A los pocos días recibí la notificación de que me habían agregado al famoso grupo de Whatsapp; y ahí empezó la locura. El administrador nos dio la bienvenida a los recién llegados, saludé tímidamente a mis antiguos compañeros y, a partir de ese momento, todo fue sobre ruedas. Efectivamente, aquello era de locos y hubo algún día en el que llegamos a enviar y recibir más de 1.000 mensajes entre textos varios, fotografías nuestras actuales y de hace 25 años, de hijos y sobrinos, de cielos, nubes, amaneceres y atardeceres desde nuestros respectivos lugares de trabajo, e incluso un cartel que el hijo de una de mis compañeras diseñó para la ocasión...
Fueron unas semanas frenéticas, en las que dejabas el teléfono móvil abandonado un rato y a veces se hacía imposible ponerse al día para conseguir leerlo todo; pero fue en aquellos momentos cuando empecé a tener la sensación de que estaba hablando con amigos de toda la vida, compartiendo confidencias como si hubiéramos hablado ayer por última vez. Me sentí tan arropada por todos (qué sensación tan distinta a la que sentía en la época del colegio) que durante esos días decidí que no había ninguna duda: tenía que animarme a estar allí con todos ellos el 29 de noviembre.
Y por fin llegó el día. Quedé para desayunar con una antigua compañera de EGB, porque su marido había estudiado conmigo en el Amorós y habíamos decidido ir juntos; pero estaba tan nerviosa que casi no pude concentrarme en lo que hablamos mientras desayunábamos. Cuando aparcamos en el colegio vimos que llegaban andando dos compañeros, Begoña Barreira y Javier Casallo, los primeros a los que saludé. Y el abrazo que nos dimos Begoña y yo fue tan cariñoso y tan efusivo, que por un instante me sentí completamente idiota por haber dudado de si me encontraría a gusto allí... Después, ya en la puerta del colegio, hubo momentos de saludos, de abrazos, de recordar nombres y ponerles cara, de dirigirnos algunos nuestras primeras palabras (en el instituto éramos muchas clases y algunos no llegamos a coincidir nunca)...
Tras la foto de rigor en la puerta principal del colegio, nos organizamos para ir desde allí al sitio donde habíamos decidido comer. La verdad es que no le prestamos demasiada atención a la comida porque estábamos todos igual de emocionados y se nos pasó el tiempo volando entre charlar con nuestros compañeros de mesa, pasearnos por el local para hablar con unos y con otros, hacernos fotos, repartir los regalos del amigo invisible, acompañado de un póster con nuestras fotos del antes y del ahora... Mi amigo invisible, por cierto, tuvo una puntería enorme porque me regaló una bufanda que por supuesto viajará conmigo a Moscú el próximo mes de enero.
Como colofón, fuimos a tomar algo a uno de los bares cercanos al colegio. Al final hubo problemillas técnicos y el karaoke que varios compañeros habían estado preparando durante semanas no pudo ser, pero lo pasamos genial y de hecho algunos acabaron el encuentro de antiguos alumnos a la mañana del día siguiente...
Me resulta imposible expresar mejor el auténtico torrente de emociones que todos experimentamos el sábado, pero estoy segura de que los que estuvieron allí lo entenderán perfectamente. Muchas gracias, a todos ellos, por haberme hecho pasar un día que no olvidaré jamás, y sobre todo por haberme hecho darme cuenta de que en realidad siempre pertenecí a esta gran familia "amorosiana", aunque me haya costado 25 años sentirlo de verdad, y verlo con mis propios ojos...