El pollito amarillo
Hace poco decía aquello de que 80 años no es nada, celebrando que mi padre era un octogenario bien cumplido y bien pensado. Hoy soy yo el que cumple los diez lustros de aquel maravilloso 1961, a pocos días de abandonarnos Hemingway y de que se levantara el Muro de Berlín. Bueno, creo que pasé peor la crisis de los cuarenta, con divorcio incluído.... a lo que iba, quería dejaros un relato y pensé en publicar (en abierto) un capítulo de mi libro "La memoria del árbol", el 2, en el que en cierto modo retrato lo que fue la infancia de un niño en los años sesenta, aquí os lo dejo y espero os guste...
El pollito amarillo
Si tuviese que quedarme con una imagen, un fotograma de la película de mi infancia, esa sería la de mi abuela Isabel acompañándome junto a mi madre, a la obligada visita de todas las tardes, la confitería de los callejones Cardoso, una estrecha y no siempre muy aseada calle cerca del mercado de abastos. El premio y el beso garantizados estaban en relación directa con el merengue del pollito amarillo, uno de los dulces que todavía hoy puedo perfectamente definir como si de un examen de los sentidos se tratara: su color, su edulcorante olor a limón, los ojitos pintados en rojo del merengue del pollito, la textura de la galleta María que servía de base al dulce, y sobre todo el sabor del delicioso y deseado pollito amarillo de las tardes de invierno. Las largas tardes en las que mi madre hacía el mismo recorrido todos los días, como si de una procesión de Semana Santa se tratara. Del colegio al trolebús de dos pisos que yo recorría corriendo pronto hasta el fondo, para subirme hasta el piso de arriba. Luego la llegada a Cádiz, camino por las calles del centro hasta el barrio de la Viña para hacer la estaciones sacramentales propias de la familia, la casa de mi abuela Paca, que al poco tiempo conocí viuda, ya que su marido, mi abuelo Rafael, falleció cuando yo apenas tenía seis o siete años, y finalmente la casa donde vivía mi tía Carmeluchi, mi tío Pepe y mis primos Manolín y Pepito, junto a mi abuela Isabel, la de los pollitos amarillos.En aquellos tiempos nosotros éramos unos afortunados dentro de la familia, mi padre había conseguido que le tocara uno de los nuevos pisos que la Acción Social de Viviendas del Régimen estaba levantando en el nuevo Cádiz, que se construía más allá de las antiguas murallas. Esta azarosa vivienda no había tenido el designio de los dioses, sino que era producto de la correspondiente comisión que uno de los dirigentes del entonces sindicato vertical había recibido. Era un piso de los sindicatos, como así se decía, un piso nuevo, una maravilla si lo comparábamos con las casas de vecinos, aquellos patios de retrete y cocina común, donde se hacinaba gran parte de la población del centro antiguo de Cádiz, especialmente en los barrios populares como el de La Viña, de donde venían mis padres, llamado así porque en su tiempo fue un lugar de viñedos entre el antiguo Castillo de la Villa y la playa de La Caleta.Nosotros teníamos el lujo de un cuarto de baño propio con bañera y ducha, y un ascensor, que se estropeó al poco de entregar los pisos y que no se volvió a arreglar hasta la llegada de la democracia, cuando los sindicatos verticales obligaron a los vecinos a tener que hacerse, contra su voluntad, propietarios de los mismos. Éramos unos señoritos. Yo podía comprobar esta superioridad en el bienestar de nuestras vidas domésticas cuando me quedaba en casa de algunos de mis primos en verano y veía el espectáculo en que se convertía el simple aseo diario en una bañera de zinc a base de ollas de agua caliente que se traían desde el otro lado del patio, donde estaba la cocina. Pero la mejor vivienda llevaba el problema de la distancia, en un Cádiz, que a diferencia del actual, estaba cortado en dos por un diferente patrón: la parte nueva, que con el tiempo iba tumbando los pequeños chalés por edificios de escaso valor estético, y un Cádiz antiguo, el Cádiz que sigue siendo, con un patrimonio histórico desvencijado y demacrado, a falta de una manita de limpieza que le vendría entrado el nuevo siglo, cuando ya muchas de las casas tradicionales habían sucumbido al paso de los años. Cádiz era como cualquiera de las ciudades sureñas de aquella España de la posguerra y de la tecnocracia franquista de los años sesenta, una ciudad que se recuperaba del golpe de la Guerra Civil y en la que los mayores te recordaban el miedo y la suerte que teníamos los pequeños de no haber pasado el tiempo del hambre. Porque el sueldo de sastre de mi padre daba incluso para que alguna que otra noche mi madre sacara para ciento cincuenta gramos de jamón y un quinto de cerveza para compartir, mientras todos veíamos junto al tresillo de escay de color burdeos, la televisión en blanco y negro de aquella grandiosa Zenith, cuya libertad se decidía entre la televisión normal y el UHF, un invento que al principio no sabíamos de qué se trataba, pero que con el tiempo se consagró como la otra opción posible, la de José María Iñigo y la de aquel programa de La Clave de José Luis Balbín, ya muerto Franco, aunque ésta sería otra época, otra historia. España tenía entonces una limitada libertad binaria, la de elegir entre el Barça y el Madrid, entre la primera y el UHF, y poco más. Era una España en blanco y negro, donde el pollito amarillo ponía el color necesario para el divertimento de un niño que se iba a dormir con el “Vamos a la cama” de la familia Telerín: Cleo, Teté, Maripí, Pelusín, Colitas y Cuquín. A las ocho y media en invierno y a las nueve en verano. La vida era así de sencilla.
El pollito amarillo