Todo está cumplido. Se cerró, otra vez, como siempre, el ciclo ancestral de los ritos heredados y aprendidos, que atraviesan nuestro existir cotidiano como un huso afilado, devanador de los hilos del tiempo y la memoria. El pueblo, sabio y abnegado, ha agotado ya sus trabajos y sus horas para que todo brille con la pureza de lo intacto. Frescor de álamos y agrestes corchos en el sagrado escollo de su Pastorado. La palma de su triunfo adivinada en la curvatura de los efímeros arcos. El añejo tisú izado como regio pendón en el escalofrío de la víspera. Cada viva no gritado, cada llanto no estrenado, cada plegaria no musitada aún destilan impaciencia en la sombra inquieta de la espera. Todo cumplido está para que amanezca este día inefable del Gozo y la Gracia…
Este día en que Cantillana percute sus pulsos con el latido metálico de las floridas dianas. Este día en que Cantillana le presta su júbilo al travieso estallido de la pólvora. Este día en que Cantillana serpentea el orgullo de su mejor dote en el temblar de las banderas. Y se encarama a la torre mayor para desatar un grito de bronce que estremezca a las fértiles riberas y las sementeras exhaustas. Y se anuda a su nostalgia un cabujón de nardo y papel picado. Y mima jazmines para que nieven su peña. Y aguza sus gargantas y sus pupilas. Y se consume en fervores y arrebatos. Día fugaz y legendario. Día bendito e imperecedero. Día en que Ana parió a María para que concibiera al Cordero victorioso. Día de la Pastora.
Como el silbo de un zagal que reúne a su ganado, el cohete y la campana esparcen las primicias de la Virgen en el piadoso redil de Cantillana, que sube –como Ella subió en pos de Isabel– hasta la pastoreñísima parroquia a renovar los votos de la devoción de sus abuelas. Al pie de su bucólico escabel, tributará la villa a la Pastora en su fiesta mayor y mejor la ofrenda del pasto místico. Es la mañana de la Función. Mañana de moñitas y encajillos pintureros, de lágrimas y jaculatorias escondidas, de fasto y tradición íntima. Mañana solemne y popular, auténtica y asolerada, como ninguna otra en Cantillana.Y trotará el minutero desbarrancado hacia lo irremediable y anhelado. Acecharán en el crepúsculo las negruras de la noche, que en vano intentará deslizar su plomizo crespón sobre Cantillana: una Doncella ceñida de Sol alzará su augusta luminaria a eso de las diez y no acamparán aquí las tinieblas de la madrugada. Océano luminoso e infinito, Pastora refulgente y embelesadora. Veremos en el cayado una aurífera antorcha y doce constelaciones tejerán una guirnalda de astros para timbrar la hermosa cumbre de su rostro. Vereditas iluminadas hasta Martín Rey, pradera de luz para la Virgen campesina. Cantillana y la Pastora, cara a cara mirándose, cegada la una, irradiadora la Otra, misterioso crisol de fulgores y ansias irrefrenables. Y en el enjambre de amor y miel de la calle más pastoreña, de nuevo la liturgia que hipnotiza las voluntades. Los fuegos, la salve, los vítores, el peregrino sombrero y su frente desvelada ante una grey encrespada en un rapto de fe y delirio. Preso de su hechizo, esclavo de sus designios, el rebaño, en su pellica prendido, a su lado caminará buscando la aurora, desgranando lloros y requiebros como las cuentas de un rosario. Arañará Cantillana los últimos sorbos de la noche antes de que la Pastora apure el mágico desfile de su procesión. El recuerdo de lo sentido nublará el entendimiento por inexplicable y enigmático: no buscará Cantillana respuestas a las incógnitas, sabe que no las hay. La noche del 8 de septiembre es un jeroglífico indescifrable que se nos escapa de las manos con un eco melancólico y subterráneo. De la mismísima entraña de la tierra que la Virgen elegió para asentar su aprisco, esta Cantillana vieja y distinta, que sólo sabe vivir reflejándose complacida en el espejo virginal de su Divina Pastora.Juan Manuel Daza Somoano