En Invictus, la película basada en la novela de John Carlin titulada The Human Factor: Nelson Mandela and the Game That Changed the World, un personaje especifica la diferencia entre el fútbol y el rugby con este particular axioma: el fútbol es un deporte de caballeros jugado por hooligans, mientras el rugby es el deporte de los hooligans jugado por caballeros.
Aquella final de la Copa del Mundo de Rugby, en 1995, disputada en la Sudáfrica recién liberada del apartheid, fue algo más que un partido. No ya por el resultado, favorable a los locales frente a la poderosa Nueva Zelanda, o por el preciso relato que de ella hace en su obra el escritor inglés, sino por las circunstancias que rodearon el evento. La primera, la vuelta a la competición internacional de un país lastrado por una miserable clasificación de los seres humanos entre aptos y no aptos por mera cuestión de raza.
Nelson Mandela había alcanzado la presidencia en 1994, tras permanecer más de 27 años encarcelado con un número cosido a su alma: 46664. Lo suyo fue el premio a la constancia y a la exaltación de la no violencia. No podríamos decir lo mismo de alguno de sus correligionarios. Cuando pudo pasar factura por lo pasado, demostró que la inteligencia es siempre más poderosa que la fuerza. Si algo había de simbólico para los blancos, hasta entonces dominantes, eran un equipo y unos colores: los Springboks, que es como aún se conoce al seleccionado nacional de rugby. Y por eso no dudó en explotar aquella mina, sabedor de que con ello uniría conciencias hasta entonces divididas de forma y manera ancestral. No seamos como ellos, les vino a decir a los suyos. ¿De qué hubiera servido pasar más de un cuarto de siglo en sus mazmorras, para ahora devolverles la moneda?
A veces los símbolos son más perecederos que cualquier otro tipo de referentes. En la Sudáfrica del apartheid, los blancos adoraban el rugby, una disciplina que los negros detestaban aferrándose al fútbol. En aquel campeonato, tanto Mandela como François Piennar, el rubio capitán del combinado de elástica verde y dorada, dieron una lección al mundo. Incluso cuando en el quince sudafricano todos los jugadores eran blancos, salvo uno, al entrar el primer presidente negro en la historia de tan genuino país al abarrotado estadio, un público enardecido –y blanco mayoritariamente– le aclamase al verle, sorprendido, enfundado en la camiseta de sus Springboks.
Y sí, no hay duda: Mandela hizo política con el deporte, lo utilizó en beneficio de una nación, claro que lo hizo. La pena es que no siempre éste se utilice como lo hizo él, con el sano objetivo de conseguir una impensable comunión entre quienes, apenas meses atrás, se declaraban enemigos irreconciliables hasta la muerte por las calles de esa tierra tan maleada por el que una vez se dio en llamar ser humano.