Continúo con mi osadía de leer a Proust. La misma se me viene en caída libre, es decir, si ya pasé por Un amor de Swann, lo más lógico es que continuara mi atrevimiento con A la sombra de las muchachas en flor. Hasta ahora no me he rendido ante la monumental obra. Tendré que esperar al tercer, cuarto o siguientes tomos a ver si sucumbo ante la tentación de dejarla a un lado. Dada a su complejidad, me atrevería a decir que mientras uno se lee el segundo tomo, fácilmente pudieran leerse tres o cuatros novelas de mediano o largo aliento, y esto, más allá del hecho meritorio de acumular lecturas para la historia personal de cualquiera, redunda sobre el esfuerzo que requiere enfrentarse a cada página de En busca del tiempo perdido. Ya lo decía en la minúscula reseña que hiciera de Un amor de Swann, el texto ofrece un sublime placer en el acto de lectura que sobrepasa la dificultad del mismo.
Antes de entrar escuetamente al tomo A la sombra de las muchachas en flor, bien le comentaba a alguien que ya leyó la obra completa, que he descubierto en Proust, en su obra, el mejor ejercicio de lectura que uno pudiera hacer. Pasar por sus páginas, buscar el entendimiento, la concentración y la debida interpretación de lo que emana su narrativa, es sin duda, un logro absoluto, al punto, que después de leer a Proust, cualquier libro –al menos de narrativa – se me antoja de fácil acceso sin caer en desmérito alguno.
Swann y Odette, como era de esperarse, dan paso a la historia que continúa en A la sombra de las muchachas en flor. El narrador deja a un lado el interés por Gilberta, la hija de Swann, y se centra en una hermosa desconocida, Albertina, cuando la ve junto a otras muchachas en el balneario de Balbec. Habrá que ver en la continuación de En busca del tiempo perdido, si es tan relevante todo lo que dedica Proust en este tomo a Albertina, como a la inmediata reminiscencia de si Forcheville se acostó o no con Odette y si no son más que pequeñas historias, despliegues narrativos seguramente necesarios, para después develar el verdadero sentido de la obra. Aún me falta mucho para llegar a esto. No obstante, Proust cuela su pensamiento discretamente cuando dice: “La causa de que una obra genial difícilmente sea admirada en seguida es la de que quien la ha escrito es singular y pocos se le parecen. Su obra misma, al fecundar las pocas mentes capaces de comprenderla, es la que los hará crecer y multiplicarse”. La historia ha señalado hasta la saciedad que En busca del tiempo perdido fue rechazada en las primeras de cambio. Incluso André Gide, sí el propio Gide, lector de lujo de la editorial Gallimard, dijo al devolver el libro a su editor: “No puedo comprender que un señor pueda emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño”.
He tomado infinitas notas de A la sombra de las muchachas en flor, no obstante, en mi obstinación por ser breve en mis reflexiones de lecturas para que los lectores blogueros no huyan despavoridos por la extensión de las mismas, me doy cuenta nuevamente que es imposible condensar en una cuartilla, todo lo que se desprende de esta obra inconmensurable. Por ello cierro esta reseña dándole paso ya a la lectura de El mundo de Guermantes y citando menos de la cuarta parte de las interesantes ideas que anoté de A la sombra de las muchachas en flor.
Y entonces me pregunté si la originalidad prueba de verdad que los grandes escritores son dioses cada uno de los cuales impera en un reino propio y exclusivo o si no habrá un poco de fingimiento en todo eso, si no serán las diferencias entre las obras resultado del trabajo más que expresión de una diferencia radical de esencia entre las diversas personalidades.
Así ocurre con todos los grandes escritores, la belleza de sus frases es imprevisible, como lo es la de una mujer a quién aún no conocemos; es creación, ya que se aplica a un objeto exterior en el cual –y no en sí – piensan y que aún no han expresado.
Quienes producen obras geniales no son quienes viven en el medio más delicado, quienes tienen la conversación más brillante, la cultura más extensa, sino quienes han tenido la capacidad de volver su personalidad semejante a un espejo, de tal forma que su vida se refleje en ella, pues el genio consisten en la capacidad reflectante y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado.
El hábito forja tanto el estilo del escritor como el carácter del hombre y el autor que se ha contentado varias veces con alcanzar en la expresión de su pensamiento cierto atractivo planta así para siempre los hitos de su talento.
Así como los sacerdotes que tienen la mayor experiencia del corazón pueden perdonar mejor los pecados que no cometen, así también el genio que tiene la mayor experiencia de la inteligencia puede comprender mejor las ideas más opuestas a las que constituyen el fondo de sus propias obras.
Una lengua que no conocemos es un palacio cerrado en el que aquella a quien amamos puede engañarnos sin que –al habernos quedado fuera y desesperadamente crispados con nuestra impotencia– podamos ver nada, impedir nada.
El tiempo de que disponemos cada día es elástico; las pasiones que sentimos lo dilatan, las que inspiramos la encogen y el hábito lo llena.
Todos sabemos, cuando hemos dejado de amar, que el olvido e incluso el recuerdo vago no causan tantos sufrimientos como el amor desdichado.
Habitualmente vivimos con nuestro ser reducido al mínimo; la mayoría de nuestras facultades permanecen adormecidas, porque descansan en la costumbre, que sabe lo que se debe hacer y no las necesita.
La fealdad es una sucesión de hipótesis que la fealdad reduce.
El interés de la especie es el que guía en el amor las preferencias de cada cual.
La diversidad de los defectos no es menos admirable que la similitud de las virtudes.
Las cosas que más procuramos rehuir son aquellas que acabamos no pudiendo evitar.
Para infundir ilusión en un primer momento, adoptamos en gran medida un aspecto y actitudes que nos son ajenos, pero que nos gustaría tener.