Georges Bigot fue un pintor, ilustrador y caricaturista francés del siglo XIX al que, si se hubiese quedado en Francia como estaba mandado, hoy el Larousse ni se dignaría dedicarle dos líneas. Pero Bigot viajó a Japón y gracias a eso no hay ninguna historia del manga que no lo cite en la introducción.
Bigot nació en Paris en 1860, justo cuando en Francia empezaba la moda del japonismo. El japonismo, igual que movimientos anteriores como las “chinoiseries” o el “orientalisme” eran como la Semana de Extremo Oriente en el Corte Inglés, pero durando lustros. De pronto si se quería estar a la última había que tener un grabado japonés en casa, saber quién era Hokusai y tratar a Hayashi Tadamasa, el importador de estampas de la rue de la Victoire. En el colmo de la exquisitez, los pocos que ya habían pasado por Japón organizaban veladas japonesas para sus amigos en sus casas, en las que había que vestirse de quimono y beber sake, lo que me parece un sacrilegio en la patria del Borgoña.
El japonismo se distinguió de movimientos anteriores en algo muy importante: sus defensores fueron los artistas, sobre todo los de vanguardia. Las cosas que más les llamaron la atención en el arte japonés fueron su proximidad a la naturaleza y el cuidado puesto en la representación del objeto cotidiano más banal. Para algunos había además el sentimiento de urgencia de conocer ese arte que se había desarrollado aislado durante siglos antes de que las influencias occidentales lo contaminasen.
Bigot comenzó a formarse como artista muy joven. Mientras hacía sus pinitos artísticos, entró en contacto con personajes como Philippe Burty, coleccionista de arte japonés e impulsor de los impresionistas, y el especialista en arte japonés, Louis Gonse, de cuyo libro “L’art Japonais” fue uno de los ilustradores. Tan influyentes como esos contactos, fueron algunos de los maestros que tuvo. Uno de éstos fue Jean-Leon Gerome, un pintor que se vio muy influido por un viaje que hizo a Egipto y utilizó temas orientalistas en buena parte de su obra. Aunque el Oriente que le ponía era el Próximo más que el Lejano, es posible que le inculcase a Bigot el gusto por los temas exóticos. Más importante fue el impacto de Felix Buhot, quien, interesado por las técnicas de impresión japonesas con bloques de madera, debió de meterle el gusanillo del interés por el arte japonés. Y para rematar, estuvo en contacto con otro Felix, el pintor Felix Regamey, quien en 1881 hizo un viaje a Japón del que volvió entusiasmado.
Tal vez el colmo del japonismo se alcanzase en la Exposición Universal de Paris de 1878, en la que Japón contó con un pabellón que decoró con el mayor esmero. El experto en cerámica Paul Gasnault describió de esta manera el entusiasmo despertado por lo asiático en general y lo japonés en particular: “Extremo Oriente, desde el inicio de la Exposición, ha obtenido en el Campo de Marte un verdadero éxito de entusiasmo, podríamos decir de deslumbramiento. Este éxito, tal vez un poco excesivo, pero legítimo en cierta medida, no ha sido por otra parte más que la consagración de la boga adquirida desde hace algunos años por todo lo que viene de esas orillas lejanas. Se dirigía sobre todo y con mucha justicia a Japón, que por el momento posee el favor de la moda y parece que hubiera querido mostrarse digno del mismo.”Uno de los visitantes que quedaron más impactados fue precisamente Bigot.
La Exposición Universal fue el momento clave porque a partir de ahí empieza el proceso de conversión de Bigot en un expatriado de la variante quejica, espécimen que se caracteriza por viajar mucho y acabar no sintiéndose a gusto en ningún lugar. Bigot decidió que tenía que viajar a Japón como diera lugar. Los años siguientes ilustró como un loco y para 1882 tenía suficiente dinero para pagarse el peaje a Yokohama.
Al llegar a Japón Bigot se ganó la vida como profesor de diseño y acuarela en la Escuela Militar. Al mismo tiempo aprendía japonés y pintura tradicional. En esos años ilustró periódicos japoneses y editó una colección de grabados sobre el Japón tradicional, que tituló “Croquis japoneses”. Resulta irónico pensar que, mientras que Bigot en vida nunca anduvo sobrado de dinero, un volumen de sus “Croquis japoneses” puede alcanzar hoy en día en una subasta valores por encima de los 3.000 euros. Los “Croquis japoneses” son estampas del Japón tradicional que tanto fascinó a Bigot. En ellas se combinan la fascinación del recién llegado a un país exótico y el lamento del enamorado de otro país, cuando descubre que éste se moderniza y va perdiendo las tradiciones que a él le atrajeron en primer lugar. Y es que Bigot pertenecía a ese tipo de expatriados que se enamoran de un país, se esfuerzan por enraizarse en él y acaban por ser más papistas que el Papa. Vestía kimono y sandalias tradicionales japonesas y se manejaba en japonés con soltura.
En 1887 sacó la revista satírica “Tobae”, dirigida sobre todo a los extranjeros francófonos en Japón, a imitación de la que el británico Charles Wirgman había creado en 1862 con el título de “The Japan Punch”. Allí donde Wirgman había dado un paso hacia la creación del manga con la introducción de bocadillos con las palabras o los pensamientos de los personajes, Bigot lo completó, creando sucesiones de viñetas.
“Tobae” era mucho más satírico que “The Japan Punch”. Daba caña a la clase política japonesa e ironizaba con los intentos japoneses abandonar sus tradiciones y occidentalizarse. Es la reacción del amante despechado. Es el expatriado que más que enamorarse de un país se ha enamorado de la imagen exótica que se ha hecho de ese país. Cualquier cambio, cualquier modernización, la vive como una traición. No puede asumir que los nativos del país son dueños de sus destinos y pueden tomar el camino que más les plazca y que no hay sociedad que se mantenga inmutable. Había algo acre en sus críticas, como si reflejasen un disgusto que era personal por los cambios del país. Bigot, que sabía que sus caricaturas levantaban ampollas en el gobierno japonés, puso mucho cuidado con publicar la revista en la concesión extranjera en Yokohama, donde se aplicaba la extraterritorialidad.
En 1895 Bigot dio ese paso que eventualmente da todo expatriado que se ha enamorado de un país: casarse con él. Se casó con una antigua geisha, con la que tuvo un hijo.
En 1899 los tratados desiguales de Japón con las potencias occidentales fueron revisados y la extraterritorialidad desapareció. Bigot, que llevaba una década larga tocando las narices y se sentía cada vez más incómodo en un país que había decidido cambiar sin consultarle, se divorció de su mujer, cogió al hijo que había tenido con ella y regresó a Francia.
Los siguientes 28 años los pasó en Francia pintando, haciendo caricaturas y sirviendo como corresponsal de guerra en la guerra de los Boers y en la guerra Ruso-japonesa. Muchos de los paisajes que pintó en esos años eran escenas japonesas. Uno sospecha que espiritualmente nunca se marchó de Japón del todo. Y es que Bigot era el epítome del expatriado, esa persona que al final no se siente a gusto en ninguna parte.