Y bajo esa advertencia y sin saber con exactitud qué significaba no apartábamos la vista de la pantalla.
Y tras el mágico castillo Disney, una princesa -o aspirante a ello- conocía a su príncipe azul cantando con voz de ganadora de OT y con pájaros de bello plumaje aleteando a su alrededor.
Ellos soñaban con ser futbolistas y nosotras con ser princesas. Y todo empezó por ahí.
2. Y todo sigue. Porque de Disney pasamos a las comedias románticas de adolescentes sufridos cuya única preocupación es el baile de fin de curso, o en su defecto el baile de primavera. Y, por supuesto, conseguir una pareja decente para este acontecimiento planetario.
Porque, todo queda dicho, aquí en España lo más cercano que tenemos son las puestas de largo, pero en estas celebraciones más propias de niñas pijas que del populacho, da igual ir sólo o mal acompañado, los bailes lentos son cosa del guateque o, efectivamente, de las películas de Hollywood.
Nos hemos vuelto a cargar el romanticismo. Ahora, en días de Pitbull y Rihanna, lo más parecido a bailar pegados es sacar culo y arrimarse indecentemente al ritmo de Daddy Yankee y Don Omar.
Pasamos del romance a la obscenidad. Y nos quedamos tan anchos.
3. Y luego llegaron las películas de índole universitario. Desconozco las universidades más allá del Atlántico, pero que alguien me explique por qué aquí no podemos molar tanto. Cartas de admisión apiladas sobre la mesa, ¿qué será? ¡OMG, me han aceptado en Harvard! ¡Voy a ser la repera limonera!
Y aquí, nos joden con Bolonia, nos toca ir a clase a mirar a las musarañas (o al techo, que he leído que es una de las actividades más populares durante momentos de severo aburrimiento) y quien no ha gozado de este plan de estudios tan innovador, mataba las horas jugando al mus.
Pero, cómo no, en las pelis románticas llega el pardillo de turno a una universidad de gran prestigio nacional, internacional y, por supuesto, planetario, y, aprovechando su segunda oportunidad en la vida, conquista a la más exitosa y sofisticada antigua cheerleader.
Alguno de los dos acaba llamando a la puerta o corriendo detrás del taxi -amarillo, of course- o, por si no fuera algo que todos hemos hecho alguna vez, siempre queda eso de montar el numerito en el aeropuerto.
Y da igual el motivo del enfado, todo se arregla y llegan los créditos.
Tendríamos que tomar nota y dejar de esperar que alguien venga corriendo detrás con disculpas, palabras de amor y lágrimas de cocodrilo, para empezar a pensar en que todo pasa, después de la tormenta viene la calma y que siempre se puede tener un final feliz, por lo menos hasta los créditos.
5. Como si de una bebida energética se tratara, las películas románticas crean en el espectador -seamos realistas, general y mayoritariamente espectadoras- una sensación de alegría intensa, de esperanza y de proyección personal.
Porque, ¿quién no se ha visto reflejada alguna vez en Julia Roberts? Durante un par de horas te olvidas de que el tío de turno no te ha llamado y te involucras tanto que nada existe más allá de la pantalla.
Y, sin más, eres feliz. Por lo menos hasta los créditos, cuando te das cuenta que todo aquello no tiene por qué pasar, pero, lo que no sabes, es que a veces pasa.