30 años sin Borges, el genio que no fue Nobel.

Publicado el 14 junio 2016 por Alguien @algundia_alguna

El 14 de junio de 1986 falleció en Ginebra el escritor bonaerense Jorge Luis Borges. Contaba 86 años. Estuvo 23 años esperando un Nobel que jamás consiguió pero es considerado uno de los autores y eruditos más destacados de la literatura del siglo XX. Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Autor de «El otro», «La rosa profunda», «El informe de Brodie», «El libro de arena» y su obra más difundida y original, «El Aleph». Fue galardonado, entre otros, con el Premio Miguel de Cervantes en 1979.

“Mi mayor pecado es no haber sido feliz”, confesaba con un asomo de amargura Jorge Luis Borges. Le pesaba sobre todo haber defraudado con ello a su querida madre. Su infelicidad no era una falta cualquiera: se trataba para él del “peor de los pecados que un hombre puede cometer”.

El genial escritor argentino vino al mundo el 24 de agosto de 1899 en una casa de la calle Tucumán de Buenos Aires, hijo de un abogado y profesor de psicología de madre inglesa (Jorge Guillermo Borges Haslam) y de una mujer de ascendencia uruguaya (Leonor Acevedo Suárez). Por sus venas corría sangre española, portuguesa, inglesa y acaso hebrea.

«¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgusta pensarme judío», se lee en su poema Yo judío.

El joven Jorge Luis residió en el arrabal bonaerense de Palermo hasta la marcha de su familia en 1914 a Ginebra (Suiza), donde su padre buscaba tratamiento para una ceguera progresiva que había forzado su retiro. Hasta los once años no fue a la escuela: recibió instrucción bilingüe en español e inglés en su propia casa, a manos de una institutriz inglesa y de su abuela paterna. Era un niño enfermizo y frágil, amante de la soledad.

La biblioteca de su infancia

La influencia de su padre, ateo y escritor frustrado, fue decisiva para él. No menor que la de su madre, católica creyente, que se convertiría en los ojos de sus lecturas cuando comenzó a afectarle la ceguera heredada de su progenitor. La enorme biblioteca de su casa, con miles de volúmenes -sobre todo en inglés-, alentó su temprana afición a los libros. El propio escritor la consideraba el “acontecimiento capital” de su vida. Los recuerdos de esa biblioteca lo acompañarían siempre: “Nunca he salido de ella”. A los diez años hizo una traducción de El príncipe feliz de Wilde, que publicó en un diario bonaerense. Dos años después ya leía a William Shakespeare en inglés. Estos son algunos de los libros que fascinaron a Borges.

«Mi infancia son recuerdos de Las mil y una noches, de El Quijote, de los cuentos de Wells, de la Biblia inglesa, de Kipling, de Stevenson…»

«Deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas».

En sus siete años de estancia en Europa, Borges aprendería francés y alemán. Ya de mayor se aplicaría al descubrimiento del anglosajón (inglés antiguo) y del islandés: en este segundo caso, para poder leer las sagas nórdicas sin necesidad de traducción. Acabada la Primera Guerra Mundial residió con su familia sucesivamente en Lugano (Suiza), Barcelona, Mallorca, Sevilla y Madrid, antes de retornar en 1921 a Buenos Aires. En Suiza descubrió el expresionismo pictórico alemán, mientras que en España trabó contacto con los poetas ultraístas y se acercó a los textos del chileno Vicente Huidobro.

Descubre Buenos Aires

Fue tras su regreso a Argentina cuando comenzó a conocer de verdad su ciudad natal, a patear sus calles y sumergirse en la cultura local. Publicó sus primeros poemas y ensayos en revistas literarias. En 1923 vio la luz Fervor de Buenos Aires, su primera colección de poesía, a la que siguieron en 1925 Luna de enfrente e Inquisiciones y en 1930 el ensayo Evaristo CarriegoSu inicial ultraísmo había dado paso a un costumbrismo ‘argentinista’, un retrato épico de arrabaleros porteños que pueblan un mundo de burdeles, cafetines y muelles salpicado de peleas a cuchillo y de milongas. Borges sentía fascinación por la violencia de esos matones de extrarradio, tan lejana a su realidad inmediata. Admiraba también a los soldados (algunos de sus antepasados lo fueron), por su condición de hombres de acción: “El ejercicio de las armas es algo hermoso”.

Sus colaboraciones con la revista Sur, fundada en 1931 por Victoria Ocampo, contribuyeron a forjar su fama en el mundillo literario de la capital. Fue ella quien le presentó a Adolfo Bioy Casares, también colaborador de la revista, quien se convertiría en uno de sus mejores amigos y con el que redactaría conjuntamente obras como Seis problemas para Don Isidro Parodi (1942) y la feroz sátira Crónicas de Bustos Domecq (1967). En la década de 1930 se adentró en la narrativa fantástica y en el cultivo de una poesía metafísica, profunda y sobria, fruto de su obsesión por los mapas, los laberintos, los espejos, el álgebra, los arquetipos, el tiempo, el infinito, los signos misteriosos…

«Si yo pudiera ser inmortal en otra situación, y con el olvido total de haber sido Borges, pues bien, entonces acepto la inmortalidad».

En 1935 publicó Historia universal de la infamia, a la que siguieron algunas de sus cumbres narrativas: Ficciones (1944) -fruto de la fusión de El jardín de senderos que se bifurcan (1941) con otros cuentos-, El Aleph (1949) y La muerte y la brújula (1951). En 1938 murió su padre, tras una larga agonía. Para ganarse la vida, empezó a trabajar de auxiliar en la biblioteca municipal de un barrio de Buenos Aires. Al poco tiempo sufrió un fuerte golpe en la cabeza que, tras una grave complicación (una septicemia), lo tuvo unos días al borde de la muerte.

En 1946, el general Juan Domingo Perón llegó a la presidencia de su país. Borges no tardó en hacerle objeto de sus afiladas críticas. El régimen del carismático líder justicialista detuvo a su madre y a su hermana, y a él lo rebajó al surrealista puesto de inspector de aves y conejos en un mercado público. En 1955, tras la caída de Perón, fue desagraviado con su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional. Ese mismo año ingresó en la Academia Argentina de Letras.

Anarquista spenceriano, agnóstico y escéptico.

Jorge Luis Borges se resiste a toda clasificación ideológica convencional. Él mismo aseguraba: “Ciertamente no soy nacionalista, no soy peronista, no soy comunista, soy un modesto anarquista a la manera spenceriana”. Creía en el individuo pero no en el Estado. Detestaba el populismo, el aborregamiento de las masas enfervorizadas por líderes mesiánicos. Por eso se opuso a Perón. Con la fina y aguda ironía que le caracterizaba, llegó a considerar a la democracia como un “abuso de la estadística”.

Su antiperonismo le hizo tomar partido inicialmente por los Gobiernos militares que sacudieron su país a mediados de la década de 1970, lo que le granjeó muchas críticas. Pero no tardó en desengañarse de la dictadura y en denunciar las terribles atrocidades cometidas a su amparo. Se mostró contrario a la guerra de las Malvinas (1982), y no dudó en apoyar al primer Gobierno de la restauración democrática, presidido por Raúl Alfonsín: “Es por lo menos un Gobierno de caballeros y de personas decentes”.

«Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón».

Agnóstico y escéptico -un “escepticismo curioso”, matizaba él mismo-, se interesó mucho por la filosofía y la religión: en sus textos abundan las alusiones al budismo -al que llegó a través de su admirado Schopenhauer- y la Cábala judía. Abrazaba una concepción del mundo próxima al panteísmo de Spinoza, otro de sus filósofos favoritos. Su agnosticismo queda perfectamente expuesto en estas palabras: “Nadie sabe de qué mañana el mármol es la llave”. En sus cuentos y poemas resuenan también cuestiones de las matemáticas, la física moderna o la cosmología, como las geometrías no euclidianas, la relatividad, el Multiverso…

Un mundo que se apaga poco a poco

La ceguera heredada de su padre lo obligó a dejar de leer en 1955. Terminaría por perder completamente la vista, por no saber quién estaba al otro lado del espejo, “qué horrible anciano está mirando al otro lado”. En su Elogio de la sombra (1969) se lee: “Esta penumbra es lenta y no duele (…) se parece a la eternidad. Mis amigos no tienen cara. Las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años (…) Todo esto debería atemorizarme, pero es una dulzura, un regreso (…) Pronto sabré quién soy”. Pasó a relacionarse con los libros a través de las lecturas orales de otras personas, principalmente su madre.

«Groussac o Borges, miro este querido mundo que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido», escribió en “El poema de los dones” cuando perdió la visión.

De los años 60 destacan también sus obras El hacedor (1960) y El otro, el mismo (1964). Ya en sus últimos lustros de vida pueden señalarse los cuentos El informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975), los ensayos Siete noches (1980) y Nueve ensayos dantescos (1982), y los poemarios El oro de los tigres (1972), Historia de la noche (1977), La cifra (1981) y Los conjurados (1985).

María Kodama, compañera de sus últimos años

Muy celoso de su intimidad, la vida sexual de Borges es una incógnita. En su obra apenas hay una línea erótica. No se le conoce relación alguna con mujeres hasta su boda en 1967 con una viuda once años más joven que él, Elsa Astete, de la que se separó tres años después. Posteriormente conoció a María Kodama (los unió su interés por la lengua islandesa), secretaria personal suya desde 1975 -año de la muerte de su madre, casi centenaria- y con la que se casó por poderes dos meses antes de morir.

«Dicen que soy un gran escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a la vez. No he cultivado mi fama, que será efímera».

Cada vez que se le preguntaba por su vida sentimental, declinaba responder con una amabilidad azorada, exhibiendo un pudor conmovedor. “Las mujeres me han hecho desdichado”: puede que esta frase apunte a la posible razón profunda de su infelicidad. Lo cierto es que se enamoró de algunas -fue notorio su amor por Estela Canto, a quien dedicó El Aleph– y no fue correspondido. En su poema Lo perdido dejó escrito: “¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue…? (…) Pienso también en esa compañera que me esperaba, y que tal vez me espera”.

«Las mujeres me han hecho desdichado, pero la felicidad que he obtenido de ellas compensa toda la desdicha. Es mejor ser feliz y desdichado que no ser ninguna de las dos cosas»

Borges murió de un enfisema pulmonar en Ginebra el 14 de junio de 1986, hace hoy 30 añosprivado por sus posicionamientos políticos de un Premio Nobel al que se había hecho merecedor con creces (el Cervantes sí se le concedió, en 1980). Salía del extraño laberinto de la existencia en su admirada Suiza, muy lejos de su país natal, quizá para llegar finalmente a saber quién era. “Cualquier forma de inmortalidad sería un infierno. Una de las mayores virtudes de la vida”, proclamaba, “es que todo es efímero”. “No me gusta lo que he escrito”, reconocía en una de sus entrevistas. “Quizá algunos cuentos, quizá algunos poemas, quizá alguna línea”. Aunque, eso sí, se daba por satisfecho con acaso haber contribuido al menos con una sola “línea necesaria”.

Fuente: RTVE.es

In Memoriam: Jorge Luis Borges – Entrevista en el programa “A fondo” (TVE, 1976)

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