Con el tiempo, las lecturas se van conformando como pequeños palillos de una inmensa construcción que va escribiendo la palabra TEBEO (ponga el nombre que usted quiera, historieta, comic, novela gráfica, literatura dibujada,…) a tamaño gigantesco. Un inmenso monstruo que configura aquello que entendemos por tebeo y que incluye desde nuestros gustos más privados a las reflexiones más sesudas y profundas sobre el noveno arte, que suele descansar sobre cimientos tan inestables como el atrevimiento de esa ignorancia galopante de la que es imposible escapar por mucho que lo intentemos o la arrogancia de creer que se está en posesión de la razón por el simple hecho de tener una opinión o un gusto. Pero da igual. Palillito a palillito, la construcción se va alzando hasta erguirse de forma hercúlea, desafiante, tan enorme que se pierden los límites de lo que empezamos. Y nosotros, orgullosos, pensamos que hemos hecho algo así como descubrir América con nuestro flamante monumento palillero. Pero, ay, siempre llega alguien dispuesto a darle una patada y tirar por tierra lo construido y, de paso, nuestro orgullo, a lo que reaccionamos, generalmente, con furia incontenible. “¿Cómo se atreve éste mindundi?”, pensamos, dispuestos a masacrar, linchar, destrozar y vilipendiar al suicida elemento en cuestión. Y si encima es un jovenzuelo, pues mejor que mejor, que a la cosa se le añade lo de la estirpe demoníaca de la experiencia y afirmaciones palmatorias de obligado uso como “los jóvenes de hoy en día no saben lo que es bueno” y “ en mis tiempos todo era mucho mejor”.
Y no nos damos cuenta del terrible y maravilloso favor que nos han hecho. Que nos han obligado a poner el contador a cero y a desembarazarnos de un bagaje que pesaba y que mediatizaba completamente nuestros pensamientos.
Así que cuando uno tiene en sus manos A graphic cosmogony, la primera antología editada por la fascinante Nobrow, en lugar de pensar en unos gamberros que se creen que han descubierto la pólvora y que han tirado por tierra nuestro maravilloso y totémico monolito, lo más sano para el espíritu es resetear las neuronas y lanzarse a esta montaña rusa de ideas con un “Uuuuuuaaaaaauuuuuuuuuuuuuuu” continuo, dejando que nuestro corazón palpite con fuerza descubriendo propuestas locas, maravillosas, diferentes y mágicas. Porque los de Nobrow, pequeña editorial que lleva ya unos años dedicada al sano arte de romper esquemas, debutan en la antología con temeridad suicida, con ambición inmensurable, nada más y nada menos que darle a 24 artistas la categoría de Dios. Y si aquél tuvo siete días para crear el mundo y echarse una cabezadita, estos tendrán siete páginas – ya se sabe que la historieta cambia lo temporal por lo espacial- para hacer lo propio, es decir, contar su versión de la creación de todo. Ahí es nada. Y los jóvenes creadores, como son jóvenes, aceptan el guante con chulerío y poderío, convencidos que poca diferencia debe haber entre un creador de historias y un creador de mundos, que a fin de cuentas lo de crear no parece potestad más que del ingenio humano. Razonamiento que dará lugar a 24 propuestas tan sorprendentes como osadas. Ahí está quien sencillamente prefiere buscar leyendas alternativas e irse a las explicaciones dadas por otras religiones o quien se plantea que esto de crear universos no es más que un ejercicio de clase de la escuela de deidades; o que lo mismo da crear que destruir; o que lo de Roswell no iba desencaminado y los alienígenas tenían que estar por ahí o, simplemente, piensan que es un truco de magia. Eso sí, cargándose por el camino cualquier convención o presupuesto sobre eso que llamamos historieta, con composiciones imposibles, rupturas radicales, narrativas antinarrativas y secuencias sin secuencia. Como debe ser, dinamitando todo lo anterior, que para eso está lo antiguo, para ser admirado, sí, pero no para ser seguido como mandamiento escrito en piedra. Y si uno acepta este juego, terminará pisoteando su maravilloso puzle de palillitos a sabiendas de que el que construirá después de esto será mejor, más grande, más amplio y más hermoso. Cada nueva historieta de esta cosmogónica antología será una sorpresa y, aunque sea sólo durante el rato de lectura de este libro, se recupera ese sentido infantil e ingenuo del pasmo, del asombro con la boca abierta y con el cerebro funcionando a mil por hora. Tanto que uno se queda con muchas ganas de leer más de Jon McNaught (ojo a este hombre, puede ser un futuro referente), Andrew Rae, Matthew Lyons, Luc Melanson o Ben Newman, por citar sólo algunos que me han dejado boquiabierto. A ver si alguien se atreve a editarla por estos lares…