Aunque parezca el título de una película de terror, es una realidad. Todavía no ha acabado el primer mes del año y ya han sido asesinadas siete mujeres y un menor a manos de asesinos cobardes y miserables que decían amarlas.
Mujeres de todas las edades y condiciones son las que en este preciso momento están sufriendo el dolor sobre todo emocional de golpes físicos y psicológicos.
Quedan, quedamos, marcadas para toda la vida por unas heridas invisibles que residen en el alma y que nunca se olvidan. Podemos sobrevivir, pero con esas heridas siempre a cuestas que nos recuerdan que hemos amado a alguien equivocado, a alguien que confundió amor con posesión no sólo de nuestros cuerpos, también de nuestras almas, de nuestras vidas.
Y ellos, los maltratadores, salen a flote. Inventan nuevas estrategias para dejarnos sin trabajos, sin vida privada e incluso sin nuestros hijas e hijos. A nosotras nos toca aparte de curarnos las heridas del cuerpo y convivir con las del alma, reinventarnos, reubicarnos, pedir ayuda y sufrir el estigma de recorrer un camino difícil pero necesario.
Socialmente es un hecho castigado. Judicialmente también. Es cierto que hay que mejorar la ley para seguir protegiendo a las víctimas, a todas las víctimas, a las que vienen de fuera a trabajar y buscar una mejor vida también.
Pero ocurre un hecho muy curioso y sé de lo que hablo. Públicamente todas y todos seguimos condenando este tipo de terrorismo machista, pero cuando hablas del tema personalmente con algunas personas y el maltratador es alguien conocido, siempre aparecen excusas que le exculpan. Es curioso y me ha ocurrido en alguna ocasión. Ellos, los otros, los desconocidos, los que no pertenecen a esta “tribu” en la que nos ubicamos dentro del marco de la conversación son eso, terroristas, malas personas y sobre los que ha de caer todo el peso de la ley y más. No habría que dejarlos salir nunca más a la calle e incluso cosas peores he escuchado. Pero si el maltratador asesino es cercano a la “tribu” la cosa cambia y entonces aparecen los atenuantes y la victimización, en algunos casos recae, de nuevo en la víctima porque, sencillamente era una “mala mujer”.
Todo ello, sin hablar de cuando el agresor es un hombre conocido socialmente, como profesor universitario, rector de alguna universidad, político de relevancia, candidato en algunas elecciones locales o autonómicas, etc…, entonces cuando incluso hay o puede haber denuncia o parte de lesiones, al parecer todo el mundo mira hacia otro lado o incluso se intenta manejar la situación para que el tema de las agresiones no aparezca y se disfraza de disputas internas dentro de la organización a la que pertenece, ansias de poder por parte de otros, etc… pero el pacto de silencio por ser un prohombre, se mantiene y sólo la fuerza de la mujer agredida y de su entorno y, en algunos casos con la complicidad de algunos medios de comunicación, son quienes hacen frente a esta posición social de protección al agresor.
Nos falta mucho como sociedades avanzadas para aparcar la hipocresía social y desenmascarar públicamente a los agresores sean quienes sean. El paternalismo hacia las mujeres, el clasismo y muchas otras causas hacen que en demasiados casos siga imperando la ley del silencio que siempre protege a los mismos: a los agresores y a los asesinos.
Y, como decía al principio, hoy es treinta de enero de dos mil once y ya tenemos siete voces menos de mujeres y la de un menor sesgadas por cobardes asesinos.
Ellas, su memoria, merece respeto.
Las que siguen vivas y sufriendo ente infierno merecen credibilidad, ayuda, protección integral, empleo, posibilidad de un bienestar que les permita rehacer su vida, y así sobrevivir al dolor de llevar marcadas en el alma unas heridas que, pese a no ser visibles, las estigmatizarán a lo largo de su recorrido vital.
¿Qué hacemos cada persona en nuestro entorno más inmediato para desenmascarar estas situaciones pese a que el maltratador sea un prohombre dentro de nuestra “tribu”?. Y sobre todo ¿Qué hacemos por ellas, por las víctimas que pueden ser nuestras hermanas, vecinas, amigas, y/o conciudadanas en general?
Creo que si encontráramos respuesta positivas a estas preguntas, no llevaríamos ya siete heridas más en el alma.
Teresa Mollá Castellstmolla@teremolla.net La Ciudad de las Diosas