Por Ricardo Riverón
Si no pasara el tiempo, ¿qué pasaría? El tiempo es todo. Un mundo congelado en un instante sería el más tonto de los escenarios. Es bueno que el tiempo pase. Y si acaso es cierto que no hay nada más socorrido que un día sobre otro, el tiempo se gasta para que la vida crezca, aunque haya personas empeñadas en que fluya al revés, o solo para unos cuantos.
Pasan los días, las semanas, los meses, los años y ya estamos en un siglo que aún miramos con la boca abierta. Vamos a ver hasta cuándo. Los de mi generación, que ronda los 70, estábamos en el mundo en 1959, cuando parecía que el tiempo no iba a dar tregua para que aprendiéramos a vivir. Y la tregua fue concedida: apenas unos días de regocijo tras el triunfo y ya marchábamos, a toda velocidad, hacia el día siguiente, porque nos tocaba despertar al futuro. Nuestro tiempo no se congeló.
Los años cincuenta del siglo pasado fueron los de escudriñar discursos engañosos, y de entender por qué era necesario pasar página; de los sesenta en adelante: los de inaugurarlo todo, hasta una igualdad que hasta entonces fuera sofisma, ley muerta, burla política. La esencia discursiva cambió. Nos dimos a esculpir cimientos para perpetuarnos en el presente, sobre el pasado, y también —cómo no— a exprimir minutos que pasaban como segundos, rumbo al porvenir. Emprendimos una obra que nunca será definitiva, ni conclusa.
Desde aquellos primeros días de la era revolucionaria comenzaron a tirar hacia atrás unas fuerzas que pretendían burlarse de nuestra memoria. La insistencia, la mentira repetida en espacios de gran amplitud crearon las bases para que en estos días conviviéramos con las fake news. La arremetida, entonces furiosa, se valió de un montaje en apariencia inteligente, de cuello, corbata y foros donde los cuños pedestres se grababan con mohín argumental. La Organización de Estados Americanos (OEA), diestra en esas marañas, nos quiso archivar, sellados y enclaustrados en el silencio. Lejos de ella nos ha ido bien.
Otro lenguaje, otros protagonistas. Numantinos por obligación estrenamos para siempre la radicalidad: “Patria o Muerte, Venceremos”, “Hasta la victoria siempre” o “Quien intente apoderarse de Cuba recogerá el polvo de suelo anegado en sangre si no perece en la lucha”. Otros propósitos, en los días que corren, nos invitan a “pensar como país” en pos de rebasar nuestras propias insuficiencias. Vivir es la meta, y también hacerlo como nación soberana.
“Pensar como país”: pocas frases más oportunas. El perenne proceso de cambio que singulariza nuestro devenir político social nos obligó a convivir con el mercado, que se rige por una cota individualista donde lo que importa es la ganancia, y en su exacerbación, la superganancia del 500 por ciento. Se impone domesticar y poner a nuestro servicio la serpiente que tragamos.
Yo, hombre de la cultura, lo veo en una magnitud simbólica. Y quisiera que muchos me acompañaran. Para mí, pensar como país implica desterrar, de nuestra atmósfera comunicacional, los patrones de éxito que la lógica mercantil nos dicta. Del individualismo extremo no se sale si nuestros compatriotas (sobre todo los jóvenes) piensan que la posesión de objetos suntuarios y destellantes acompañados de solvencia monetaria, constituyen la meta final de nuestras aspiraciones humanas. La proliferación del engañoso holograma de las luces led y la fanfarria debe cesar, o perder protagonismo.
¿Cuánto contribuyen los mensajes que constantemente emitimos, no solo por los medios de difusión, sino también en la dinámica cotidiana, para que esos modelos de lenguaje light y apariencia ostentosa se erijan paradigmas? Creo que mucho. Y para pensar como país al país que queremos, se impone validar por sobre todos los despliegues, en los espacios públicos, el valor de la inteligencia y el talento. Se impone no olvidar, sobre todo porque el tiempo pasa, hoy, con otros ritmos y nuevas velocidades. Considero que, tanto como la economía, la cultura y la comunicación pública deben signar los trabajos en pos de ese propósito.