Han pasado ya cinco años desde que empezó a funcionar este blog y esta entrada es por ello un poco especial.
Y qué puede ser más diverso que lo contrario de siempre: que sean algunos amigos y visitantes habituales los que tomen la iniciativa de la palabra...
Muchas gracias a ellos por sus textos y a los demás por seguir leyendo.
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DIOS NO EXISTE, NI SIQUIERA EN LOS CÁRPATOS (Ángel González)
Negras nubes ocultan la luz de la luna
mientras, a lo lejos, se oye a los lobos aullar. Una madre trata de calmar a un
niño sollozante. Algo va mal, se presiente. De entre la nieve aparece el
fatigado padre, “¿Aún vive?” Había ido a buscar al cura para bautizar al niño,
pero no estaba en casa. Está enfermo y “Si muere sin bautizar, su alma no
descansará”. La escena se torna escalofriante, ¡nadie me había dicho que era
una película de terror! Ellos mismos bautizarán al pequeño con agua bendita.
Fundido en negro… La siguiente imagen es de un árbol florido y se oye a los
pájaros cantar, es primavera. Inmediatamente uno reacciona, ¡me está diciendo
que todo ha salido bien! Efectivamente, la cámara retrocede y vemos al niño, en
brazos de la madre, mirando ese árbol a través de la ventana.
Es la primera escena de "Emberek a havason". Es un ejempo de (primitivo) lenguaje
cinematográfico que hoy parece olvidado, capaz de transmitir emoción sin
efectismos, capaz de hablar sin palabras, capaz de trascender sin solemnidad.
70 años más tarde, cuando la tendencia al tour
de force técnico en cada secuencia olvida la narración, la continuidad, el
lenguaje mismo (¿de qué sirven los términos elevados cuando se destruye la
prosa -no digamos la poesía-?), estos seis minutos recuerdan que el cine tiene
una capacidad de sugerencia que el texto, la fotografía o la música no poseen
por separado. Cada plano expresa la consecuencia del anterior y anuncia el
sentido del siguiente, y cada secuencia tiene a la vez vida propia y forma
parte del conjunto (así esta primera secuencia, aunque el niño sobreviva,
introduce el fatum trágico que espera a los personajes en el resto de la
historia). Tampoco el cine contemplativo actual, a menudo más perezoso y
narcisista que inspirado y profundo, es capaz de producir tanta emoción. De
hecho ha renunciado (salvo excepciones) a la emoción, término vinculado despectivamente
a la manipulación y por tanto condenado por los puristas (no dejar de ser
paradójico que precisamente ahora S&S haya entronizado a Hitchcock, maestro
de manipuladores).
Originalmente planeado como un cortometraje a
rodar en los Cárpatos de Transilvania (recientemente reocupada por Hungría),
finalmente supuso el primer largo de István Szöts y de casi todo su equipo
técnico-artístico. A pesar de las dificultades de producción (a partir de 1941
Hungría ya participaba activamente en la guerra), el rodaje significó también
una gran aventura, alejado de los confines del estudio y los argumentos más
tradicionales. Film-isla (Szöts sólo rodó otro largo de ficción, relegado por
las condiciones políticas emergentes), difícilmente emparentable con ninguno de
sus contemporáneos (aun cuando no suponga ningún avance formal o temático), destacado
como precursor del neorrelismo italiano o por su dickensiana crítica de la
condiciones de vida, y que es, sobre todo, una obra profundamente humanista.
Salpicada de referencias religiosas, sutiles (cuando los tres, la madre sentada
en una vaca, bajan al valle, recuerda a la Natividad del Señor), simbólicas (la
sombra en forma de cruz sobre una puerta tras la cual se haya la mujer,
moribunda) o manifiestas (la plegaria a la Vírgen), "Emberek a havason" está sin embargo firmemente asentada en la tierra
y su entorno. Es un acto de fe. Fe en los hombres de las montañas. Fe en el
lenguaje cinematográfico.
ALMAS DESNUDAS (Mario Vitale)
No se trata tan
solo del poder de una mirada, ni de una voz, ni de una manera de andar y
moverse, ni siquiera de la belleza de todo eso junto, porque, tal vez, habrá
actrices de miradas más intensas, voces más subyugantes, andares más acompasados
y armoniosos y, a pesar de las reservas que puedan asaltarle a uno, bellezas
más esplendorosas y apabullantes, pero es que cuando nos encontramos en una
pantalla –a ser posible grande y parpadeante- con Hideko Takamine somos
inmediatamente conscientes de que toda esa belleza encarna, proyecta, expande
y, en definitiva, aloja una postura moral ante la vida. No está precisamente el
cine japonés carente de este tipo de posturas vitales: mujeres que simbolizan contra
viento y marea verse y vivirse como refugio, isla o cerco de sí mismas o de
aquellos que ellas consideran merecedores de compartirlos. Kinuyo Tanaka y
Setsuko Hara completan la triada. La fragilidad sobrehumana de la primera y el
sublime abismo de la segunda. El movimiento dotado de gracia, entrega y
sacrificio que asociamos a Mizoguchi y la resistencia contra la insistencia de
la vida y sus manipulaciones que vemos en sus papeles para Ozu. El arte de
Hideko Takamine se coloca justo en medio de sus dos contemporáneas. Participa
inevitablemente de esas dos tendencias, movimiento y resistencia. El resultado
está perfectamente reflejado en el rostro escéptico de la actriz. El director
que mejor entendió todo esto fue Mikio Naruse, que moldeó y supo extraer todos
los registros que Takamine llevaba en su interior
Durante casi un
cuarto de siglo (un periodo clave en la historia de Japón: 1941-1966), y de
manera intermitente, Hideko Takamine y Mikio Naruse llegaron casi a la veintena
de colaboraciones que dan buena cuenta de la cantidad y profundidad de
registros que actriz y director fueron capaces de conseguir. Algo inaudito y al
alcance de muy pocos. Si alguien se le puede comparar a la actriz no es otro
que John Wayne, que durante un periodo parecido, 1939-1963, y también de forma
intermitente, hizo sus mejores papeles dirigido por John Ford. Tanto la actriz
como el actor alcanzaron una de sus cimas dando vida a quienes habían escrito,
con verdadero conocimiento de causa, personajes que ambos interpretaron en el
pasado: Wayne hizo de Frank W. “Spig” Wead en “The Wings of Eagles” (1957) y
Takamine hizo de Fumiko Hayashi en “Horouki” (1962). Si Ford plasma la vitalidad
e idealismo del joven Wayne a bordo de una diligencia en "Stagecoach" (1939),
Naruse sube a una casi adolescente Takamine a
bordo de un tranvía en “Hideko no shashô-san” (1941). Pero el idealismo
de Takamine dirigida por Naruse dura lo que dura el viaje de dos tranvías,
subiéndose al mencionado de 1941 y apeándose de otro al comienzo de “Inazuma”, casi
diez años después. A partir de ahí, y hasta 1966, año en que Naruse rueda su
penúltimo accidente automovilístico con “Hikinige”, no habrá más recitados
turísticos porque los trayectos de sus personajes, entre lo doméstico, la
hostelería y alguno definitivamente fuera de ruta, no tienen más guías,
horarios y paradas que los que sortea y vadea una conciencia femenina sensible.
Los personajes
que Hideko Takamine fue enlazando para Mikio Naruse a lo largo de la década de
los 50 hasta mitad de la década siguiente son un prodigio de matices capaces de
reflejar a través del cansancio y el empuje, un abanico de variaciones y
combinaciones que engloban todas las penalidades (varias), alegrías (escasas) y
contradicciones del alma humana. Cuando estaban enmarcados en la colmena
familiar y su casi siempre correlativo negocio familiar amenazado (“Inazuma”,
“Nagareru”, “Tsuma no kokoro”, “Musume, tsuma, haha”, “Midareru”) era el rostro
de la actriz, sus respuestas discretas pero directas, sus elocuentes silencios,
su mirada inteligente, la que la convertían en el testigo privilegiado de los
planteamientos, discusiones y mezquindades que iban surgiendo, de manera
premeditada o no, en el seno de una familia de la que la mayoría de las veces
se sentía excluida. Más organizadas que organizadoras, y conocedoras por
intuición o experiencia de cada uno de los resortes de la vida práctica, recaía
sobre sus personajes un peso moral a veces insoportable. Otros personajes no
pertenecían a ninguna colmena, o lo hacían de manera fugaz para el espectador
(“Ukigumo”, “Arakure”, “Onna ga kaidan wo agaru toki”, “Horou-ki”), iban por
libre pero no se libraban de las decepciones y humillaciones que los
sentimientos podían acarrear. Asombra y maravilla contemplar el mismo rostro y
ver a Kiyoko, Yukiko, Ikuzo, Katsuyo, Oshima, Keiko, Kazuko, Miho, Yoshiko,
Fumiko, Nobuko, Reiko o Kuniko, un auténtico catálogo de mujeres fuertes y
valerosas portadoras de las emociones más variadas, por muy enfrentadas y
contradictorias que sean, siempre elegantes (aunque carezcan de modales o los
repriman menos, como en “Arakure” y “Horou-ki”) y leales, exigiendo con una
sola mirada respeto y comprensión. En “Nagareru” Katsuyo detesta la adulación y
servilismo que impone el universo de las geishas en que se ha criado, pero en
“Onna ga kaidan wo agaru toki” la adulación es el instrumento de trabajo,
aunque el sentimiento aceche cerca. La discreción y lealtad entablan una íntima
batalla contra los sentimientos de Reiko en “Midareru” y se contrapone con la
rabia y agresividad de Oshima en la impresionante “Arakure”. En “Tsuma to shite
onna to shite” tiene una prodigiosa catarata de emociones sucesivas, dichas,
leídas o intuidas en su rostro y manera de moverse en menos de diez minutos
mientras Tatsuya Nakadai apenas llega a vislumbrar algo. “Ukigumo” y “Horou-ki”
son un compendio, terrible y sublime, de las emociones que hay entre las
mujeres y los hombres, donde apena menos fracasar en el amor que no
experimentarlo, y que resume sin tapujos la propia Fumio Hayashi de Takamine:
“No puedo hacer daño a los hombres. No puedo dejar de amarlos, aunque me hagan
daño.”
Al parecer
es sabido que Hideko Takamine tenía un perfecto conocimiento técnico de su
oficio, supongo que labrado y pulido durante sus varias décadas en el cine
desde que era una desdentada niña que aparecía con sus primeros padrinos, nada
menos que Yasujiro Shimazu, Heinosuke Gosho, Hiroshi Shimizu y Yasujiro Ozu.
Sabía dónde y cómo mirar, conocía los encuadres y los ángulos, e intuyo que si
Mikio Naruse era, además, un genial montador, las miradas de su actriz eran las
mejores tijeras. Es innegable que el tenso viaje en tren de Kingo Gondo
(Toshiro Mifune) en "Tengoku to jigoku"
de Akira Kurosawa es una obra maestra del montaje, pero un año después Naruse
rueda “Midareru” donde hay un viaje en tren a través de toda una noche
condensado en diez minutos con el palpitante destino de dos personajes que
apenas hablan y donde los planos fluyen inexorablemente montados por la mirada,
sobre todo, de la gran Hideko Takamine. Eso también es montaje.
Con otros
apellidos, en otras latitudes y lenguas no creo que Hideko Takamine desentonase
en absoluto volviendo a bordar los personajes que ya bordaron Joan Bennett, Delphine
Seyrig, Ginger Rogers, Ida Lupino, Susan Hayward, Vilma Santos, Konkona Ken
Sharma, Annie Potts o Marlène Jobert en “The Reckless Moment”, “Jeanne Dielman,
23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles”, “5th Ave Girl”, “The Bigamist”, “The
Lusty Men”, “Relasyon”, “Mr. and Mrs. Iyer”, “Texasville” y “Nous ne
vieillirions pas ensemble”.
WESTERNS DE CÁMARA (Roberto Amaba)
Quiero hacer
pública una categoría mental propia y caprichosa donde archivo un tipo concreto
de película del Oeste: el western de
cámara. Algunas de las características que deben cumplir son:
- Estar comprendidos entre
1940-1959
- Blanco y negro
- Baratos, sin ser
necesariamente series B
- Pertenecer a directores
considerados “menores” o, en caso contrario, tener una fama secundaria dentro
de la filmografía del “maestro” de turno
- Predominio de los interiores
o un uso del paisaje austero y artificial
- Hacer de la reclusión - ocasional
o continua - de los personajes uno de los principales recursos dramáticos
- El western de cámara es también un western
moral
- No tienen que ser obras
maestras por decreto. Aunque muchos sí lo sean
- No
confundir, aunque existan
tangencias y convivencias evidentes, con aquello que algunos llamaron western noir.
Con semejantes
reglas, es normal que pocos puedan considerarse canónicos. La mayoría
incumplirá uno o varios requisitos, pero dejo una pequeña lista abierta a
colaboración:
01. Day of the outlaw (André de Toth, 1959)
02. Ghost Town (Allen H. Miner, 1956)
03. The Gunfighter (Henry King, 1950)
04. The Outcasts of Poker Flat (Joseph
M. Newman, 1952)
05. The Ox-Bow Incident (William A. Wellman,
1943)
06. Rawhide (Henry Hathaway, 1951)
07. The Secret of Convict Lake (Michael
Gordon, 1951)
08. Stars in my Crown (Jacques Tourneur,
1950)
09. Terror in a Texas Town (Joseph H. Lewis,
1958)
10. The Tin Star (Anthony Mann, 1957)
11. Pursued (Raoul Walsh, 1947)
12. Forty Guns (Samuel Fuller, 1957)
13. 3:10 to Yuma (Delmer Daves, 1957)
SESENTA
Y SEIS SEGUNDOS (Rodrigo Dueñas)
En poco más de un minuto, imprevisto y
contundente, el flashback de “The Quiet Man” desvela el pasado y las razones de
la conducta del protagonista.
Aparece hacia mitad de la película, justo en
la secuencia en que se festeja la boda de los protagonistas –es decir, algo
después de la escena del beso final con que concluye la mayor parte de las
obras del Hollywood clásico-, cuando, como todos los conflictos parecen
resueltos, no se ve cómo puede continuar la historia. Es una secuencia festiva
que, por el momento, corona una película hasta entonces regida por el humor, la
emoción y el romanticismo y que, en un cambio de tono muy propio de Ford,
inopinadamente bascula al drama: Red Will Danaher se enfrenta a los recién
casados acusando de intrigante a Sean Thorton, quitando la dote a su hermana, golpeando
al protagonista. Tono y escena se tensan aún más cuando, sobre el plano en que
Sean cae inconsciente al suelo, se oye un grito femenino, seguido sucesivamente
de un incongruente ruido de campana, de unas notas agudas propias de una
pesadilla y del rugido de una multitud. Sean, aparentemente desnudo, se
precipita asustado hacia la cámara (de primeras parece que se mira a sí mismo
caído) y sólo cuando, alzándose, se aparta de ella, vemos que lleva calzones y
guantes de boxeador. Por corte directo hemos pasado a otro momento y a otro
lugar insospechados y en donde nos va a costar un tiempo situarnos. Ha
comenzado un flashback que explica qué le sucedió a Sean, pero que también nos
comunica con intensidad su desconcierto y desolación, de modo que no sólo
comprendamos sino que también, si se puede decir así, sintamos las razones que
mueven y van a mover al protagonista.
Esta
breve evocación impacta en todos los órdenes sobre una película hasta entonces
bucólica y cercana a la comedia. Y lo hace ante todo por su carácter trágico:
el héroe constata con agonía que ha matado a un hombre. Sorprendentemente, el
flashback establece una inesperada similitud con el correspondiente –y mucho
más célebre- de “Vertigo”, película con la que, por lo demás, “The Quiet Man”
poco tiene en común. Ambos surgen de improviso, desvelan algo oculto de lo
cual, además, no sospechábamos su existencia (aunque Ford, con honradez, ha mostrado indicios en cuatro momentos anteriores) y son incisivamente turbadores,
provocando un efecto de desasosiego e incertidumbre, de no saber a dónde
agarrarnos. Uno y otro relatan una muerte que afecta de modo decisivo al
presunto héroe. De igual modo, las dos películas acaban con el protagonista
impelido –de una forma o de otra- a repetir precisamente lo que vivió en ese
suceso del pasado. Aunque esa repetición se resolverá en una como tragedia y en
la otra como farsa.
El
flashback no aparece en el relato de Maurice Walsh que da origen a la obra. Se
trata de un relato excelente, aunque insuficiente a causa de su brevedad para
hacer de él un largometraje (y lo sigue siendo pese a las ideas e incluso
escenas que añade Ford tomadas de los otros cuentos que junto a éste componen
“Green Rushes”). Como el objeto de este artículo es esta vuelta al pasado (o
quizás sería mejor decir “esta vuelta del pasado”), no entro en los cambios
efectuados en la adaptación, cambios que son sobre todo sumas (de personajes
secundarios, de humor, de emoción, de simetrías narrativas y, por supuesto, de enriquecimiento
de personajes, situaciones y ambientes). Recordemos que Ford, desde que se
publicó el cuento, trató en más de una ocasión de hacer la película, pero que
sólo consiguió realizarla en las condiciones que exigía (que consistían en
trabajar con libertad y en poder filmarla en Irlanda) al cabo de diecinueve
años. Tuvo pues tiempo para reflexionar sobre la historia, para modificarla y
enriquecerla. Fue así como surgió la idea del flashback, inexistente en el
original donde sabemos desde el principio que el protagonista ha sido boxeador.
Ford, maestro en el arte de contar historias, decide guardar este dato –logrando
que esta ocultación de información no sea un efecto artificioso para lograr una
sorpresa sino algo natural: es un secreto que guarda el protagonista- y
ofrecerlo en el momento clave que estamos estudiando.
El
flashback sí aparece en el guión firmado por Frank S. Nugent, el cual, como es lógico, se parece bastante a la película
(aunque, a partir de él, Ford efectuó numerosos y jugosos cambios). Si bien
cuenta lo mismo que luego el director filmaría, lo hace de una forma diría que
más compacta: Ford lo desglosa en detalles, alarga y hace sentir el tiempo y,
sobre todo, incide en las sensaciones, tan intensas, que provoca, algo que
apenas si se señala en el guión.
Una
acotación: el flashback está inserto dentro de otro flashback, algo que es
bastante infrecuente. Pero es que, además, también este último flashback es bastante
inusual: primero porque es relatado por un personaje secundario –que además, y
frente a la casi totalidad de los caracteres, no es especialmente simpático- y,
también porque, desde el comienzo hasta casi el final, engloba prácticamente a
la totalidad de la película. Por cierto, este flashback (que, al margen de su
decisiva función narrativa, a la vez nos distancia –al recordarnos que nos
están contando una historia- y nos acerca –pues se dirige a nosotros, con
confianza y humor por añadidura-) no está en el guión: es uno de los múltiples
cambios que Ford iba continuamente agregando, en este caso cabe suponer que en
la fase de montaje.
Paso
a señalar aspectos que definen a esta escena y que contrastan con el resto de
la película. La componen diecinueve planos muy cortos –tres segundos de media-,
oscuros, cerrados, perfectamente compuestos (frente a los demás que, en general,
tienen mucha mayor duración y son luminosos, abiertos, amplios y dan la –falsa,
claro- impresión de haber sido creados de forma espontánea). Si en el resto de
la película el colorido es rico, vivo y dichoso, aquí dominan el negro y el
blanco; las únicas notas cromáticas que brevemente se ven son el rojo intenso y
el azul –colores que, cosa curiosa, son los mismos de la ropa de Mary Kate en
la primera escena en que aparece y en donde se produce el flechazo-. Por otro
lado, en una decisión consciente (pues no estaba planteada así en el guión) a
fin de diferenciarla más del resto de la película, es una escena muda –luego
carece de los personalísimos diálogos fordianos, de esas réplicas alusivas,
sugerentes, coloquiales, concisas hasta comerse palabras o sílabas-.
Respecto
a los personajes, lo primero que hay que destacar es que –aunque vemos a
bastantes caracteres, llego a contar dieciocho- no aparece ninguna mujer.
Aparte de Sean, ningún otro vuelve a salir en la película; y sin embargo,
aunque intervengan en pocos y breves planos, a algunos –como sobre todo los dos
ayudantes de Sean y el árbitro- le bastan unos segundos a Ford para
caracterizarlos y hacernos creer en su existencia. Por último, el flashback es
la única escena que transcurre fuera de Innisfree y sus alrededores, en América
(aunque hay una pequeña excepción: las palabras que evoca Sean de su difunta
madre fueron pronunciadas también allí).
Paso
ahora a comentar algunos detalles concretos de la escena, escena que está
compuesta por tres segmentos. Comienzo por el primero de los planos (Sean
aproximándose a la carrera, con desasosiego), un plano subjetivo, algo rarísimo
no sólo en el cine de Ford sino en el cine a secas: dicho tipo de plano, cuando se usa es para mostrar algo que
ve un personaje (un paisaje, un objeto, una escena); lo que es excepcional es
que si contempla a otra persona, establezca contacto con ella, ya que entonces
ésta deberá mirar de frente al objetivo, lo cual es algo insólito (hay otros
casos, anómalos aunque no tanto, en que un personaje se dirige al espectador
mirando a la cámara). Bien, Sean se acerca y examina muy de cerca al
contendiente derribado en lo que entendemos que es un plano subjetivo de éste…
pero no es así: el siguiente plano no corresponde a un boxeador mirando de
frente, es un plano distanciado y captado desde un lado (y además tomado en
picado cuando el anterior se hizo en marcado contrapicado), pero es que, además,
el plano precedente no pudo ser la mirada del caído ya que éste está tumbado de
espaldas; entra en campo el árbitro y, con bastante brusquedad, le da la
vuelta.
Volvemos al que he llamado plano subjetivo en el que ahora Sean y el
árbitro atisban hacia la cámara. El siguiente es un plano más cercano del
luchador derribado, del que percibimos por unos instantes el rostro (lapso tan
breve que no creo que nadie se dé cuenta en una primera visión de que el caído
se parece mucho a (¿quizás es ese mismo actor?) Victor McLaglen (al asociar así
a estos dos personajes Ford consigue que de forma subliminal comprendamos el
rechazo de Sean a golpear a su cuñado). Volvemos al plano subjetivo en el que el
árbitro, Sean y ahora también sus ayudantes, miran hacia la cámara.
Detengámonos aquí para analizar la rareza de la situación: el plano ahora sí
subjetivo del caído no sólo no corresponde a una imagen frontal de su rostro
sino que además resulta ser ¡el plano subjetivo de un muerto!
¿Por
qué hace Ford esto? Pues… no lo sé. Sospecho que él mismo no sabría explicarlo,
pero en cualquier caso este descentramiento del punto de vista, estos planos
que escapan a la lógica y sobre los que pocos, imagino, se interrogarán durante
la visión de la película, contribuyen a resaltar las sensaciones de
desconcierto, malestar y alerta que forman parte de la escena –junto a las de
oprobio, amargura y culpabilidad-. Esas impresiones de desajuste las reafirman
los dos planos siguientes (que, en realidad, son dos tomas del mismo plano –se
ha montado la primera mitad de una y la segunda de la otra- y que al no
producir un raccord perfecto da lugar a que notemos que algo chirría, pero que
no sepamos exactamente qué (¿hay un fallo en el plano? ¿o en la copia? ¿o es acaso
un error de percepción nuestro?). Una última anotación sobre este anómalo plano
subjetivo: el movimiento de los personajes –primero acercándose, luego yendo
hacia atrás- es muy raro en Ford ya que se hace de forma perpendicular al
objetivo. Una de las marcas de su estilo, ya desde “Straight Shooting”, es el
movimiento en profundidad tomado en contrapicado, pero siempre en diagonal.
Otro
detalle extraño aparece en el siguiente plano (visto además –como todos los del
púgil muerto y los posteriores de los fotógrafos- desde fuera del ring) en
donde la cámara (frente a los otros dieciocho, que son fijos) realiza un
pequeño travelling, primero siguiendo y luego “envolviendo”, “abrazando” a
Sean, que entra en plano acompañado de sus ayudantes y se sienta en su rincón;
a continuación aparece un policía, que se coloca a su lado no de forma ominosa
sino como si fuera un compañero más (la sensación que se da –aunque justo en
esos instantes se oyen abucheos- es que ni la autoridad ni nadie en ningún
momento lo considera culpable, sólo el mismo Sean lo hace). El plano ha
empezado fijo y vacío y acaba de nuevo quieto, ahora con los cuatro mirando
hacia el fatídico punto. Nos encontramos ya en el segmento central de la
escena. En él se suceden planos de, a la derecha del cuadrilátero, Sean y sus
compañeros atisbando hacia el otro lado, donde se muestran los planos del caído
y de la llegada del médico, que certifica que ha fallecido.
Y
se pasa así al último segmento (los periodistas fotografiando a Sean), que se
corresponde exactamente con el primero: de nuevo tenemos al protagonista captado
en un plano cercano, en contrapicado y mirando hacia el objetivo, aunque esta
vez quien le mira sí existe –pero, nueva extrañeza, no se trata de una persona,
sino de varias-; de igual modo que al principio, al sujeto que mira (los
fotógrafos) no se le ve de frente como sería lógico sino que se le toma –de una
manera digamos objetiva y distante- desde un lado. Fijémonos un momento en los
fotógrafos, que, con su entrada, han provocado que se remanse la escena. Ningún
otro director se hubiera detenido tanto en ellos ¿por qué entonces lo hace
Ford? La explicación que se me ocurre no es concluyente ni lógica sino, digámoslo
así, “poética”: estos seres grises, uniformes, urbanos (¡tan opuestos a los
irlandeses!), aprovechando que Sean está inerme, desvelan su intimidad. Y lo
hacen con autoridad, indiferentes al desconsuelo. Además, al dilatarse estos
momentos, este segmento se equipara y sirve de contrapeso al primero. Entre estos
planos se muestra nuevamente el del cadáver (ahora con el rostro cubierto), que
sólo parece verlo (y apiadarse de él) Sean, como muestra en el último plano de
la escena su rostro dolido y culpable –contrastando con las expresiones despreocupadas
de sus ayudantes (ese chicle mascado…)-.
Y la melodía grave
da paso a las notas musicales agudas en el momento en que se corta al plano
siguiente, donde Sean (de vuelta al presente) recupera la consciencia. Notas
que ya se oyeron en los últimos instantes del plano que precedió al flashback y
que, arropándolo, amplía la estructura en arco (A-B-A) de éste. Así, podría
concluir diciendo que, bajo una aparente amalgama de desequilibrio y anomalías,
encontramos la armonía estructural propia del clasicismo.
CORAZONES CRISTALINOS (Sergio Sánchez)
Hay
algún amigo con blog que ve el cine compuesto por parcelas y dentro de esa
diversidad deparcelas cobran especial
importancia para mí las últimas películas de los más grandes, que convirtieron
el cine y el oficio en algo fácil, grácil, ligero pero imposible e inasible
para los directores de categoría inferior.
No es
fácil explicar por qué uno prefiere “Man’s favorite sport” a “Bringing
up baby”, no porque no sea una opinión muy extendida, sino porque en las
propias películas la segunda parece hacer más evidente su talento, su
brillantez y su importancia, la primera, sin darse aires dice lo mismo o más
con esa admirable humildad, despreocupación de si misma e inconmensurable e
invisible majestuosidad.
Quizás
sólo Ford y Hitchcock, al menos en el cine USA, han llegado a
despertar más admiración en su última etapa que en las primeras, pero para mí
el tema de las “últimas películas” ha llegado a ser un pequeño caldo de cultivo
de pasión y obsesión cinéfilas.
Me
gustaría referirme a un solo ejemplo descubierto últimamente, aunque hay
muchos más y mucha tierra por quemar entre la afición que nos pueda leer. Ellos
ya seguirán viendo “A Countess from Hong Kong”, el díptico indio o el
último Mabuse de Lang o cuantos ejemplos puedan ocurrírsele o despertar
su curiosidad o afán de revisión.
“Le
testament du docteur Cordelier” raramente podría haber subido con facilidad a los altares. Sobre todo
porque no es Robert Louis Stevenson un escritor al que la cinefilia tome
demasiado en serio, ni es fácil afirmar que una gran obra de Renoir (del
que gusta recordar una y otra vez sentencias importantes como “todo el mundo
tiene sus razones”) es esta divertida y apasionante versión de Jekyll y Hyde.
La
película tiene una media hora inicial desde el punto de vista del Bien, de la
legalidad, que podría relacionarse con el cine mabusiano de Fritz Lang,
continuando con esas corrientes ocultas comunicantes entre la obra de sus
dos dispares directores. El punto de vista de la policía inquieta y amenaza con
convertirse en algo un tanto rutinario y monótono pero le sienta bien a la
película antes de que un asesinato clarifique a todas luces cuál es el quid de
la cuestión y de qué obra literaria estamos hablando, y el punto de vista se
desplace hacia la tragedia de Cordelier-Opale.
Jean-Louis
Barrault interpreta a un Opale/Hyde
memorable e inquietante que suple muy bien un cierto titubeo o desconcierto
inicial en el espectador ante el guión y cubre las espaldas de la película
hasta llegar a su deslumbrante y frenética segunda mitad, donde resulta
apoteósica la confesión de Cordelier que arranca con Lise, esa criada
alemana que celebra la vida (como si fuera “Une partie de campagne” como
si fuera un Renoir en color) ante la hipocresía de un Cordelier/Jekyll
reprimido, o esa paciente cuyo desvergonzado rostro no revela precisamente que
nuestro Cordelier deba esperar a la anestesia alguna.
Renoir, del cual uno sospecha que más que su
película más que avisar de los peligros de la ciencia deja relucir el horror al
que conlleva la represión, si es que realmente quería decir algo (con la torpe
altisonancia que se le da hoy al verbo “decir”), lo filma todo con esa
facilidad cristalina y seguridad suprema y bellísima a la que nos referíamos,
sin vociferar su talento ni su capacidad de seducción, dejando ese frenesí sea
sólo de hechos, pero no de imágenes, y arranca con su llegada a la televisión
para presentar la película, lo que supongo que en la Francia del momento
supondría un mágico juego de espejos en su presentación televisiva.