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Publicado el 10 mayo 2013 por Jesuscortes
Han pasado ya cinco años desde que empezó a funcionar este blog y esta entrada es por ello un poco especial.
Y qué puede ser más diverso que lo contrario de siempre: que sean algunos amigos y visitantes habituales los que tomen la iniciativa de la palabra... Muchas gracias a ellos por sus textos y a los demás por seguir leyendo.
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DIOS NO EXISTE, NI SIQUIERA EN LOS CÁRPATOS (Ángel González)
Negras nubes ocultan la luz de la luna mientras, a lo lejos, se oye a los lobos aullar. Una madre trata de calmar a un niño sollozante. Algo va mal, se presiente. De entre la nieve aparece el fatigado padre, “¿Aún vive?” Había ido a buscar al cura para bautizar al niño, pero no estaba en casa. Está enfermo y “Si muere sin bautizar, su alma no descansará”. La escena se torna escalofriante, ¡nadie me había dicho que era una película de terror! Ellos mismos bautizarán al pequeño con agua bendita. Fundido en negro… La siguiente imagen es de un árbol florido y se oye a los pájaros cantar, es primavera. Inmediatamente uno reacciona, ¡me está diciendo que todo ha salido bien! Efectivamente, la cámara retrocede y vemos al niño, en brazos de la madre, mirando ese árbol a través de la ventana. Es la primera escena de "Emberek a havason". Es un ejempo de (primitivo) lenguaje cinematográfico que hoy parece olvidado, capaz de transmitir emoción sin efectismos, capaz de hablar sin palabras, capaz de trascender sin solemnidad. 70 años más tarde, cuando la tendencia al tour de force técnico en cada secuencia olvida la narración, la continuidad, el lenguaje mismo (¿de qué sirven los términos elevados cuando se destruye la prosa -no digamos la poesía-?), estos seis minutos recuerdan que el cine tiene una capacidad de sugerencia que el texto, la fotografía o la música no poseen por separado. Cada plano expresa la consecuencia del anterior y anuncia el sentido del siguiente, y cada secuencia tiene a la vez vida propia y forma parte del conjunto (así esta primera secuencia, aunque el niño sobreviva, introduce el fatum trágico que espera a los personajes en el resto de la historia). Tampoco el cine contemplativo actual, a menudo más perezoso y narcisista que inspirado y profundo, es capaz de producir tanta emoción. De hecho ha renunciado (salvo excepciones) a la emoción, término vinculado despectivamente a la manipulación y por tanto condenado por los puristas (no dejar de ser paradójico que precisamente ahora S&S haya entronizado a Hitchcock, maestro de manipuladores). Originalmente planeado como un cortometraje a rodar en los Cárpatos de Transilvania (recientemente reocupada por Hungría), finalmente supuso el primer largo de István Szöts y de casi todo su equipo técnico-artístico. A pesar de las dificultades de producción (a partir de 1941 Hungría ya participaba activamente en la guerra), el rodaje significó también una gran aventura, alejado de los confines del estudio y los argumentos más tradicionales. Film-isla (Szöts sólo rodó otro largo de ficción, relegado por las condiciones políticas emergentes), difícilmente emparentable con ninguno de sus contemporáneos (aun cuando no suponga ningún avance formal o temático), destacado como precursor del neorrelismo italiano o por su dickensiana crítica de la condiciones de vida, y que es, sobre todo, una obra profundamente humanista. Salpicada de referencias religiosas, sutiles (cuando los tres, la madre sentada en una vaca, bajan al valle, recuerda a la Natividad del Señor), simbólicas (la sombra en forma de cruz sobre una puerta tras la cual se haya la mujer, moribunda) o manifiestas (la plegaria a la Vírgen), "Emberek a havason" está sin embargo firmemente asentada en la tierra y su entorno. Es un acto de fe. Fe en los hombres de las montañas. Fe en el lenguaje cinematográfico.
ALMAS DESNUDAS (Mario Vitale)
No se trata tan solo del poder de una mirada, ni de una voz, ni de una manera de andar y moverse, ni siquiera de la belleza de todo eso junto, porque, tal vez, habrá actrices de miradas más intensas, voces más subyugantes, andares más acompasados y armoniosos y, a pesar de las reservas que puedan asaltarle a uno, bellezas más esplendorosas y apabullantes, pero es que cuando nos encontramos en una pantalla –a ser posible grande y parpadeante- con Hideko Takamine somos inmediatamente conscientes de que toda esa belleza encarna, proyecta, expande y, en definitiva, aloja una postura moral ante la vida. No está precisamente el cine japonés carente de este tipo de posturas vitales: mujeres que simbolizan contra viento y marea verse y vivirse como refugio, isla o cerco de sí mismas o de aquellos que ellas consideran merecedores de compartirlos. Kinuyo Tanaka y Setsuko Hara completan la triada. La fragilidad sobrehumana de la primera y el sublime abismo de la segunda. El movimiento dotado de gracia, entrega y sacrificio que asociamos a Mizoguchi y la resistencia contra la insistencia de la vida y sus manipulaciones que vemos en sus papeles para Ozu. El arte de Hideko Takamine se coloca justo en medio de sus dos contemporáneas. Participa inevitablemente de esas dos tendencias, movimiento y resistencia. El resultado está perfectamente reflejado en el rostro escéptico de la actriz. El director que mejor entendió todo esto fue Mikio Naruse, que moldeó y supo extraer todos los registros que Takamine llevaba en su interior 
Durante casi un cuarto de siglo (un periodo clave en la historia de Japón: 1941-1966), y de manera intermitente, Hideko Takamine y Mikio Naruse llegaron casi a la veintena de colaboraciones que dan buena cuenta de la cantidad y profundidad de registros que actriz y director fueron capaces de conseguir. Algo inaudito y al alcance de muy pocos. Si alguien se le puede comparar a la actriz no es otro que John Wayne, que durante un periodo parecido, 1939-1963, y también de forma intermitente, hizo sus mejores papeles dirigido por John Ford. Tanto la actriz como el actor alcanzaron una de sus cimas dando vida a quienes habían escrito, con verdadero conocimiento de causa, personajes que ambos interpretaron en el pasado: Wayne hizo de Frank W. “Spig” Wead en “The Wings of Eagles” (1957) y Takamine hizo de Fumiko Hayashi en “Horouki” (1962). Si Ford plasma la vitalidad e idealismo del joven Wayne a bordo de una diligencia en "Stagecoach" (1939), Naruse sube a una casi adolescente Takamine a  bordo de un tranvía en “Hideko no shashô-san” (1941). Pero el idealismo de Takamine dirigida por Naruse dura lo que dura el viaje de dos tranvías, subiéndose al mencionado de 1941 y apeándose de otro al comienzo de “Inazuma”, casi diez años después. A partir de ahí, y hasta 1966, año en que Naruse rueda su penúltimo accidente automovilístico con “Hikinige”, no habrá más recitados turísticos porque los trayectos de sus personajes, entre lo doméstico, la hostelería y alguno definitivamente fuera de ruta, no tienen más guías, horarios y paradas que los que sortea y vadea una conciencia femenina sensible. Los personajes que Hideko Takamine fue enlazando para Mikio Naruse a lo largo de la década de los 50 hasta mitad de la década siguiente son un prodigio de matices capaces de reflejar a través del cansancio y el empuje, un abanico de variaciones y combinaciones que engloban todas las penalidades (varias), alegrías (escasas) y contradicciones del alma humana. Cuando estaban enmarcados en la colmena familiar y su casi siempre correlativo negocio familiar amenazado (“Inazuma”, “Nagareru”, “Tsuma no kokoro”, “Musume, tsuma, haha”, “Midareru”) era el rostro de la actriz, sus respuestas discretas pero directas, sus elocuentes silencios, su mirada inteligente, la que la convertían en el testigo privilegiado de los planteamientos, discusiones y mezquindades que iban surgiendo, de manera premeditada o no, en el seno de una familia de la que la mayoría de las veces se sentía excluida. Más organizadas que organizadoras, y conocedoras por intuición o experiencia de cada uno de los resortes de la vida práctica, recaía sobre sus personajes un peso moral a veces insoportable. Otros personajes no pertenecían a ninguna colmena, o lo hacían de manera fugaz para el espectador (“Ukigumo”, “Arakure”, “Onna ga kaidan wo agaru toki”, “Horou-ki”), iban por libre pero no se libraban de las decepciones y humillaciones que los sentimientos podían acarrear. Asombra y maravilla contemplar el mismo rostro y ver a Kiyoko, Yukiko, Ikuzo, Katsuyo, Oshima, Keiko, Kazuko, Miho, Yoshiko, Fumiko, Nobuko, Reiko o Kuniko, un auténtico catálogo de mujeres fuertes y valerosas portadoras de las emociones más variadas, por muy enfrentadas y contradictorias que sean, siempre elegantes (aunque carezcan de modales o los repriman menos, como en “Arakure” y “Horou-ki”) y leales, exigiendo con una sola mirada respeto y comprensión. En “NagareruKatsuyo detesta la adulación y servilismo que impone el universo de las geishas en que se ha criado, pero en “Onna ga kaidan wo agaru toki” la adulación es el instrumento de trabajo, aunque el sentimiento aceche cerca. La discreción y lealtad entablan una íntima batalla contra los sentimientos de Reiko en “Midareru” y se contrapone con la rabia y agresividad de Oshima en la impresionante “Arakure”. En “Tsuma to shite onna to shite” tiene una prodigiosa catarata de emociones sucesivas, dichas, leídas o intuidas en su rostro y manera de moverse en menos de diez minutos mientras Tatsuya Nakadai apenas llega a vislumbrar algo. “Ukigumo” y “Horou-ki” son un compendio, terrible y sublime, de las emociones que hay entre las mujeres y los hombres, donde apena menos fracasar en el amor que no experimentarlo, y que resume sin tapujos la propia Fumio Hayashi de Takamine: “No puedo hacer daño a los hombres. No puedo dejar de amarlos, aunque me hagan daño.” Al parecer es sabido que Hideko Takamine tenía un perfecto conocimiento técnico de su oficio, supongo que labrado y pulido durante sus varias décadas en el cine desde que era una desdentada niña que aparecía con sus primeros padrinos, nada menos que Yasujiro Shimazu, Heinosuke Gosho, Hiroshi Shimizu y Yasujiro Ozu. Sabía dónde y cómo mirar, conocía los encuadres y los ángulos, e intuyo que si Mikio Naruse era, además, un genial montador, las miradas de su actriz eran las mejores tijeras. Es innegable que el tenso viaje en tren de Kingo Gondo (Toshiro Mifune) en "Tengoku to jigoku" de Akira Kurosawa es una obra maestra del montaje, pero un año después Naruse rueda “Midareru” donde hay un viaje en tren a través de toda una noche condensado en diez minutos con el palpitante destino de dos personajes que apenas hablan y donde los planos fluyen inexorablemente montados por la mirada, sobre todo, de la gran Hideko Takamine. Eso también es montaje.
Con otros apellidos, en otras latitudes y lenguas no creo que Hideko Takamine desentonase en absoluto volviendo a bordar los personajes que ya bordaron Joan Bennett, Delphine Seyrig, Ginger Rogers, Ida Lupino, Susan Hayward, Vilma Santos, Konkona Ken Sharma, Annie Potts o Marlène Jobert en “The Reckless Moment”, “Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles”, “5th Ave Girl”, “The Bigamist”, “The Lusty Men”, “Relasyon”, “Mr. and Mrs. Iyer”, “Texasville” y “Nous ne vieillirions pas ensemble”.
WESTERNS DE CÁMARA (Roberto Amaba)
Quiero hacer pública una categoría mental propia y caprichosa donde archivo un tipo concreto de película del Oeste: el western de cámara. Algunas de las características que deben cumplir son:
- Estar comprendidos entre 1940-1959
- Blanco y negro
- Baratos, sin ser necesariamente series B
- Pertenecer a directores considerados “menores” o, en caso contrario, tener una fama secundaria dentro de la filmografía del “maestro” de turno
- Predominio de los interiores o un uso del paisaje austero y artificial
- Hacer de la reclusión - ocasional o continua - de los personajes uno de los principales recursos dramáticos
- El western de cámara es también un western moral
- No tienen que ser obras maestras por decreto. Aunque muchos sí lo sean
- No confundir, aunque existan tangencias y convivencias evidentes, con aquello que algunos llamaron western noir.
Con semejantes reglas, es normal que pocos puedan considerarse canónicos. La mayoría incumplirá uno o varios requisitos, pero dejo una pequeña lista abierta a colaboración:
01. Day of the outlaw (André de Toth, 1959) 02. Ghost Town (Allen H. Miner, 1956) 03. The Gunfighter (Henry King, 1950) 04. The Outcasts of Poker Flat (Joseph M. Newman, 1952) 05. The Ox-Bow Incident (William A. Wellman, 1943) 06. Rawhide (Henry Hathaway, 1951) 07. The Secret of Convict Lake (Michael Gordon, 1951) 08. Stars in my Crown (Jacques Tourneur, 1950) 09. Terror in a Texas Town (Joseph H. Lewis, 1958) 10. The Tin Star (Anthony Mann, 1957) 11. Pursued (Raoul Walsh, 1947) 12. Forty Guns (Samuel Fuller, 1957) 13. 3:10 to Yuma (Delmer Daves, 1957)
SESENTA Y SEIS SEGUNDOS (Rodrigo Dueñas)
En poco más de un minuto, imprevisto y contundente, el flashback de “The Quiet Man” desvela el pasado y las razones de la conducta del protagonista.
Aparece hacia mitad de la película, justo en la secuencia en que se festeja la boda de los protagonistas –es decir, algo después de la escena del beso final con que concluye la mayor parte de las obras del Hollywood clásico-, cuando, como todos los conflictos parecen resueltos, no se ve cómo puede continuar la historia. Es una secuencia festiva que, por el momento, corona una película hasta entonces regida por el humor, la emoción y el romanticismo y que, en un cambio de tono muy propio de Ford, inopinadamente bascula al drama: Red Will Danaher se enfrenta a los recién casados acusando de intrigante a Sean Thorton, quitando la dote a su hermana, golpeando al protagonista. Tono y escena se tensan aún más cuando, sobre el plano en que Sean cae inconsciente al suelo, se oye un grito femenino, seguido sucesivamente de un incongruente ruido de campana, de unas notas agudas propias de una pesadilla y del rugido de una multitud. Sean, aparentemente desnudo, se precipita asustado hacia la cámara (de primeras parece que se mira a sí mismo caído) y sólo cuando, alzándose, se aparta de ella, vemos que lleva calzones y guantes de boxeador. Por corte directo hemos pasado a otro momento y a otro lugar insospechados y en donde nos va a costar un tiempo situarnos. Ha comenzado un flashback que explica qué le sucedió a Sean, pero que también nos comunica con intensidad su desconcierto y desolación, de modo que no sólo comprendamos sino que también, si se puede decir así, sintamos las razones que mueven y van a mover al protagonista. Esta breve evocación impacta en todos los órdenes sobre una película hasta entonces bucólica y cercana a la comedia. Y lo hace ante todo por su carácter trágico: el héroe constata con agonía que ha matado a un hombre. Sorprendentemente, el flashback establece una inesperada similitud con el correspondiente –y mucho más célebre- de “Vertigo”, película con la que, por lo demás, “The Quiet Man” poco tiene en común. Ambos surgen de improviso, desvelan algo oculto de lo cual, además, no sospechábamos su existencia (aunque Ford, con honradez, ha mostrado indicios en cuatro momentos anteriores) y son incisivamente turbadores, provocando un efecto de desasosiego e incertidumbre, de no saber a dónde agarrarnos. Uno y otro relatan una muerte que afecta de modo decisivo al presunto héroe. De igual modo, las dos películas acaban con el protagonista impelido –de una forma o de otra- a repetir precisamente lo que vivió en ese suceso del pasado. Aunque esa repetición se resolverá en una como tragedia y en la otra como farsa. El flashback no aparece en el relato de Maurice Walsh que da origen a la obra. Se trata de un relato excelente, aunque insuficiente a causa de su brevedad para hacer de él un largometraje (y lo sigue siendo pese a las ideas e incluso escenas que añade Ford tomadas de los otros cuentos que junto a éste componen “Green Rushes”). Como el objeto de este artículo es esta vuelta al pasado (o quizás sería mejor decir “esta vuelta del pasado”), no entro en los cambios efectuados en la adaptación, cambios que son sobre todo sumas (de personajes secundarios, de humor, de emoción, de simetrías narrativas y, por supuesto, de enriquecimiento de personajes, situaciones y ambientes). Recordemos que Ford, desde que se publicó el cuento, trató en más de una ocasión de hacer la película, pero que sólo consiguió realizarla en las condiciones que exigía (que consistían en trabajar con libertad y en poder filmarla en Irlanda) al cabo de diecinueve años. Tuvo pues tiempo para reflexionar sobre la historia, para modificarla y enriquecerla. Fue así como surgió la idea del flashback, inexistente en el original donde sabemos desde el principio que el protagonista ha sido boxeador. Ford, maestro en el arte de contar historias, decide guardar este dato –logrando que esta ocultación de información no sea un efecto artificioso para lograr una sorpresa sino algo natural: es un secreto que guarda el protagonista- y ofrecerlo en el momento clave que estamos estudiando. El flashback sí aparece en el guión firmado por Frank S. Nugent, el cual, como es lógico, se parece bastante a la película (aunque, a partir de él, Ford efectuó numerosos y jugosos cambios). Si bien cuenta lo mismo que luego el director filmaría, lo hace de una forma diría que más compacta: Ford lo desglosa en detalles, alarga y hace sentir el tiempo y, sobre todo, incide en las sensaciones, tan intensas, que provoca, algo que apenas si se señala en el guión. Una acotación: el flashback está inserto dentro de otro flashback, algo que es bastante infrecuente. Pero es que, además, también este último flashback es bastante inusual: primero porque es relatado por un personaje secundario –que además, y frente a la casi totalidad de los caracteres, no es especialmente simpático- y, también porque, desde el comienzo hasta casi el final, engloba prácticamente a la totalidad de la película. Por cierto, este flashback (que, al margen de su decisiva función narrativa, a la vez nos distancia –al recordarnos que nos están contando una historia- y nos acerca –pues se dirige a nosotros, con confianza y humor por añadidura-) no está en el guión: es uno de los múltiples cambios que Ford iba continuamente agregando, en este caso cabe suponer que en la fase de montaje.  Paso a señalar aspectos que definen a esta escena y que contrastan con el resto de la película. La componen diecinueve planos muy cortos –tres segundos de media-, oscuros, cerrados, perfectamente compuestos (frente a los demás que, en general, tienen mucha mayor duración y son luminosos, abiertos, amplios y dan la –falsa, claro- impresión de haber sido creados de forma espontánea). Si en el resto de la película el colorido es rico, vivo y dichoso, aquí dominan el negro y el blanco; las únicas notas cromáticas que brevemente se ven son el rojo intenso y el azul –colores que, cosa curiosa, son los mismos de la ropa de Mary Kate en la primera escena en que aparece y en donde se produce el flechazo-. Por otro lado, en una decisión consciente (pues no estaba planteada así en el guión) a fin de diferenciarla más del resto de la película, es una escena muda –luego carece de los personalísimos diálogos fordianos, de esas réplicas alusivas, sugerentes, coloquiales, concisas hasta comerse palabras o sílabas-. Respecto a los personajes, lo primero que hay que destacar es que –aunque vemos a bastantes caracteres, llego a contar dieciocho- no aparece ninguna mujer. Aparte de Sean, ningún otro vuelve a salir en la película; y sin embargo, aunque intervengan en pocos y breves planos, a algunos –como sobre todo los dos ayudantes de Sean y el árbitro- le bastan unos segundos a Ford para caracterizarlos y hacernos creer en su existencia. Por último, el flashback es la única escena que transcurre fuera de Innisfree y sus alrededores, en América (aunque hay una pequeña excepción: las palabras que evoca Sean de su difunta madre fueron pronunciadas también allí).
 Paso ahora a comentar algunos detalles concretos de la escena, escena que está compuesta por tres segmentos. Comienzo por el primero de los planos (Sean aproximándose a la carrera, con desasosiego), un plano subjetivo, algo rarísimo no sólo en el cine de Ford sino en el cine a secas: dicho tipo de plano, cuando se usa es para mostrar algo que ve un personaje (un paisaje, un objeto, una escena); lo que es excepcional es que si contempla a otra persona, establezca contacto con ella, ya que entonces ésta deberá mirar de frente al objetivo, lo cual es algo insólito (hay otros casos, anómalos aunque no tanto, en que un personaje se dirige al espectador mirando a la cámara). Bien, Sean se acerca y examina muy de cerca al contendiente derribado en lo que entendemos que es un plano subjetivo de éste… pero no es así: el siguiente plano no corresponde a un boxeador mirando de frente, es un plano distanciado y captado desde un lado (y además tomado en picado cuando el anterior se hizo en marcado contrapicado), pero es que, además, el plano precedente no pudo ser la mirada del caído ya que éste está tumbado de espaldas; entra en campo el árbitro y, con bastante brusquedad, le da la vuelta.   Volvemos al que he llamado plano subjetivo en el que ahora Sean y el árbitro atisban hacia la cámara. El siguiente es un plano más cercano del luchador derribado, del que percibimos por unos instantes el rostro (lapso tan breve que no creo que nadie se dé cuenta en una primera visión de que el caído se parece mucho a (¿quizás es ese mismo actor?) Victor McLaglen (al asociar así a estos dos personajes Ford consigue que de forma subliminal comprendamos el rechazo de Sean a golpear a su cuñado). Volvemos al plano subjetivo en el que el árbitro, Sean y ahora también sus ayudantes, miran hacia la cámara. Detengámonos aquí para analizar la rareza de la situación: el plano ahora sí subjetivo del caído no sólo no corresponde a una imagen frontal de su rostro sino que además resulta ser ¡el plano subjetivo de un muerto! ¿Por qué hace Ford esto? Pues… no lo sé. Sospecho que él mismo no sabría explicarlo, pero en cualquier caso este descentramiento del punto de vista, estos planos que escapan a la lógica y sobre los que pocos, imagino, se interrogarán durante la visión de la película, contribuyen a resaltar las sensaciones de desconcierto, malestar y alerta que forman parte de la escena –junto a las de oprobio, amargura y culpabilidad-. Esas impresiones de desajuste las reafirman los dos planos siguientes (que, en realidad, son dos tomas del mismo plano –se ha montado la primera mitad de una y la segunda de la otra- y que al no producir un raccord perfecto da lugar a que notemos que algo chirría, pero que no sepamos exactamente qué (¿hay un fallo en el plano? ¿o en la copia? ¿o es acaso un error de percepción nuestro?). Una última anotación sobre este anómalo plano subjetivo: el movimiento de los personajes –primero acercándose, luego yendo hacia atrás- es muy raro en Ford ya que se hace de forma perpendicular al objetivo. Una de las marcas de su estilo, ya desde “Straight Shooting”, es el movimiento en profundidad tomado en contrapicado, pero siempre en diagonal. Otro detalle extraño aparece en el siguiente plano (visto además –como todos los del púgil muerto y los posteriores de los fotógrafos- desde fuera del ring) en donde la cámara (frente a los otros dieciocho, que son fijos) realiza un pequeño travelling, primero siguiendo y luego “envolviendo”, “abrazando” a Sean, que entra en plano acompañado de sus ayudantes y se sienta en su rincón; a continuación aparece un policía, que se coloca a su lado no de forma ominosa sino como si fuera un compañero más (la sensación que se da –aunque justo en esos instantes se oyen abucheos- es que ni la autoridad ni nadie en ningún momento lo considera culpable, sólo el mismo Sean lo hace). El plano ha empezado fijo y vacío y acaba de nuevo quieto, ahora con los cuatro mirando hacia el fatídico punto. Nos encontramos ya en el segmento central de la escena. En él se suceden planos de, a la derecha del cuadrilátero, Sean y sus compañeros atisbando hacia el otro lado, donde se muestran los planos del caído y de la llegada del médico, que certifica que ha fallecido. Y se pasa así al último segmento (los periodistas fotografiando a Sean), que se corresponde exactamente con el primero: de nuevo tenemos al protagonista captado en un plano cercano, en contrapicado y mirando hacia el objetivo, aunque esta vez quien le mira sí existe –pero, nueva extrañeza, no se trata de una persona, sino de varias-; de igual modo que al principio, al sujeto que mira (los fotógrafos) no se le ve de frente como sería lógico sino que se le toma –de una manera digamos objetiva y distante- desde un lado. Fijémonos un momento en los fotógrafos, que, con su entrada, han provocado que se remanse la escena. Ningún otro director se hubiera detenido tanto en ellos ¿por qué entonces lo hace Ford? La explicación que se me ocurre no es concluyente ni lógica sino, digámoslo así, “poética”: estos seres grises, uniformes, urbanos (¡tan opuestos a los irlandeses!), aprovechando que Sean está inerme, desvelan su intimidad. Y lo hacen con autoridad, indiferentes al desconsuelo. Además, al dilatarse estos momentos, este segmento se equipara y sirve de contrapeso al primero. Entre estos planos se muestra nuevamente el del cadáver (ahora con el rostro cubierto), que sólo parece verlo (y apiadarse de él) Sean, como muestra en el último plano de la escena su rostro dolido y culpable –contrastando con las expresiones despreocupadas de sus ayudantes (ese chicle mascado…)-. Y la melodía grave da paso a las notas musicales agudas en el momento en que se corta al plano siguiente, donde Sean (de vuelta al presente) recupera la consciencia. Notas que ya se oyeron en los últimos instantes del plano que precedió al flashback y que, arropándolo, amplía la estructura en arco (A-B-A) de éste. Así, podría concluir diciendo que, bajo una aparente amalgama de desequilibrio y anomalías, encontramos la armonía estructural propia del clasicismo.
CORAZONES CRISTALINOS (Sergio Sánchez)
Hay algún amigo con blog que ve el cine compuesto por parcelas y dentro de esa diversidad deparcelas cobran especial importancia para mí las últimas películas de los más grandes, que convirtieron el cine y el oficio en algo fácil, grácil, ligero pero imposible e inasible para los directores de categoría inferior.
No es fácil explicar por qué uno prefiere “Man’s favorite sport” a “Bringing up baby”, no porque no sea una opinión muy extendida, sino porque en las propias películas la segunda parece hacer más evidente su talento, su brillantez y su importancia, la primera, sin darse aires dice lo mismo o más con esa admirable humildad, despreocupación de si misma e inconmensurable e invisible majestuosidad. Quizás sólo Ford y Hitchcock, al menos en el cine USA, han llegado a despertar más admiración en su última etapa que en las primeras, pero para mí el tema de las “últimas películas” ha llegado a ser un pequeño caldo de cultivo de pasión y obsesión cinéfilas. Me gustaría referirme  a un solo ejemplo descubierto últimamente, aunque hay muchos más y mucha tierra por quemar entre la afición que nos pueda leer. Ellos ya seguirán viendo “A Countess from Hong Kong”, el díptico indio o el último Mabuse de Lang o cuantos ejemplos puedan ocurrírsele o despertar su curiosidad o afán de revisión. “Le testament du docteur Cordelier” raramente podría haber subido con facilidad a los altares. Sobre todo porque no es Robert Louis Stevenson un escritor al que la cinefilia tome demasiado en serio, ni es fácil afirmar que una gran obra de Renoir (del que gusta recordar una y otra vez sentencias importantes como “todo el mundo tiene sus razones”) es esta divertida y apasionante versión de Jekyll y Hyde. La película tiene una media hora inicial desde el punto de vista del Bien, de la legalidad, que podría relacionarse con el cine mabusiano de Fritz Lang, continuando  con esas corrientes ocultas comunicantes entre la obra de sus dos dispares directores. El punto de vista de la policía inquieta y amenaza con convertirse en algo un tanto rutinario y monótono pero le sienta bien a la película antes de que un asesinato clarifique a todas luces cuál es el quid de la cuestión y de qué obra literaria estamos hablando, y el punto de vista se desplace hacia la tragedia de Cordelier-Opale. Jean-Louis Barrault interpreta a un Opale/Hyde memorable e inquietante que suple muy bien un cierto titubeo o desconcierto inicial en el espectador ante el guión y cubre las espaldas de la película hasta llegar a su deslumbrante y frenética  segunda mitad, donde resulta apoteósica la confesión de Cordelier que arranca con Lise, esa criada alemana que celebra la vida (como si fuera “Une partie de campagne” como si fuera un Renoir en color) ante la hipocresía de un Cordelier/Jekyll reprimido, o esa paciente cuyo desvergonzado rostro no revela precisamente que nuestro Cordelier deba esperar a la anestesia alguna. Renoir, del cual uno sospecha que más que su película más que avisar de los peligros de la ciencia deja relucir el horror al que conlleva la represión, si es que realmente quería decir algo (con la torpe altisonancia que se le da hoy al verbo “decir”), lo filma todo con esa facilidad cristalina y seguridad suprema y bellísima a la que nos referíamos, sin vociferar su talento ni su capacidad de seducción, dejando ese frenesí sea sólo de hechos, pero no de imágenes, y arranca con su llegada a la televisión para presentar la película, lo que supongo que en la Francia del momento supondría un mágico juego de espejos en su presentación televisiva.