Nuestra actual crisis, por lo tanto, no se limita a ser un problema de paro laboral inasumible y de exceso de deuda pública. Desde luego, esto por sí sólo pone ya a mucha altura el barómetro de nuestros problemas nacionales. Nuestra clase política, para empezar, no es que se muestre incapaz de resolver el problema de endeudamiento público que tenemos, sino que sigue gastando más de lo que ingresa, como ha quedado explícito en la reciente presentación de los Presupuestos Generales del Estado para el 2013. Y sin embargo, insiste en acosar de manera desorbitada a los ciudadanos con más impuestos, en vez de reducir el gasto, asfixiando así las posibilidades de salir adelante de nuestra economía productiva. Infinidad de cargos de confianza y de libre designación; una enorme cantidad de políticos (proporcionalmente, la mayor de Europa) dedicados a consumir presupuesto y, a menudo, a duplicar funciones; numerosísimas empresas públicas, fundaciones, consorcios… cuya única utilidad demostrable es la de servir para colocar a la amplia clientela de los partidos gobernantes; embajadas de las autonomías en diferentes países, duplicando la función de la diplomacia estatal (y a veces compitiendo con ella); las numerosas televisiones y radios públicas que sólo se diferencian de las privadas por su función propagandística y de altavoz de los políticos, y que suponen una severa carga para el presupuesto de las autonomías y del estado central; las subvenciones a partidos, sindicatos o grupos privilegiados… Toda la ciudadanía informada sabe ya que los gastos que suponen todos estos sacos sin fondo deberían de ser suprimidos antes de seguir exprimiendo fiscalmente aún más a los ciudadanos que, secas además las fuentes de financiación, siguen engrosando las listas del paro.
Así pues, en nuestro horizonte común no sólo se vislumbra la amenaza acumulativa que, como bolas de nieve rodando cuesta abajo, suponen nuestros problemas económicos mal atendidos. Tampoco se agotan los malos augurios en la previsible desestabilización del orden público que la crispación progresiva a la que está llegando la ciudadanía acabará provocando. Entrelazadas con éstas, se van definiendo cada más nítidamente otras gravísimas amenazas de índole política que alcanzaron un punto máximo cuando el anterior gobierno socialista negoció con los terroristas, lo que, en un ejercicio máximo de enmascaramiento eufemístico, llamaron “proceso de paz”, y que ha demostrado no ser al final sino un modo de legitimación del terrorismo. Culminaba así una larga trayectoria de décadas en las que el estado ha abandonado sus responsabilidades frente a los grupos independentistas, y dejado que éstos, especialmente (pero no sólo) en el País Vasco y Cataluña, hayan ido haciendo encajar a las poblaciones de sus regiones respectivas en el imposible lecho de Procusto de sus mitos nacionalistas. La falta de firmeza, cuando no el simple mirar para otro lado de nuestro estado frente a las andanadas cada vez más agresivas de nuestros nacionalismos separatistas, son huecos que éstos han aprovechado una y otra vez para seguir dando pasos hacia sus objetivos finales, que, además, no acabarían con la independencia de sus respectivos territorios, puesto que después aún seguirían desestabilizando, para empezar, Navarra, Valencia y las Baleares.
En resumen: nuestra nación vive momentos especialmente críticos y es hora de dar la voz de alarma. Si la indolencia puede con nosotros, los españoles sensatos, y acabamos dejando que este proceso de desintegración nacional en el que estamos inmersos siga avanzando, si dejamos que el estado traicione a las víctimas del terrorismo propiciando la impunidad de la manera sibilina en la que ahora mismo lo está haciendo (algunos no olvidaremos el caso Bolinaga), si los ciudadanos de este país no reaccionamos frente a tanto dislate de los políticos de los partidos hasta ahora dominantes y no les obligamos a tomar postura activa ante lo que estamos viendo venir, nuestros problemas no habrán hecho más que empezar. La meta que se puede ya vislumbrar si no logramos que cambien las cosas, no es la que se merecen nuestros hijos.