El título original en inglés del más reciente largometraje del cineasta austriaco Michael Glawogger, La Gloria de las Prostitutas (The Whore's Glory: a Tryptich, Alemania-Austria, 2011) es cruelmente irónico y, al mismo tiempo, sobriamente descriptivo. Y es que no hay gloria alguna en el trabajo que efectúan las luchonas sexoservdiras que vemos en pantalla y, menos aún, en el comportamiento de sus clasemedieros/barriobajeros clientes que compran por media hora -o una hora o ¡hasta dos horas!- "el servicio completo" de alguna veterana prostituta cuarentona musulmana ya sin marchantes, una guapa muchachita veinteañera talandesa, una niñita de Bangladesh que apenas llega a los 15 años de edad o una desgarbada puta mexicana que consume crack para poder soportar la vida, al cabo que su muerte ya la tiene asegurda por su devoción a la "Niña Blanca". El tríptico del subtítulo proviene de los escenarios visitados por Glawogger y su talentoso cinefotógrafo Wolfgang Thaler: cierto prostíbulo muy chic apodado "La Pecera" en Bangkok, Tailandia; un deprimente barrio llamado ¿sarcásticamente? La Ciudad del Gozo en Faridpur, Bangladesh; y la decadente zona de tolerancia de Reynosa, Tamaulipas, en México. Al mismo tiempo, con La Gloria de las Prostitutas, el cineasta austriaco sigue su documentado periplo por el infierno del capitalismo global y sus consecuencias, iniciado con Megacities (1998) -sobre la sobrevivencia en cuatro inabarcables metrópolis: Mumbai, Nueva York, Moscú y el DF mexicano- y continuado con Workingman's Death (2005) -sobre algunos de los trabajos más peligrosos del orbe. Glawogger no se permite el choro aleccionador, porque no es necesario: las imágenes y los testimonios -de las prostitutas, de sus regenteadores, de los clientes- construyen un mosaico progresivamente deprimente sobre la compra/venta del sexo, desde la inmaculada "pecera" tailandesa -en donde las putas checan de entrada y de salida, en donde el pago se puede hacer con tarjeta de crédito- hasta el infierno tamaulipeco con las confesiones desfachatadas de cierta meretriz cubana ya retirada, el jarioso monólogo de un norteño que recorre la lodosa zona de tolerancia en su camionetota con vidrios polarizados o cierta prostituta (¿drogada?) que se desnuda bailando y así, en cueros, sale a las calles seguida muy de cerca por la cámara de Wolfgang Thaler. Inevitablemente, por el tema tratado, La Gloria de las Prostitutas siempre está en el límite de la explotación morbosa. Un límite que cruza por completo en cierta sesión que sucede en un cuchitril de Reynosa, cuando vemos a una prostituta dándole el servicio completo a un cliente bien portado. ¿Era necesaria esta escena docucmental -más o menos- ficcionada? No lo creo. De igual forma, resulta gratuita -o, más bien, obvia- la imagen de unos perros callejeros copulando frenéticamente en la entrada de la "pecera" tailandesa. De todas maneras, debo confesar que, explotación morbosa o no, me fue imposible despegar los ojos de la pantalla. La espléndida fotografía en colores saturados del citado Herr Thaler y la atractiva banda sonora -música de Pappik & Regener, canciones de P. J. Harvey, CocoRosie y Anthony and the Johnsons- hacen más perverso todo el paquete. La decandencia humana se ve y se oye demasiado bien.
El título original en inglés del más reciente largometraje del cineasta austriaco Michael Glawogger, La Gloria de las Prostitutas (The Whore's Glory: a Tryptich, Alemania-Austria, 2011) es cruelmente irónico y, al mismo tiempo, sobriamente descriptivo. Y es que no hay gloria alguna en el trabajo que efectúan las luchonas sexoservdiras que vemos en pantalla y, menos aún, en el comportamiento de sus clasemedieros/barriobajeros clientes que compran por media hora -o una hora o ¡hasta dos horas!- "el servicio completo" de alguna veterana prostituta cuarentona musulmana ya sin marchantes, una guapa muchachita veinteañera talandesa, una niñita de Bangladesh que apenas llega a los 15 años de edad o una desgarbada puta mexicana que consume crack para poder soportar la vida, al cabo que su muerte ya la tiene asegurda por su devoción a la "Niña Blanca". El tríptico del subtítulo proviene de los escenarios visitados por Glawogger y su talentoso cinefotógrafo Wolfgang Thaler: cierto prostíbulo muy chic apodado "La Pecera" en Bangkok, Tailandia; un deprimente barrio llamado ¿sarcásticamente? La Ciudad del Gozo en Faridpur, Bangladesh; y la decadente zona de tolerancia de Reynosa, Tamaulipas, en México. Al mismo tiempo, con La Gloria de las Prostitutas, el cineasta austriaco sigue su documentado periplo por el infierno del capitalismo global y sus consecuencias, iniciado con Megacities (1998) -sobre la sobrevivencia en cuatro inabarcables metrópolis: Mumbai, Nueva York, Moscú y el DF mexicano- y continuado con Workingman's Death (2005) -sobre algunos de los trabajos más peligrosos del orbe. Glawogger no se permite el choro aleccionador, porque no es necesario: las imágenes y los testimonios -de las prostitutas, de sus regenteadores, de los clientes- construyen un mosaico progresivamente deprimente sobre la compra/venta del sexo, desde la inmaculada "pecera" tailandesa -en donde las putas checan de entrada y de salida, en donde el pago se puede hacer con tarjeta de crédito- hasta el infierno tamaulipeco con las confesiones desfachatadas de cierta meretriz cubana ya retirada, el jarioso monólogo de un norteño que recorre la lodosa zona de tolerancia en su camionetota con vidrios polarizados o cierta prostituta (¿drogada?) que se desnuda bailando y así, en cueros, sale a las calles seguida muy de cerca por la cámara de Wolfgang Thaler. Inevitablemente, por el tema tratado, La Gloria de las Prostitutas siempre está en el límite de la explotación morbosa. Un límite que cruza por completo en cierta sesión que sucede en un cuchitril de Reynosa, cuando vemos a una prostituta dándole el servicio completo a un cliente bien portado. ¿Era necesaria esta escena docucmental -más o menos- ficcionada? No lo creo. De igual forma, resulta gratuita -o, más bien, obvia- la imagen de unos perros callejeros copulando frenéticamente en la entrada de la "pecera" tailandesa. De todas maneras, debo confesar que, explotación morbosa o no, me fue imposible despegar los ojos de la pantalla. La espléndida fotografía en colores saturados del citado Herr Thaler y la atractiva banda sonora -música de Pappik & Regener, canciones de P. J. Harvey, CocoRosie y Anthony and the Johnsons- hacen más perverso todo el paquete. La decandencia humana se ve y se oye demasiado bien.