La economía es como las mareas. Sube y baja en una secuencia infinita de vaivenes contra los que nada hay que hacer. Inútil construir una presa que detenga la marea en el tiempo y en el espacio, sólo espigones que preserven el puerto de la furia de las aguas cuando los vientos soplan fuertes y con ellos ganar un puñado de tierra al mar, aunque sea una batalla perdida de antemano para la tierra. Basta una incomodidad entre las placas tectónicas que pugnan por su espacio en el subsuelo para que se produzca una enorme ola de gran energía que desplaza hacia arriba una gran masa de agua. Y el mar recupera lo que considera suyo y que nunca debió dejar de serlo.
Las mareas dan paz interior a los ordenados y meticulosos porque desfilan ordenadas, con su tiempo lento y constante. Y todo se hace entonces previsible y, por tanto, seguro. El problema ahora es que se ha roto ese equilibrio. Los gurús no aciertan a explicar por qué la marea no volvió a subir y sigue baja, como el anticipo de un tsunami, ni tampoco quieren ya pronosticar cuándo volverá a hacerlo, después de los últimos descalabros que dieron al traste con su credibilidad. Los analistas han dejado paso a los brujos del poblado que, ante la falta de explicaciones científicas, sólo aciertan a exigir nuevos sacrificios para contentar a unos dioses caprichosos que se divierten con el sufrimiento humano. Con la marea en retroceso han salido a la luz los juguetes rotos, el esqueleto de buques varados que se acercaron demasiado a la costa y encallaron en un fondo demasiado cercano, los plásticos y desechos inorgánicos de la civilización que fue un día. Sí, a aquello llamaban civilización nuestros mayores.