Qué gusto verte, amor, y hablar de nada ya que no sea el medio rizo de tu pelo. Pido café y al punto me salto gustoso las precauciones y todos los preliminares intrascendentes que desactiven los resortes de miedos pasados. Sé que es tan temprano, tan al comienzo de todas las palabras, pero es que no sirvo para eso de hacerme el interesante por si resulto atractivo, o tratar de seducir con el misterio, me aburre ese tipo de juegos previsibles. Estoy nervioso, lo sé, ya voy por el segundo, a este paso no duermo esta noche, y en un instante vas (no esperaba menos de ti, amor) y te saltas todas las barreras que como un imbécil había preparado cuidadosamente para ti – y para mí – y me pides que te hable de ese sitio. No sé bien qué decirte, me coges de la mano y se me van los razonamientos.
Y es que de una u otra manera siempre hago por volver allí, a mi lugar mítico, algo así como Camelot solo que con pantalones de andar por casa, lápices en lugar de espadas y sin muchas indicaciones, sabes, me agobia el exceso de pistas. Igual repasaba peleas que fumaba con piratas vegetarianos, o inventaba idiomas que tal vez se hablaran en otros islotes próximos al mío, de 90 x 190 centímetros y cuyas coordenadas nunca centraron los mapas ni los sensatos.
Hasta que te conocí nadie exploró aquel mar. Sí, supongo que todos navegamos la costa de vez en cuando, pero no todo el mundo nada a cuerpo. Es fácil disculparlo de niño: uno tiene su escondite favorito donde leer cuentos y hablar con sus juguetes. Después, a los cuarenta, se hace difícil justificar los cuentos y el carácter juguetón, mucho más aún lo que uno va diciendo por ahí, y todo el mundo quiere el archipiélago decorado con norte y sur, señales con puestos de socorro, y los zapatos en su sitio. Me sudan las manos, es verdad.
Sabes, nunca he querido conocerte justificadamente, ni saber tu historia o los rumores que expliquen tu vida, ni si tú también eres vegetariana o más bien sobreviviente de equis naufragios que a veces se hacen tan evidentes en lo que callas. Me da igual. Pero siempre he querido mostrarte el único mapa que conozco de mi vida, en lugar de firmarte un inventario de virtudes y padecimientos. Hasta que te vi, amor, no sabía que mi isla no estaba desierta.
Comprendes ahora, ¿verdad?, que de entrada lo único que quería fuera llevarte a la cama.