Resulta más fácil encontrar maestros para el teatro, lejos del teatro. Por lo general, son aquellos a los que no les interesa el teatro como máquina de reproducción de clichés y convencionalismos. Son ellos quienes encuentran fuentes y vivas corrientes de ríos, que esquivan en su recorrido a las salas de teatro y a la incalculable masa de personas encerrada en ellas cada día, entretenidas con la imitación de cualesquiera mundos. Imitamos, en vez de crear mundos propios, concentrados e, incluso, subordinados, al diálogo con el público y con los afectos, que fluyen escondidos, y que justamente el teatro, mejor que nadie, es capaz de revelar.La mayoría de las veces, encuentro a estos guías en la prosa. Continua y diariamente, pienso en aquellos escritores que hace alrededor de cien años describieron proféticamente, a pesar de su moderación, el crepúsculo de los dioses europeos, que ha sumido a nuestra civilización en una penumbra aún hoy no iluminada. Me refiero a Franz Kafka, a Thomas Mann y a Marcel Proust. Hoy, me gustaría incluir en este grupo de profetas a John Maxwell Coetzee.Su presentimiento compartido sobre el inevitable fin del mundo, no en un sentido planetario, sino del modelo de relaciones interhumanas, el orden social y las revueltas, nos acompaña hoy de forma abrumadora. A nosotros, quienes vivimos después del fin del mundo, testigos de los crímenes y los conflictos que incendian cada vez nuevos territorios, antes incluso de que los omnipresentes medios de comunicación lleguen a difundir la noticia. Incendios que, pese a todo, rápidamente aburren y desaparecen de las páginas de los periódicos. Nos sentimos desamparados, aterrorizados y acechados. Ya no somos capaces de construir torres, y los muros que empecinadamente levantamos, no nos protegen del peligro. Bien al contrario, ellos mismos exigen seguridad y cuidado, consumiendo gran parte de nuestra energía vital. Y ya no tenemos fuerzas para intentar contemplar aquello que está más allá de la valla, detrás del muro. Precisamente, en torno a esa realidad, debería existir el teatro, y es en ella en dónde ha de buscar su fuerza. Asomarse allí, dónde la mirada está prohibida."La leyenda quiere explicar lo inexplicable. Como nacida de lo profundo de la verdad tiene que volver a lo inexplicable." Estas palabras, que Kafka atribuye a la metamorfosis de la leyenda de Prometeo, remiten fuertemente a lo que considero debería ser el teatro. Y es este teatro, cuyo origen está en lo profundo de la verdad y cuyo fin se encuentra en lo inexplicable, el que deseo a todos los trabajadores del teatro, tanto a quienes están encima del escenario, como a quienes lo hacen desde el patio de butacas. Lo deseo de todo corazón.
27 de marzo, día mundial del teatro
Publicado el 27 marzo 2015 por Palacio Del Cine @PalaciodelCine_
Mensaje de Krzysztof Warlikowski en el Día Mundial del Teatro
Resulta más fácil encontrar maestros para el teatro, lejos del teatro. Por lo general, son aquellos a los que no les interesa el teatro como máquina de reproducción de clichés y convencionalismos. Son ellos quienes encuentran fuentes y vivas corrientes de ríos, que esquivan en su recorrido a las salas de teatro y a la incalculable masa de personas encerrada en ellas cada día, entretenidas con la imitación de cualesquiera mundos. Imitamos, en vez de crear mundos propios, concentrados e, incluso, subordinados, al diálogo con el público y con los afectos, que fluyen escondidos, y que justamente el teatro, mejor que nadie, es capaz de revelar.La mayoría de las veces, encuentro a estos guías en la prosa. Continua y diariamente, pienso en aquellos escritores que hace alrededor de cien años describieron proféticamente, a pesar de su moderación, el crepúsculo de los dioses europeos, que ha sumido a nuestra civilización en una penumbra aún hoy no iluminada. Me refiero a Franz Kafka, a Thomas Mann y a Marcel Proust. Hoy, me gustaría incluir en este grupo de profetas a John Maxwell Coetzee.Su presentimiento compartido sobre el inevitable fin del mundo, no en un sentido planetario, sino del modelo de relaciones interhumanas, el orden social y las revueltas, nos acompaña hoy de forma abrumadora. A nosotros, quienes vivimos después del fin del mundo, testigos de los crímenes y los conflictos que incendian cada vez nuevos territorios, antes incluso de que los omnipresentes medios de comunicación lleguen a difundir la noticia. Incendios que, pese a todo, rápidamente aburren y desaparecen de las páginas de los periódicos. Nos sentimos desamparados, aterrorizados y acechados. Ya no somos capaces de construir torres, y los muros que empecinadamente levantamos, no nos protegen del peligro. Bien al contrario, ellos mismos exigen seguridad y cuidado, consumiendo gran parte de nuestra energía vital. Y ya no tenemos fuerzas para intentar contemplar aquello que está más allá de la valla, detrás del muro. Precisamente, en torno a esa realidad, debería existir el teatro, y es en ella en dónde ha de buscar su fuerza. Asomarse allí, dónde la mirada está prohibida."La leyenda quiere explicar lo inexplicable. Como nacida de lo profundo de la verdad tiene que volver a lo inexplicable." Estas palabras, que Kafka atribuye a la metamorfosis de la leyenda de Prometeo, remiten fuertemente a lo que considero debería ser el teatro. Y es este teatro, cuyo origen está en lo profundo de la verdad y cuyo fin se encuentra en lo inexplicable, el que deseo a todos los trabajadores del teatro, tanto a quienes están encima del escenario, como a quienes lo hacen desde el patio de butacas. Lo deseo de todo corazón.
Resulta más fácil encontrar maestros para el teatro, lejos del teatro. Por lo general, son aquellos a los que no les interesa el teatro como máquina de reproducción de clichés y convencionalismos. Son ellos quienes encuentran fuentes y vivas corrientes de ríos, que esquivan en su recorrido a las salas de teatro y a la incalculable masa de personas encerrada en ellas cada día, entretenidas con la imitación de cualesquiera mundos. Imitamos, en vez de crear mundos propios, concentrados e, incluso, subordinados, al diálogo con el público y con los afectos, que fluyen escondidos, y que justamente el teatro, mejor que nadie, es capaz de revelar.La mayoría de las veces, encuentro a estos guías en la prosa. Continua y diariamente, pienso en aquellos escritores que hace alrededor de cien años describieron proféticamente, a pesar de su moderación, el crepúsculo de los dioses europeos, que ha sumido a nuestra civilización en una penumbra aún hoy no iluminada. Me refiero a Franz Kafka, a Thomas Mann y a Marcel Proust. Hoy, me gustaría incluir en este grupo de profetas a John Maxwell Coetzee.Su presentimiento compartido sobre el inevitable fin del mundo, no en un sentido planetario, sino del modelo de relaciones interhumanas, el orden social y las revueltas, nos acompaña hoy de forma abrumadora. A nosotros, quienes vivimos después del fin del mundo, testigos de los crímenes y los conflictos que incendian cada vez nuevos territorios, antes incluso de que los omnipresentes medios de comunicación lleguen a difundir la noticia. Incendios que, pese a todo, rápidamente aburren y desaparecen de las páginas de los periódicos. Nos sentimos desamparados, aterrorizados y acechados. Ya no somos capaces de construir torres, y los muros que empecinadamente levantamos, no nos protegen del peligro. Bien al contrario, ellos mismos exigen seguridad y cuidado, consumiendo gran parte de nuestra energía vital. Y ya no tenemos fuerzas para intentar contemplar aquello que está más allá de la valla, detrás del muro. Precisamente, en torno a esa realidad, debería existir el teatro, y es en ella en dónde ha de buscar su fuerza. Asomarse allí, dónde la mirada está prohibida."La leyenda quiere explicar lo inexplicable. Como nacida de lo profundo de la verdad tiene que volver a lo inexplicable." Estas palabras, que Kafka atribuye a la metamorfosis de la leyenda de Prometeo, remiten fuertemente a lo que considero debería ser el teatro. Y es este teatro, cuyo origen está en lo profundo de la verdad y cuyo fin se encuentra en lo inexplicable, el que deseo a todos los trabajadores del teatro, tanto a quienes están encima del escenario, como a quienes lo hacen desde el patio de butacas. Lo deseo de todo corazón.