Este es el día 34 de 365 días de escritura.
Se siente delicioso no saber nada del futuro. Hay un calendario de días y de noches que me es ajeno. Hay una palabra –viaje– que no me encaja, porque como dicen los hombres con sombrero, yo sólo paseo. Lo que ocurre, simplemente (vaciemos de trascendencia a todas estas cosas como marcharse o retornar), es que las veredas se convirtieron de pronto en ciudades. Me llevo algunas rutinas conmigo, como amar la sintaxis del español en todas sus formas o saber que enamorarse es cuestión de una noche. Amanezco con antojo de salpicón y de mango. Mi relación con los árboles frutales siempre fue de puro desencuentro.
El otoño fue siempre el lugar de los nacimientos, pero qué hace uno cuándo le roban las estaciones y la temperatura del aire es solo cuestión de altitud, de lejanía de la costa, de número de piso. Hicimos de junio un mes de adivinación y escuela: no fue éste el primero, sino que en la ciudad antigua reencontramos en la voz una ruptura y también un aviso o tal vez nos encontramos nosotras limpiamente. ¿Recuerdas, Maga, nuestras cartas del final del verano? Para ti fue invierno. Ayer pensé en tu nombre y en sus letras y suman luchas caprichosas de sonidos. Decimos: viviremos de traducir la poesía que nos gusta, de leer poesía de ríos y de escribir libritos para pordioseros. Yo añado: viviremos de ser quien somos y en eso no hay nada heróico o lo hay todo porque (ahora sí) marcharse no es cosa de cambiar paisajes ni acentos, sino de olvidar miradas, de hacerse uno independiente de todo lo creído y lo contado, por eso te regalo todos mis relatos y las cosas que nunca nadie ha leído para que hagamos esa gran hoguera en la que ardan tú, todos, nosotros, los pájaros y las costas en las que hubo viento a veces, pero nunca el suficiente para templar montañas.
Qué nos pasa con los tiempos verbales que no se adecúan nunca a nuestras lenguas. He decidido no escribir sobre los pueblos y las cantinas y, en vez de eso, argumentar sobre la dureza del cielo en la medianoche en la quebrada o sobre el punto de acidez exacta que se siente en la piel cuando el sol quema. Quiero decir: la experiencia le pasa a uno sobrevolándole en lo cotidiano y en la rutina del tiempo. Lo que permanece es el color de este pueblo y la cordillera como columna vertebral atravesándolo. El convento, el charco corazón no son las cosas que me interesan. Lo ordinario, lo frugal no son las cosas que me mueven. ¿Acaso pudimos ser ingenuas y no haber descubierto lo poderoso en la comunión del ámbar con la roca? Hemos dejado de escribir para los otros y todo esto es tuyo, a eso me refería entonces, todo esto es tuyo porque es mío porque no sale de ningún lugar donde haya rostro en el espejo porque podríamos dejar de tener cuerpo y no las manos que auscultan cosas como la corteza de los árboles en busca de detalles ínfimos y salvia o quizá mantengo los pies fríos para no desvelar del todo un final que está predicho o un encuentro en la estación central de cualquier país imaginado. No lo sé.
No me preguntes si es lindo Jardín: caí rendida y observo simplemente desde la ventana a los señores con sombrero y su porcelana vieja. No quiero contarte que hubo una carrera de caballos y los hombres iban desnudos ni que entre las líneas a veces aparece una especie de diccionario de términos y expresiones puros porque aquí no llegó el café, no señor, aquí se lo inventaron y todos nosotros, también ingenuos, creímos que fue marrón pero fue verde y fue color de almendra mucho antes de que lo pidiéramos con leche, por favor, y una de azúcar.
Un crucifijo sin cuerpo sobre la cama. Se seca la ropa. Qué importa si la aromática se quedó fría en este verano fingido en el extrarradio del mundo.
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