La verdad es que no sé cuándo nos conocimos aunque de recordarlo tampoco lo escribiría porque no me gustan los cuentos que comienzan con fechas. A ella tampoco le gustaron nunca los números que marcan, que recuerdan emociones.
—¿Qué mierda es eso de que los números se queden con las historias, eh? ¿Y por qué nos tenemos despedir con un Adiós?
Pues porque eso es lo que hace todo el mundo. No sé, supongo que le decía eso.
Acabó por convencerme y decidimos que nuestros adioses serían distintos, separemos la A del resto, así será más chulo y más nuestro, dijo. Y a mí me pareció la idea más brillante del mundo.
Le debo un cuento a esa mujer loca e irreverente y no tengo fechas —¿y quién las quiere?— para ordenar lo vivido. Sólo sé en dónde empezó y porqué terminó…
El verano de Qué nombre tan feo tienes.
Nuestra historia comienza en las olas porque nos conocimos en la playa. Entre los miles de madrileños que se tumban cada verano en la arena de San Juan, allí estaba María Ramona. Sí, lo sé, lo sabíamos: tremendo el nombre. Ese día, mi madre, mi hermano y yo nos sentamos cerca de donde estaba ella y su familia. Cada vez que su padre gritaba: “¡María Ramona, sal del agua!”, mi hermano y yo nos partíamos de la risa y mi madre, nos zampaba un guantazo.
A mediodía, la niña del nombre feo se plantó delante de nuestra sombrilla y nos dijo: “me podéis llamar Mara y también podéis ser mis amigos”. Mi hermano dijo paso y yo, muerta de vergüenza la seguí a la orilla.
Éramos todavía muy niñas y hablábamos de sabores de helados, de pizzas tamaño familiar, de canciones, de trenzas, de risas.
No tenía ni tuve nunca el genio de Mara. Precisamente por eso nos hicimos amigas de olas.
—Septiembre y su manía de fastidiarlo todo, ¿eh?, claro que como tú no te tienes que ir… para ti este mes no es asqueroso.
—Jo, Mara, para mí septiembre es feo, que aquí también se acaba el verano y hay colegio.
—Ya, pero no se os acaba el mar.
Nos compramos un helado de dos bolas de trufa y nos despedimos con un A dios, el primero de muchos que estaban por venir.
El verano de No quiero elegir:
Las olas de ese verano trajeron a una Mara enfadada con el mundo. Fue su primer verano como hija de padres separados, joder, que es una mierda, Ada, que no quiero elegir, que yo quiero a los dos y yo venga a decirle que no era tan grave, que al final se terminaría acostumbrando. Vivir en una casa rota tenía su ventaja: podías esconderte en alguna de las grietas y desaparecer por unas horas.
Mi comentario le hizo gracia, me escuchó atenta porque en eso yo era experta; mis padres llevaban tres navidades divorciados.
Ese verano, mi hermano se lió con Eva, la rubia de San Sebastián de los Reyes. Había otra de allí pero era morena y tenía un novio ruso.
Mara y yo no entendíamos qué había podido ver Pepe en una tía con voz gangosa y nariz de patata.
—Serán las tetas, que tu hermano es un guarro y seguro que se ha hecho novio de la rubia por eso. En cuanto pueda, me operaré, que con estas dos mierdecillas no voy a triunfar en la vida, decía con voz afectada.
Y nos reíamos de esas tonterías porque nos importaba una mierda el tema de las tetas.
Ese también fue el verano de los Tampax.
Un día antes de irse nos enfadamos por una tontería. No hubo helado de dos bolas de trufa. Sólo una nota, escrita en una servilleta de El pollo Pancho.
Sólo un A dios.
El verano de No quiero hacer Derecho.
Las olas llegaron antes que yo ese julio, que había empezado a trabajar en una farmacia, colocando medicamentos y vaciando cajas de pedidos. Mara no apareció hasta la primera quincena de agosto. Llegó con novio, sin ganas de amigas y triste.
Coincidimos una mañana, haciendo el camino San Juan – Campello, por la orilla. La vi a lo lejos; estaba guapa, la cabrona. Mara ha sido la única persona que he conocido a quien la tristeza la favoreciera.
No pudo evitarme, nos saludamos, me presentó a su chico. Nos reímos de cuatro tonterías y nos separamos.
Creí que la nuestra sería una de tantas amistades que se mueren de frío lejos del mar, pero no. Mara volvió unos días después, sola, a sentarse cerca de mi sombrilla. Su novio se había vuelto a Madrid y ella no quería empezar la universidad, no quiero hacer Derecho, Ada. Eso me dijo y fue la primera vez que la vi llorar.
De nada sirvieron mis abrazos, mis cuentos de amores desastrosos, mis Vamos al cine de verano, Mara, que el dolor de culo de las sillas de metal te van a quitar la pena.
Septiembre llegó más pronto que de costumbre porque nunca antes lo habíamos detestado tanto.
La misma mañana de su regreso a Madrid le dije: “no hagas Derecho, Mara, que ya hay mucho abogado en el mundo”.
Me abrazó muy fuerte, A dios, Adita. No sonreía cuando entró en el coche.
Los veranos de A dioses y olas lejos del mar.
Mara y yo no sabíamos que hacernos mayores era una trampa. La playa de los veranos tranquilos se perdió, puede que las perdidas fuéramos nosotras, no sé.
Yo viví veranos en otras playas, las olas eran distintas y los adioses se escribían así, sin separar la A del dios.
El mundo era a veces un verano tranquilo, sí, aunque la mayor parte del tiempo olía a septiembre. Eché de menos a Mara muchas noches, cuando la veía en sueños.
El verano de La Era de Cáncer.
—Es La Era de Acuario, que lo cantaba Raphael, gesticulaba Mara y yo, sentada en el borde de la cama de Mara no sabía si llorar o reír.
Hacía apenas un mes que Facebook nos había rescatado de los recuerdos de una y otra y en tan poco tiempo tuvimos que ponernos al día de años.
En Madrid no había olas ni helados ni Nivea Sun ni bikinis que se parecieran a nuestra playa, pero Mara y yo nos encontrabamos cada noche, en la pantalla del pc. Luego, nos dimos los móviles y entonces, en un WhatsApp de Mara, se me detuvo el tiempo: “tengo un poco de cáncer, pero no te preocupes que para verano estoy pensando en volver a San Juan. Dime si irás y coincidimos, Ada”.
No recuerdo cuándo volvió a funcionar el tiempo después de ese mensaje lleno de estupideces que querían borrar lo escrito.
Recuerdo las tardes en el hospital, las risas y los ¿te acuerdas cuando…?
Contar cuentos en una habitación tan fea es siempre feo pero se hace, Mara.
Conocimos a nuestros hijos, pusimos a parir a nuestros ex, nos descojonamos de una enfermera vieja y con tetas de silicona, ¿te imaginas que es la rubia de SanSe?, y yo que me atragantaba con el café, que me voy ahogar, cabrona, y Mara que ni se te ocurra morirte antes que yo, que la que sabe contar cuentos eres tú: no te puedes ahogar sin antes contar nuestros A dioses y olas, Adita.
Una tarde de mayo no se encontró con ganas de hablar. Le dejé una nota en la mesilla: “he venido a contarte un cuento, vuelvo en cuanto tengas ganas de escucharlo. Esto no es un A dios, petarda”.
Seguimos viéndonos hasta que Mara se fue. Se empeñó en dejarme sola, en la playa. Tenía que ser así; ella vino y se marchó, yo era la que se quedaba siempre en San Juan, donde el mar no se acababa aunque llegara septiembre.
Hoy he vuelto a nuestra playa, Mara, y me cuenta la arena que no habrá nunca A dioses y olas tan bonitos como los nuestros.
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