En los créditos finales aparece el inevitable agradecimiento a Michael Haneke. Inevitable, porque el director de Michael: Crónica de una Obsesión (Michael, Austria, 2011), el debutante Markus Schleinzer, ha sido el encargado del casting de los filmes de su célebre paisano desde La Pianista (Haneke, 2001). Agradecimiento inevitable, pues, y hasta cierto punto, también innecesario: por la temática, la puesta en imágenes y hasta la dirección de actores, Michael es un filme que bien podría haber dirigido el primer Haneke. El de, por ejemplo, El Séptimo Continente (1989) o 71 Fragmentos de una Cronología de la Suerte (1994). El inicio es ejemplar al respecto: vemos llegar a un tipo común y corriente a su casa -el Michael del título, interpretado por Michael Fuith- en alguna ciudad de Austria. El hombre es de complexión delgada, se está quedando calvo y tiene menos de 40 años de edad. Aparentemente, vive solo en su casa, en un barrio de clase media. Nada de eso: luego vemos que baja al sótano y saca de un cuarto a un niño (David Rauchenberger) que no más de diez años de edad. Los dos, ¿padre e hijo?, comen en silencio, lavan los platos, ven un rato la televisión y luego Michael lleva a Wolfgang -así dicen los créditos que se llama el niño, pero yo no escuché nunca su nombre- de nuevo a su habitación. ¿Lo tendrá castigado? Pero, ¿por qué el cuarto está en el sótano? ¿Y por qué la puerta tiene aislantes para no dejar pasar el ruido? El misterio -si es que puede haber alguno- no dura más que unos cuantos minutos, antes de que aparezca el nombre del filme en la pantalla. Michael entra al cuarto de Wolfgang, cierra la puerta y, después del corte, vemos al tipo, de espaldas, en el baño, lavándose los genitales en el lavabo. Por supuesto: el límpisimo, serio y trabajador Michael es un pedófilo y tiene secuestrado a ese niño quién sabe desde cuándo. El horror se apodera de nosotros de inmediato. Schleinzer no traspasa ningún límite explícitamente -en este sentido, es mucho más perturbador el documental mexicano Agnus Dei (Sánchez, 2011)- y la explotación que hace Michael del niño se suprime elípticamente a través del corte directo o se ve patéticamente en una toma en plano general en el que el tipo repite una frase de una slasher-movie que estaba viendo mientras le enseña su flácido pene al impasible chamaco que ni siquiera voltea a verlo, concentrado como está en su comida. No vemos nada -bendito sea Dios-, pero no es necesario que Schleinzer nos muestre ese infierno que todas formas adivinamos en las impecables rutinas que sigue este apagado depredador que no llama la atención en ninguna parte. Michael es un tipo amable que saluda a su vecina, que hace muy bien su trabajo -de hecho, se merece un ascenso en la compañía de seguros en la que trabaja-, que cruza unas cuantas palabras con una compañera de labores, que le manda sus regalos a sus sobrinitos para Navidad, que sale a esquiar con unos amigos/conocidos/compañeros y que, incluso, liga con una mujer con la que hace -o intenta hacer- el amor. La cámara de Gerald Kerkletz inicia privilegiando las tomas estáticas, aunque luego el encuadre adquiere cierto movimiento, en la medida que seguimos las rutinas de Michael y "su" niño. Es claro que Michael lo tiene todo resuelto, todo bien organizado. Además, se ve que ha aprendido a no llamar la atención. De hecho, vistos a la distancia, cuando los dos están haciendo labores de limpieza, armando una cama que Michael acaba de comprar, paseando por algún bosque tranquilamente, Michael y su víctima parecen padre e hijo. Acaso un padre e hijo demasiado serios y distantes, pero nada más. Y eso es lo más siniestro de todo. En algún momento, cuando Michael pasea por una vereda de un bosque con Wolfgang por un lado, otra pareja -otro adulto, otro niño- se cruza con ellos. Wolfgang voltea a ver a ese otro hombre, a ese otro niño, con una inescrutable mirada. ¿Qué está pensando Wolfgang? ¿Que ese otro adulto también tiene secuestrado al chamaco? Y a todo esto, ¿por qué no corre? ¿Por qué no grita? ¿Por qué no denuncia a Michael? Schleinzer no nos dice cuánto tiempo ha tenido Michael secuestrado al niño, pero es evidente que lo ha "domado" lo suficiente para que no intente escapar. O eso cree él, por lo menos. El cineasta -autor él mismo del guión original, basado vagamente en algunos casos de pedofilia que se han hecho públicos en Austria- no necesita moralizar ni condenar explícitamente lo que vemos. No es necesario. Pero por eso mismo, el filme termina siendo aún más inquietante. La "normalidad" de la vida pública de Michael asusta. Mejor dicho, horroriza. ¿Es el precio que tienen que pagar sociedades tan modernas, desarrolladas y organizadas como la austriaca? ¿Es el ecosistema ideal para los depredadores como Michael? No estoy muy seguro: la ambigüedad de Schleinzer nos deja buscando respuestas que, acaso, no existen.
En los créditos finales aparece el inevitable agradecimiento a Michael Haneke. Inevitable, porque el director de Michael: Crónica de una Obsesión (Michael, Austria, 2011), el debutante Markus Schleinzer, ha sido el encargado del casting de los filmes de su célebre paisano desde La Pianista (Haneke, 2001). Agradecimiento inevitable, pues, y hasta cierto punto, también innecesario: por la temática, la puesta en imágenes y hasta la dirección de actores, Michael es un filme que bien podría haber dirigido el primer Haneke. El de, por ejemplo, El Séptimo Continente (1989) o 71 Fragmentos de una Cronología de la Suerte (1994). El inicio es ejemplar al respecto: vemos llegar a un tipo común y corriente a su casa -el Michael del título, interpretado por Michael Fuith- en alguna ciudad de Austria. El hombre es de complexión delgada, se está quedando calvo y tiene menos de 40 años de edad. Aparentemente, vive solo en su casa, en un barrio de clase media. Nada de eso: luego vemos que baja al sótano y saca de un cuarto a un niño (David Rauchenberger) que no más de diez años de edad. Los dos, ¿padre e hijo?, comen en silencio, lavan los platos, ven un rato la televisión y luego Michael lleva a Wolfgang -así dicen los créditos que se llama el niño, pero yo no escuché nunca su nombre- de nuevo a su habitación. ¿Lo tendrá castigado? Pero, ¿por qué el cuarto está en el sótano? ¿Y por qué la puerta tiene aislantes para no dejar pasar el ruido? El misterio -si es que puede haber alguno- no dura más que unos cuantos minutos, antes de que aparezca el nombre del filme en la pantalla. Michael entra al cuarto de Wolfgang, cierra la puerta y, después del corte, vemos al tipo, de espaldas, en el baño, lavándose los genitales en el lavabo. Por supuesto: el límpisimo, serio y trabajador Michael es un pedófilo y tiene secuestrado a ese niño quién sabe desde cuándo. El horror se apodera de nosotros de inmediato. Schleinzer no traspasa ningún límite explícitamente -en este sentido, es mucho más perturbador el documental mexicano Agnus Dei (Sánchez, 2011)- y la explotación que hace Michael del niño se suprime elípticamente a través del corte directo o se ve patéticamente en una toma en plano general en el que el tipo repite una frase de una slasher-movie que estaba viendo mientras le enseña su flácido pene al impasible chamaco que ni siquiera voltea a verlo, concentrado como está en su comida. No vemos nada -bendito sea Dios-, pero no es necesario que Schleinzer nos muestre ese infierno que todas formas adivinamos en las impecables rutinas que sigue este apagado depredador que no llama la atención en ninguna parte. Michael es un tipo amable que saluda a su vecina, que hace muy bien su trabajo -de hecho, se merece un ascenso en la compañía de seguros en la que trabaja-, que cruza unas cuantas palabras con una compañera de labores, que le manda sus regalos a sus sobrinitos para Navidad, que sale a esquiar con unos amigos/conocidos/compañeros y que, incluso, liga con una mujer con la que hace -o intenta hacer- el amor. La cámara de Gerald Kerkletz inicia privilegiando las tomas estáticas, aunque luego el encuadre adquiere cierto movimiento, en la medida que seguimos las rutinas de Michael y "su" niño. Es claro que Michael lo tiene todo resuelto, todo bien organizado. Además, se ve que ha aprendido a no llamar la atención. De hecho, vistos a la distancia, cuando los dos están haciendo labores de limpieza, armando una cama que Michael acaba de comprar, paseando por algún bosque tranquilamente, Michael y su víctima parecen padre e hijo. Acaso un padre e hijo demasiado serios y distantes, pero nada más. Y eso es lo más siniestro de todo. En algún momento, cuando Michael pasea por una vereda de un bosque con Wolfgang por un lado, otra pareja -otro adulto, otro niño- se cruza con ellos. Wolfgang voltea a ver a ese otro hombre, a ese otro niño, con una inescrutable mirada. ¿Qué está pensando Wolfgang? ¿Que ese otro adulto también tiene secuestrado al chamaco? Y a todo esto, ¿por qué no corre? ¿Por qué no grita? ¿Por qué no denuncia a Michael? Schleinzer no nos dice cuánto tiempo ha tenido Michael secuestrado al niño, pero es evidente que lo ha "domado" lo suficiente para que no intente escapar. O eso cree él, por lo menos. El cineasta -autor él mismo del guión original, basado vagamente en algunos casos de pedofilia que se han hecho públicos en Austria- no necesita moralizar ni condenar explícitamente lo que vemos. No es necesario. Pero por eso mismo, el filme termina siendo aún más inquietante. La "normalidad" de la vida pública de Michael asusta. Mejor dicho, horroriza. ¿Es el precio que tienen que pagar sociedades tan modernas, desarrolladas y organizadas como la austriaca? ¿Es el ecosistema ideal para los depredadores como Michael? No estoy muy seguro: la ambigüedad de Schleinzer nos deja buscando respuestas que, acaso, no existen.