre cuero.
Abrazado por la muerte, aparté la irascible profecía de los sensatos
post-it sempiternos sobre la enfermedad humana.
Yo lo olvidé.
Yo lo recordé.
Yo viví en un lugar con xente.
Xente que siente.