Cuando nos queremos bien, resulta difícil prescindir de la imagen idílica que tenemos de nosotros mismos e igual de duro resultará renunciar a aquello que pensamos que somos... aún sin serlo en realidad. Duro, pero indispensable si queremos saber con qué fuerzas contamos en verdad para afrontar cada reto.
No soy lo que se dice un chef y mis conocimientos culinarios son rudimentarios, por no decir inexistentes, así que no os deberíais fiar en exceso de mis palabras, pero entiendo que si para definir cómo somos mezcláramos en una olla como ingredientes, aquellas habilidades que creemos tener y el plato cocinado resultante fueran producto de los atributos que en realidad tenemos, el sabor del plato cocinado no se parecería en absoluto a lo que hubiéramos esperado.Y es que quizá hubiéramos añadido como parte de la receta una buena porción de inteligencia, emoción o valor... cuando resulta que lo que deberíamos haber agregado es algo de compasión, pizca de sabiduría o unos gramos de prudencia, voluntad o autocontrol.
Muchas veces, y por eso la oportunidad de la frase de cabecera, nos empeñamos en ser lo que no somos, intentando asemejarnos a un ideal que damos por bueno, y que en nuestra imaginación resulta más estimulante. Y así, despreciamos nuestras virtudes más nobles y arraigadas y que son las que verdaderamente marcan la diferencia porque no hay que inventarlas, sino que ya están. Es como ponerse un disfraz encima, cuando el vestido original es perfecto.
La solución es, como siempre, conocerse bien. Un buen ejercicio podría ser colocarse delante de una hoja en blanco e ir enumerando nuestras cualidades para después pedir a alguien de nuestra confianza que haga lo mismo según ellos nos ven. Habrá disparidad, seguro, entre cómo te ves y cómo te ven.
Reflexión final: "La mayor sabiduría que existe es conocerse a uno mismo." (Galileo Galilei)