El jueves previo a la declaración de Estado de Alarma me encontraba con una responsable municipal. Habíamos sobrepasado la hora del desayuno debatiendo (y debatiéndonos) sobre la pertinencia de iniciar un curso breve al que asistirían unas 20 o 25 personas. l dilema no lo centramos tanto en el riesgo de contagio como en la responsabilidad política que conllevaba el evento; incluso, por qué no confesarlo, si estaría mejor o peor visto públicamente, dadas las primeras re stricciones oficiales contra la epidemia. Finalmente y con bastante frustración, decidimos postergar la actividad.
Al día siguiente, mientra conducía a casa y dentro de la burbuja musical en que me hallaba inmerso, mi atención continuaba presa de una especie de revelación. "¿Cómo es posible que me planteara, siquiera, iniciar la actividad?", pensaba y repensaba, sin salir de mi asombro.
El sábado (día en que se declaró el Estado de Alarma), a vueltas con este mismo asunto, me parecía una locura habernos plateado la sola posibilidad de iniciar aquel cursillo. Algo más de 24 horas después, veía con la claridad de una epifanía bíblica que era algo completamente d escabellad o .
¿Cómo puede cambiar tan radicalmente nuestra percepción de un suceso un día para otro?
El aprendizaje causal es el proceso que nos permite captar las relaciones entre sucesos. Gracias a él podemos predecir acontecimientos futuros basándonos en la información actual; podemos, pues, actuar para provocar consecuencias deseables o evitar las indeseables. El esquema es simple: debe ocurrir un evento A (brote vírico) y luego suceder el evento B (miedo al contagio) para que exista contigencia, o sea, que percibamos relación entre ambos: Si no se da el brote, no se da el contagio (ni el miedo). Pero para ser contingente, las consecuencias deben producirse de manera contigua al evento. Esto es, una explosión nuclear provocaría consecuencias inmediatas (encomendémonos la la diosa Fortuna), pero con el brote inicial de coronavirus en Wuhan, las consecuencias (muerte por contagio) no se produjeron de manera tan contigua, sino que se expandió de manera lenta e insidiosa. Lo suficiente como para que no lo percibiéramos como "tan contingente", y por tanto subestimásemos sus posibles propagación y efectos.
A principios de 2009 se declar ó otra oleada mortífera. La llamada , a pesar de las medidas de contención, se gripe porcina extendió por el todo el orbe (la OMS d ecret ó el grado máximo de alerta por pandemia ) . Los cál c ulos pronosticaban cientos de miles de ingresos en las UCI's hospitalarias y millones de muertos. E l pánico nos estranguló por el cuello y los países occidentales esperábamos su llegada como una versió n actualizada y apocalíptica de peste negra. Europa invirtió millones de euros en vencerla y vacunó a un 10% de su población, con la excepción de Polonia ( que decidió no hacerlo ) . Paradójicamente, e l indice de mortalidad en es t e pa í s fue similar a la del resto del mundo. En España fueron destruidas 6.000.000 de vacunas ( que nos salieron por unos 40 millones de euros) cuando la gripe A se mostró menos agresiv a de lo e spera do .
Hay más ejemplos, pero por finalizar, la epidemia del ébola duro dos años (2014-16) y aún siendo un agente más letal (tasa de mortalidad del 70%), segó la vida de algo más de 11.000 personas.
¿Recordaban estas epidemias antes de tener que permanecer confinados en casa?
Rafael Bengoa fue asesor sanitario del Gobierno de Barack Obama y lo es de la Unión Europea y de la OMS, entre otros cargos. Declara que, desde hace más de 15 años, infectólogos de todo el planeta concluían que estamos teniendo suerte: Las epidemias-pandemias que estamos sufriendo son de baja letalidad. Lo acongojante de la declaración es que lo atribuyan al mero factor suerte.
El dato es inquietante: " ada tres o cuatro años tenemos algún tipo de pandemia-epidemia; lo que es extraño es que las sigamos viviendo como una sorpresa. Nos sigue sorprendiendo algo que no debería sorprendernos