Hay sequía en nuestro mundo. Tanta como en algunos corazones y cerebros, demasiado rotos y descreídos. Hay sequía en nuestra tierra, sí. Tanta como en algunos sexos envejecidos, carentes de pulsión que ya agotaron el deseo. El aire, impregnado de soledad, huele a tormenta y el agua cae en las calles con la solemnidad de los funerales. Los desamparados maldicen en voz baja, el ruido urbano disminuye y muere en los charcos y en los cartones mojados de las aceras.
Llueve y los días son grises y húmedos, propicios para enfermedades y virus de transmisión animal. Los sedientos árboles de la ciudad absorben el preciado elixir, y nosotros dejamos que el petricor se introduzca en nuestras almas como un fresco aliento de vida. La ciudad también necesita el bendito líquido y purificar sus arterias. Tras la lluvia, el día cobra matices distintos. Quizá un tanto ilusorios, pero casi parece que podemos renovar nuestras esperanzas y escapar de nuestra espiral de sinsentido.
Mayo no se está portando del todo mal.
Puede que Gaia aún sienta cierto amor por nosotros.