Hoy voy a referirme al tercero de los desequilibrios que caracterizan a la civilización fracasada que parece conducirnos al colapso de la sociedad humana: la desintegración. Bueno es recordar los dos primeros desequilibrios a los cuales he dedicado ya algunas líneas: la apropiación y la representatividad. Pero antes quiero dar un rápido vistazo al tema del más reciente informe del IPCC, el organismo científico de la ONU que investiga el cambio climático. Según el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, al comentar el informe, «Es un documento que debería darnos vergüenza, que cataloga las promesas vacías que nos conducirán sin duda hacia un mundo inhóspito. Avanzamos a toda velocidad hacia el desastre climático: grandes ciudades bajo el agua, olas de calor sin precedentes, tormentas aterradoras, escasez generalizada de agua, la extinción de un millón de especies de plantas y animales. Y esto no es ficción ni es una exageración. Según la evidencia científica, este será el resultado de nuestras políticas energéticas actuales». Cuando le digo a alguien que me he convertido al colapsismo y le explico de qué va eso, suele mirarme como si yo fuera un bicho raro, con descreimiento o compasión, algo parecido a lo que les ocurre al doctor Randall Mindy y a la estudiante Kate Dibiasky en la película No miren arriba, cuando anuncian el fin del mundo que causaría el impacto contra el planeta de un cometa. No culpo a mi incrédulo auditorio, al fin y al cabo, a todos nos hacen ocuparnos prioritariamente de otros asuntos: la guerra Rusia-EEUU en Ucrania, la pandemia, la situación económica, el diálogo de México, las peleas de los políticos, y nos inducen a pensar que todos esos eventos son más importantes que la destrucción del hábitat humano y la probabilidad de extinción de la especie. Tampoco le doy tanta relevancia a tales reacciones porque, finalmente, nada de lo que yo diga o haga podrá cambiar nuestro destino, sea este cual fuere. Estamos mas bien en manos de los capitalistas, de los políticos de toda laya y de los jefes militares del mundo, lo cual es de terror y de muerte lenta… y esto último podría ser premonitorio o finalmente literal. No solo pasa que quienes dominan el mundo no están avanzando lo suficiente para evitar el colapso, sino que además parecieran estar empeñados en retroceder en tales objetivos. El caso de la guerra Rusia-EEUU, que tiene como escenario Ucrania, es ejemplar. Ninguna de las dos potencias capitalistas en liza por el control comercial y financiero de Europa, con el apoyo o la justificación de aparatos mediáticos y de sectores intelectuales y políticos tanto de izquierdas como de derechas, lo hacen por libertad, justicia, derechos humanos, sino por dinero y recursos. Ambas, con esta conducta criminal, están abonando al colapso de la sociedad humana e imponiendo su propia estulticia y codicia a todos: la guerra en Ucrania ha provocado un retroceso en la reducción de emisiones contaminantes, con muchos gobiernos aprobando ayudas a las industrias petroleras para frenar la subida de precios en la gasolina debido a la guerra. Respecto a esto, el informe del IPCC no deja lugar a dudas: la eliminación de este tipo de subvenciones podría reducir las emisiones hasta en un 10% de aquí a 2030. Algo que contribuiría paralelamente a invertir ese dinero en servicios públicos con bajas emisiones. Bien, tal vez no ande yo tan perdido con mi colapsismo crepuscular. De todas maneras ¡qué sé yo, de pronto estoy completamente equivocado! O acaso no, ya lo sabrán las generaciones futuras, si las hubiere. Y ahora vamos al grano. El fenómeno de la desintegración es una consecuencia de la división de los hombres con base en distintos factores, como la pertenencia a una clase social, a una religión, a una cultura, a un ámbito geográfico, a un sector social. Aun al interior de las clases y grupos existe la desintegración de los humanos fundamentada en disputas por el poder, diferencias de perspectiva cognitiva, reparto de privilegios y otros factores. La no integración de los humanos como especie da lugar a distancias y contradicciones insalvables entre colectivos y entre individuos que suelen zanjarse con exclusión, violencia, guerras y todo tipo de conflictos y desafectos (Solís Gadea). Los poderes fácticos han sido incapaces de gobernar equilibradamente a la sociedad, mantener un orden virtuoso, encauzar las corrientes y fuerzas políticas, y conjugar los intereses, en torno al objetivo de lograr el bien común y construir una cultura de respeto por la naturaleza y, por ende, de los congéneres de la especie humana. Esta incapacidad generalizada, presente en todas las naciones modernas, genera un gran desorden y una nociva desorganización social. No es sólo que entre los políticos y los partidos haya muchos desacuerdos, competencia desleal, patadas bajo la mesa y puñaladas traperas. Tampoco es sólo que durante las últimas décadas los mercados económicos, los precios de las mercancías y los montos de los salarios, han provocado niveles de desigualdad y marginación indignantemente altos. La desintegración humana va más allá. Incluye la presencia de una corrupción desaforada (que no se necesita documentar, pues basta considerar cuántos gobernantes de los distintos niveles enfrentan acusaciones de malversación de fondos) y el incremento de las cifras de asesinatos, secuestros, feminicidios, trata, desapariciones forzadas, delitos comunes, bullying, acoso y el hostigamiento, o comportamientos autodestructivos como las adicciones y los suicidios. En las sociedades humanas originarias, la integración era una necesidad ineludible. Los humanos primitivos luchaban por sobrevivir en un ambiente hostil, abundante en grandes depredadores, y con carencia de instrumentos y tecnologías para facilitarse la tarea. Es por ello que estos humanos arcaicos eras comunistas (es decir integrados), no por razones ideológicas, sino por pura y simple necesidad. Si el desarrollo tecnológico, paulatino, expansivo e ininterrumpido, se hubiese combinado con la integración solidaria de los humanos, en sociedades caracterizadas por algún orden virtuoso, nos habría llevado a un mundo armónico. Pero ocurrió todo lo contrario, mientras más poder sobre la naturaleza fuimos adquiriendo, más nos desintegrábamos y nos hacíamos más y más insolidarios e individualistas, potenciando nuestras tachas instintivas de violencia, agresividad, genocidio y otras formas de aberración, y así hemos desarrollado este orden vicioso, destructivo y autodestructivo. El reputado científico catalán Eudald Carbonell, arqueólogo, antropólogo y prehistoriador, afirma que «lo que debería haber hecho ya la especie humana es una planetización para intentar integrar la diversidad en vez de uniformar (…) los sistemas actuales deberían basarse en la interdependencia, no en la jerarquía. Es decir, en la organización, la cooperación y la coordinación» (*). La desintegración de la especie humana no tiende a revertirse, todo lo contrario, se incrementa y se expande cada vez más. Las guerras actuales son muchas y se suceden unas tras otras, incluyendo conflictos entre naciones, entre facciones de una misma nación, guerras civiles, separatistas, étnicas, religiosas: en Ucrania, en Birmania, en Yemen, en Etiopía, Eritrea y Sudán, en Nigeria, en Camerún, en Somalia, en Kenia, en Túnez, en Siria, en Malí, en Congo, en Colombia, en Sudán del Sur, en Irak, en Mozambique y Tanzania, en Pakistán, en Irán, en India, en Filipinas, en Bangladés, en Egipto, en Libia, en Indonesia, en Turquía, en Senegal, en Azerbaiyán. Es un mundo que arde en conflictos armados que han provocado, solo en los últimos tres años, más de 20.000.000 de víctimas mortales, 3 veces más que las muertes producto del COVID-19. La plaga endémica de la desintegración es mucho peor que la plaga pandémica del coronavirus. En el caso de Venezuela, el proceso de desintegración se ha profundizado a partir de la segunda mitad del siglo XX, en la misma medida en que se exacerbaba en la sociedad el viejo individualismo, que se acentúa en el sistema capitalista. En la década de los años 50 del siglo XX, era yo apenas un niño que rondaba los diez años de edad y vivía en un barrio pobre de la capital. Recuerdo no sin nostalgia aquella gente solidaria que convivía en mi vecindad, la decencia y el respeto que todavía se valoraban como virtudes humanas. No era un mundo perfecto, nunca lo ha habido, pero Caracas se mostraba aún como ciudad semi rural, más cercana a la cultura campesina, de por sí más apegada a la tierra y a costumbres generadas en lo mejor de la naturaleza humana y no humana. Pero llegamos a lo que se ve hoy, en el camino al infierno que los humanos hemos construido. Todos los males propios de la civilización fracasada en su etapa superior, el capitalismo, mencionados más arriba, están presentes en mi malhadada ciudad: asesinatos, secuestros, feminicidios, trata de personas, prostitución, atracos, drogadicción, alcoholismo, distintos tipos de acoso, especulación comercial, brutalidad policial, discriminación y otros. Pero en años recientes han surgido y se han desarrollado otras odiosas muestras de desintegración social. Un ejemplo emblemático es el de los motorizados en Caracas. Por razones demagógicas y clientelares se permitió los primeros desmanes que cometían estos conductores, bajo un erróneo concepto de los derechos humanos del «pueblo» (realmente son una minoría estos ciudadanos que usan la moto como medio de transporte o herramienta de trabajo), que olvida intencionalmente y por razones de índole política, que el pueblo tiene, es verdad, derechos, pero también deberes, y que sin conciencia del deber social no puede haber sentido de pertinencia y convivencia. Bajo el manto de la irresponsable permisividad e impunidad promovida desde el Estado, los motorizados fueron ampliando la discrecionalidad de sus acciones, hasta llegar al día de hoy en que son considerados por la mayoría de los ciudadanos como una especie de plaga que se abroga el derecho a cometer todo tipo de delitos de tránsito, mientras las autoridades hacen muy poco, casi nada, por controlarlos y aplicarles la Ley: manejo a contravía, irrespeto de semáforos, uso de las aceras como vías o estacionamientos, atropellos a los peatones y a conductores de otros tipos de vehículos, sobrecarga de las motos, desconocimiento de medidas de seguridad como el uso del casco. Esta situación incontrolable bajo los criterios populistas que suelen imperar en distintas áreas de la sociedad venezolana, es un ejemplo patente y patético de la aguda desintegración global que afecta cada vez más a nuestras sociedades. En una próxima entrega abordaré el cuarto desequilibrio de la civilización fracasada, el ensimismamiento. (*) Carbonell, Eudald. Entrevista: «Eudald Carbonell, el científico de Atapuerca que avisa de la extinción del homo sapiens por la pandemia», por Marian Benito. Larazón.es, 29/03/2020 (En el título de la entrevista se hace una afirmación que nunca pronunció Carbonell. En todo caso os invito a buscar el texto mencionado y acceder a su conveniente lectura)