Y no parece un film ambicioso y quizá no lo sea, porque a lo que presta verdadera atención no es a ese exuberante panorama del jazz de la posguerra con sus múltiples conexiones sociológicas ni tampoco se postula como una "respuesta" al neorrealismo que por entonces había prendido en Europa y que demuestra dominar Walsh desde los estudios de la WB tan bien como el mejor de los italianos (y casi antes que todos; nada extraño porque allá por los tiempos de la depresión de los 30 fue uno de los cineastas que había batido ya ese terreno), preocupaciones que parecen pequeñas, relegadas al fondo de la puesta en escena, en cuanto aparece, de espaldas, en una comisaría, un hombre.
Muchas veces hemos visto a actores y actrices enamorarse en pantalla, plausible, románticamente, con una disposición para tal encuentro, un foco que los alumbraba, hasta en adversas circunstancias.
Veíamos cómo se producía y nos abstraíamos con ello. Una sublimación de la pureza, tan bellamente contada, perfectamente irreal.
El cine de Nicholas Ray, la misma Lupino y compañía precisamente se plantó ante las dudas y el vacío de las más variadas parejas formándose, de cualquier edad y condición, esas que sólo el cine negro había traído a escena precariamente, con la coartada de la fugacidad.
En "The man I love", sin desentenderse de sus otras tramas paralelas, Walsh es capaz de contar como pocos, antes o después, una posibilidad de bajarse en marcha de este mundo que no vale la pena y que de repente - no importa dónde si se tiene con quién - podría ser un buen sitio para quedarse.
Un film como este, sobre los equilibrios emocionales, es asombroso cómo se retroalimenta del mayor de los terremotos del corazón, investida ella ya no con aquella luz expansiva de Murnau o Borzage, reconciliadora y gozosa, sino con la vibración que "pertenece" a los últimos Dreyer, Ford o Donskoi, sentida hacia los adentros y sólo percibida por los iguales, donde quiera que estén.